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SEMBLANZA DE AMÉRICO LUGO

Dedicado a Tulio Manuel Cestero

Manuel Arturo Peña Batlle

I

Si nos llena el alma de inquietud cuando decidimos y comenzamos a escribir sobre Américo Lugo, el escritor dominicano por excelencia. Al llamarlo de este modo: nuestro escritor por excelencia, no queremos decir que Lugo escribiera por mera delectación, por amor al arte de escribir. Todo lo contrario. Escribió por necesidad y siempre angustiado por una situación social. En muy pocas ocasiones se satisfizo, a la manera de los decadentistas franceses, con la sola belleza de su estilo incomparable.

Escritor profundísimo, dedicó casi toda su obra al examen de los grandes problemas en que gravitó por mucho tiempo la nacionalidad dominicana. Es, sin duda, un hombre público, pero tuvo el cuidado de no emplear sino la pluma como vehículo de sus sentimientos y de sus inquietudes por el progreso de la colectividad. De ahí no pasó nunca y, por eso, puede considerársele como el más abstraido de todos nuestros hombres públicos. Cuando se vio en el caso de afrontar, como dominicano, el enorme problema social y político que implicó la ocupación del territorio nacional por tropas de los Estados Unidos, clausuró todas sus actividades mundanas, incluso las literarias. De otra manera no hubiera logrado sostener la radical e intransigente posición teórica –de contenido “ético-histórico”- que adoptó contra los fines de la ocupación militar ordenada por el Presidente Wilson. Es innegable que aquella inflexible actitud ideológica de Américo Lugo fue la sal de toda la campaña nacionalista que al fin desembocó en la restauración de la República en 1924.

Si se registra con paciencia y conciencia la historia política de la República, no será posible eludir la conclusión de que ningún otro de nuestros grandes escritores redujo al margen de las ideas la expresión de sus preocupaciones por el bien general. Meriño, Espaillat, Galván, García, Salomé Ureña, Billini, José Joaquín Pérez, Emiliano Tejera, Miguel Ángel Garrido, los Henríquez y Carvajal, Tulio M. Cestero, fueron todos grandes escritores, pero todos trascendieron también, de un modo u otro, en la arena de la acción directa. Entiéndase bien que al señalar esa fundamental característica de Lugo no estamos tomando partido por ella. Creemos sinceramente que el progreso es acción sudorosa y sangrienta y que sin el sacrificio de las abstracciones es muy difícil que los pueblos emprendan y terminen la agitada empresa de su integración nacional. De todos modos la personalidad de Américo Lugo tiene relieve de primer orden en un largo período de la formación dominicana. Sería difícil escribir la historia de las ideas en Santo Domingo sin referirse a este figura tan influyente a pesar de haberse mantenido virtualmente alejada de las pasiones activas de su época.

Desde hace 50 años nadie le ha negado el primer puesto de la estilística dominicana. Resulta raro y hasta cierto punto inexplicable que no exista un estudio maduro y definitivo sobre la obra de este genuino escritor, cuando son tan pocos los que ha producido el ambiente literario de nuestro país. Pero el fenómeno no es singular. Lo mismo sucede con casi todos los grandes escritores nacionales. La crítica literaria no es actividad espontánea ni abundante ea Santo Domingo. El mismo Pedro Henríquez Ureña no dejó labor perenne en este campo de depuración y desbrozamiento, tan útil a la buena marcha del pensamiento escrito. Nos referimos, desde luego, a sus trabajos relacionados coa el acervo literario de la República.

Antes de entrar en materia sobre las proyecciones sociales y políticas del pensamiento de Lugo, es necesario referirse a su condición misma de escritor. Nació en la ciudad de Santo Domingo el 4 de abril de 1870, del matrimonio de don Tomás Joaquín Lugo y doña Cecilia Herrera y Vera. La familia Lugo emigró de Santo Domingo después del Tratado de Basilea, estableciéndose en Venezuela desde donde regresó a esta ciudad el abuelo, don Nicolás Lugo, para entroncarse de nuevo entre los dominicanos.

Hace notar con frecuencia el insigne escritor la dulce influencia de su madre en la formación de su carácter. Fina solera espiritual debió ser la de aquella señora cuando logró insinuarse con tan honda huella en el finísimo y escogido temperamento del hijo. Américo Lugo es, sin duda, un autodidacto, porque la distinción de su cultura, hecha primordialmenie en Santo Domingo, no pudo nutrirse de los elementos que en el período de la infancia y la adolescencia del escritor ofrecía el ambiente intelectual de la sociedad dominicana.

En 1889, a los 19 años de su edad, se licenció Lugo en leyes para hacerse abogado y ejercer con gran brillantez esta noble profesión. Con tal motivo leyó la tesis reglamentaria, dedicada al señor Hostos y titulada como sigue: ¿Es arreglada al Derecho Natural la prohibición de la investigación de la paternidad? El trabajo, escrito a tan temprana edad, está visiblemente influido por las ideas y los sistemas hostosianos. La presencia del maestro se deja sentir muy fuertemente en el pensamiento del discípulo. Pero llama la atención la prosa con que está escrito este trabajo. A los 19 años Lugo escribía ya con la elegancia de estilo con que escribió siempre. Aquello debió ser una revelación puesto que movió el comentario público de Hostos, seguramente conmovido por la auténtica grandeza del espectáculo literario que se desarrolló ante sus propios ojos.

No cabe duda de que aquel día nació a la vida de la cultura americana, uno de sus mejores instrumentos. Lugo ha escrito siempre igual, con el mismo inconfundible caudal de pureza, sobriedad y elegancia, que no encuentra parangón ni semejanza sino entre los mejores escritores de España e Hispanoamérica que le son contemporáneos. Si Lugo hubiera hecho de las letras su profesión habitual y si no se hubiera visto presionado, al escribir, por la necesidad de dedicar lo mejor de su tiempo y de su vida al examen escueto, y muchas veces precipitado, de los problemas sociales de Santo Domingo, ocuparía hoy, ea la historia de la literatura española, el mismo lugar de Azorín, Pío Baroja, Gabriel Miró, José Martí y José Enrique Rodó.

Le faltaron tiempo, tranquilidad de espíritu y perspectiva puramente literaria para madurar mejor su obra y producirla con un sentido más desligado del ambiente nacional. Los dolores y las vicisitudes del reducido grupo que somos los dominicanos no se prestarán nunca a la creación de temas de valor universal. Es innegable, sin embargo, que esta especial circunstancia hace más humana, más cálida y más genuina la labor del escritor, porque lo que tiene perdido en perspectiva, lo ha ganado en profundidad de emoción y en sinceridad.

Con gran donosura nos expone el mismo escritor las condiciones en que realizó su obra cuando dice:

"Al dirigirme al público, nunca fue el lazarillo de mi inteligencia el gusto sino la necesidad: la vocación literaria no palpita en mí, ni la afición florece". "Quise decir de mis alegrías, de mis esperanzas; deseo perdonable en quien haya tenido puesta el alma en los sufrimientos de su patria, en quien la ame con reflexivo amor, en quien haya tenido en cuenta que la grandeza nacional se mide y aprecia solamente por el valer individual de cada ciudadano". "Mi pluma es lo único que hay de amable en mi persona: su iridio derrama caudal de tolerancia que sorregando el campo de la crítica, mitiga el calor que lo fecunda, y deja que el rosal crezca al lado de la ortiga. Nunca rasgó la tersura, nunca el blancor manchó del papel en que escribe, porque antes que ella detenga el vuelo sobre el vacío ideal de una hoja en blanco, he colmado el vacío con mi propio corazón. Sus picos no recuerdan el del águila, pero buscan, sin embargo, el cielo, y es en lo azul y no en el fango donde va a perderse el ramo de ensueños, esperanzas e ilusiones que desprendió del árbol de mi vida".

Nosotros no concebimos un gran escritor dominicano sino cuando lo es en función dominicanista. Las especiales condiciones en que ha transcurrido la vida social de nuestro país exigen el sacrificio de los mejores. Nadie tiene derecho todavía en Santo Domingo a solazarse con la expresión puramente personal de su cultura. Si se escribe para el público debe ponerse la mira en un fin de perfeccionamiento común. Por eso hemos pensado siempre en la ejemplaridad de la vida dominicana de Américo Lugo. De paradigma debe servir para las generaciones futuras. Su vida la consagró entera al servicio de la comunidad en que nació, moviendo, con gallarda maestría, el ritmo de las ideas y de los sentimientos generales.

La vida pasa, pero las ideas y los sentimientos perduran hasta el límite de su propia utilidad o de su belleza. La inmortalidad no tiene otro sentido que éste. Si hemos vivido conforme a un auténtico anhelo creador, sea en arte, en ciencia o en política, quedarán detrás de nosotros los frutos de nuestra inquietud. A través de ellos seguiremos viviendo mientras su fuerza de expresión mueva las inquietudes de los que nos sigan en el camino de la vida.

La inmortalidad de un cuadro, de un poema, de una sinfonía, de una teoría científica, de una gran realización política o de los días de un santo, sólo se explica por efectos de una simbiosis misteriosa del genio creador con la conciencia de las generaciones futuras. Todo ello es vida, instinto de orientación, acoplamiento activo, síntesis inevitable de lo que fue, de lo que es y de lo que seguirá siendo la inmovilidad arquetípica del espíritu humano. El individuo cobra permanencia sólo cuando los canales de su alma logran derramarse en la gran vertiente de la conciencia social. Lo perenne es la sociedad, pero ésta perennidad se nutre de los grandes desprendimientos de la creación individual.

 

 

II

 

 

La uniformidad pentélica y armoniosa —don del cielo— del estilo de Américo Lugo, no significa la misma uniformidad ni la misma tersura en su pensamiento, dionisíaco y casi siempre inflamado. El pensamiento del gran escritor nunca es igual. Se inició bajo la influencia irresistible del señor Hostos y derivó, desde luego, en sus primeros tiempos, hacia un materialismo exacerbado que, por otra parte, nunca fue sincero. El primer trabajo del 1889 no nos deja mentir sobre este punto. Otro tanto podría decirse de la admirable página que es la defensa de W. Williams, escrita también en la primera época de nuestro escritor. En sentido general podría apreciarse de esta misma manera todo el pensamiento de Lugo correspondiente a aquella primera época y que él recogió en "A Punto Largo...", aparecido en 1901, cuando tenía 31 años.

El libro está dedicado también al señor Hostos. Nunca nos satisfizo la ordenación de la obra por lo heteróclita que es. Se juntan allí materias muy disímiles, como son, por ejemplo, un estudio comparativo del estatuto personal francés con el estatuto personal dominicano, y una excelente semblanza de Enrique Henríquez. La obra da la sensación de que el autor se sintió apremiado por el deseo de publicar un libro. Con poco esfuerzo más pudo publicar dos: uno de tipo científico y otro, más suelto y más movido, de carácter subjetivo. No tendremos en cuenta sino los trabajos de esta naturaleza al comentar el primer libro de Américo Lugo.

Se inicia con una formidable serie de consideraciones, escritas en 1899, y dedicadas a Fabio Fiallo, sobre el movimiento político que puso fin a la administración del Presidente Heureaux. Este ensayo y la ya aludida semblanza de Enrique Henríquez, Secretario de Estado de Relaciones Exteriores del régimen liquidado por la llamada Revolución de Julio, valen por todo el libro. No es posible escribir el castellano con mayor propiedad, limpieza y donosura; discurrir con más fluidez, ni aprovechar mejor el valor exacto de las palabras: la semasiología. Del mismo modo pueden juzgarse otros dos estudios que figuran en el libro: Sobre el conflicto Dominico-Haitiano y La Religión y la Reforma Educacional.

Quien lea ahora estos trabajos de Lugo se dará cuenta de que en ellos comienza a plantearse el grave conflicto ideológico que envuelve su obra. Un invencible pesimismo sobre la suerte nacional del pueblo dominicano, en el que no encuentra verdaderos elementos de aglutinación social, de una parte, y, de la otra, la obstinada creencia de que sólo por vías de descentralización administrativa, al estilo hostosiano, podría salvarse el destino nacional de nuestro país.

Si la colectividad dominicana no había logrado encauzar su desarrollo por caminos de superación social, y, en consecuencia, no respondía la vida del grupo a las exigencias de una elemental constitución ética, no era posible pensar que aquellas gentes, faltas por completo de un ideal común de progreso, pudieran acomodar los fines de la administración pública a las más avanzadas normas de gobierno, como lo hacen los pueblos que están a la cabeza de la civilización, y que, por eso mismo, han superado ya todas las modalidades de una conciencia social bien integrada.

Decía Lugo en 1899:

"No hay que forjarse ilusiones sobre el valer moral del pueblo dominicano. El valer moral alcanza siempre el límite de la capacidad intelectual, y nuestra capacidad intelectual es casi nula. Una inmensa mayoría de ciudadanos que no saben leer ni escribir, para quienes no existen verdaderas necesidades, sino caprichos y pasiones; bárbaros, en fin, que no conocen más ley que el instinto, más derecho que la fuerza, más hogar que el rancho, más familia que la hembra del fandango, más escuelas que las galleras; una minoría, verdadera golondrina de las minorías, que sabe leer y escribir y de deberes y derechos, entre la cual sobresalen, es cierto, personalidades que valen un mundo, tal es el pueblo dominicano, semi-salvaje por un lado, ilustrado por otro, en general apático, belicoso, cruel, desinteresado. Organismo creado por el azar de la conquista, con fragmentos de tres razas inferiores o gastadas, alimentado de prejuicios y preocupaciones funestas, impulsado siempre por el azote o el engaño, semeja, mirado en la historia, uno de esos seres degenerados que la abstinencia de las necesidades morales lleva a la locura, en cuya frente no resplandecen ideales, en cuyo pecho yacen, secas y marchitas, las virtudes; estatua semoviente que no recuerda nunca la de Amnon. Pero semejar no es ser: el pueblo dominicano no es un degenerado, porque, si bien incapaz de la persistencia en las virtudes, tira fuertemente hacia ellas; porque aunque falto de vigor y vuelo intelectuales, tiene todavía talento y fuerzas para ponerse de pié y dominar gran espacio de la bóveda celeste; porque aún postrado y miserable, está subiendo, peregrino doliente, el monte sagrado donde el águila de la civilización forma su nido".

No obstante la débil esperanza que emerge del último párrafo de esta cita, es evidente que el autor no se hacía, en 1899, cuando escribió sus notas sobre política, muchas ilusiones sobre el valer moral del pueblo dominicano. Todavía Lugo no era el historiador que fue luego y no conocía, como las conoció después, tan ampliamente, las condiciones históricas de la formación de su pueblo.

En septiembre del 1901, y dirigidas a las damas puertoplateñas, escribió Lugo sus reflexiones sobre "La Religión y la Reforma Educacional". Aquí se muestra todo penetrado de las ideas de su maestro, y propugna desde luego, el sistema educacional del señor Mostos, antitradicionalista, naturalista y racionalista. Refiriéndose al pueblo dominicano nuevamente, dijo lo siguiente.

"No son religiosos los pueblos ignorantes; no pueden serlo. La diferencia entre la religiosidad de uno de nuestros campesinos y uno cualquiera de los conservadores ilustrados que impugnan la reforma, no son más que diferencias de grado intelectual". "Los pueblos ignorantes, serán supersticiosos, fanáticos, (tolerantes, inquisidores; pero no serán, no podrán ser religiosos. En este sentido España, nuestra madre amada, no es profundamente religiosa".

Escribía Lugo sus primeras reflexiones políticas en los momentos en que se iniciaba el angustioso período de nuestra historia que corre entre la muerte de Ulises Heureaux y la ocupación militar americana. El trágico fracaso de la dictadura cavernaria de Lilis, dio paso y justificación a los sistemas positivistas de Hostos, esperanzados sus mejores discípulos en que por esos caminos se llegaría a la auténtica revolución deseada, pero transcurrieron 16 años tenebrosos sin que de ningún modo se pudiera conseguir el reajuste moral y material que tanto necesitaba nuestro país, y sin que pudiéramos conjurar el caos que al fin terminó con la gran tragedia del 1916.

En vísperas de esta tragedia, a sólo algunos meses de la caída, escribió Lugo su trabajo más discutido: "El Estado Dominicano ante el Derecho Público". Lo leyó en la Universidad de Santo Domingo para obtener el doctorado en Derecho. Para nosotros es éste el más importante de todos los numerosos ensayos políticos de nuestro eminente escritor y pensador. No es muy extenso, pero descansa sobre una plétora de ideas fundamentales. Para escribirlo necesitó el autor pasar varios años en Europa descubriendo y fijando las verdaderas fuentes de la historia dominicana. Este ensayo debe leerse y releerse varias veces para gustarlo hasta sus esencias. El estilo es tan conciso y sustancioso como el de Quevedo. Podría figurar en la mejor antología de la prosa española.

Las conclusiones a que llega Lugo en este trabajo son desoladoramente pesimistas. A no ser por la levantada conafianza en los destinos de su país que demostró poco después frente a la ocupación militar, podría decirse que en su tesis del 1916 quiso escribir el epitafio de la vida nacional dominicana. Entonces sentó esta pesada conclusión:

“De la lección atenta de la historia se deduce que el pueblo dominicano no constituye una nación. Es ciertamente una comunidad espiritual unida por la lengua, las costumbres y otros lazos; pero su falta de cultura no le permite el desenvolvimiento político necesario a todo pueblo para convertirse en nación. El pueblo en que él se opera, aunque no constituya Estado, está en vísperas de formarlo, va a fundarlo. Aquel en que todavía no se ha operado, aunque proclame el Estado y lo establezca y organice, no logra constituirlo. La infancia no puede ser adulta por su propio querer. El Estado dominicano refleja lo que puede, la variable voluntad de las masas populares; de ningún modo una voluntad pública que aquí no existe. El pueblo dominicano no es una nación porque no tiene conciencia de la comunidad que constituye, porque su actividad política no se ha generalizado lo bastante. No siendo una nación, el Estado que pretende representarlo no es un verdadero Estado".

A este negativo remate llegó la hastiada esperanza del gran dominicano, cuando cifraba en los 46 años de su vida. Nacido en 1870, no había tenido oportunidad de contemplar en su país un sólo momento de sensatez nacional. Para estos mismos días del año 16 pronunció también don Pancho Peynado su comentado discurso de los Juegos Florales. Andaba entonces por los mismos senderos de desesperanza y escepticismo que conmovían el alma de Lugo. No era posible entonces, en aquel luctuoso año, sonreir satisfecho ante el porvenir de la República. Todos los presagios eran angustiosos y nadie podía sentirse feliz.

Creemos, sin embargo, que la tesis de Lugo y la misma de Peynado, estuvieron incompletas. Los dominicanos no hemos sido nunca los únicos responsables de la incapacidad nacional de nuestro país. Los extranjeros lo son en la misma medida que nosotros. En 1916 pagábamos el precio de los desaciertos y desafueros de la Improvement, corporación norteamericana tan responsable de la catástrofe financiera de Ulises Heareaux, como éste mismo. En 1916 pagábamos, junto con nuestros errores administrativos, la mezquindad y la falta de verdadero espíritu de cooperación internacional con que el Gobierno de Washington negoció la Convención del 1907. En 1916 llegamos al vórtice de la tempestad social y política que significaron en la vida de este país los veintidós años de ocupación haitiana.

Por mucho que se piense en todo esto no es posible concluir de manera distinta a como lo hemos hecho otras veces: a principios del siglo XX los dominicanos no podíaa representar otros valores que los derivados de las formas sociales en que vivieron durante todo el siglo XIX que, políticamente, se inició, para nosotros, en 1795, con el Tratado de Basilea,

En 1916 no éramos una nación y, por lo tanto, no podíamos organizar un Estado viable. Según Lugo el Estado proclamado en 1844 era un natimuerto. La tesis merece nuevas consideraciones. El Tratado de Basilea abrió las puertas de nuestro país a la influencia haitiana, definitivamente establecida después de la derrota de las armas napoleónicas. Toassaint, Dessalines y Boyer mantuvieron vigente en Santo Domingo, por vías de un despotismo primario, la concepción haitiana del Estado, hasta 1844. Vivimos 50 años sujetos a un régimen desnacionalizante, de tipo materialista. Los haitianos nos gobernaron o nos mediatizaron en todo ese tiempo, soterrando las raíces de nuestro espíritu. Uno de los primeros actos administrativos de Boyer fue el cierre de la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Nosotros sufrimos el impacto del materialismo francés de la Revolución, según lo interpretaron y adaptaron a sus necesidades políticas los esclavos de la Colonia Francesa que se hicieron independientes en 1804. Esto equivale a decir que por espacio de 50 años sufrimos el imperio de la horda, completamente impermeable a sentimientos de progreso moral y de espiritualidad. Ese no fue solamente un período de estancamiento sino un período de retroceso nacional. Poco faltó para que nos perdiéramos de una vez.

Todavía no se ha estudiado concienzudamente la influencia de los métodos haitianos de convivencia sobre el Santo Domingo español del siglo XIX. Esos métodos se infiltraron devastadoramente en la conciencia grupal dominicana edificada por España. De las excelencias del régimen descentralizado de gobierno en que vivimos por más de tres siglos, bajo la paternal tutela del Monarca español, pasamos al descarnado despotismo —producto de la sangrienta rebelión de los esclavos contra los amos blancos— con que nos gobernaron los grandes constructores del Estado haitiano.

El mismo Lugo nos describe, con mano maestra, las caraeterísíicas del gobierno español:

"Entre las excelencias del sistema colonial español merecen ser señaladas la temporalidad de los cargos y el pase de una Audiencia a otra; la residencia o examen de la conducta de todo funcionario cesante; el favor acordado a la prueba testimonial, el derecho de constatación por la Audiencia de los servicios prestados y la democrática costumbre de escribir el súbdito directamente al rey. Regíase la colonia por las famosas Leyes de Indias, perfumadas por el aliento de Las Casas. Si permanecían mudas, hablaban las de Castilla. Del rey emanaban nuevas leyes y cédulas, y ésas para seguir al derecho en su evolución; éslas para explicar leyes Existentes".

Nadie osará negar qne hasta el Tratado de Basilea se vivió en Santo Domingo en un ambiente netamente normativo y de acuerdo con un firme sistema de autoridad descentralizada. Los juristas dominicanos de hoy, hechos todos en los moldes del positivismo, no aprecian debidamente aquella situación, porque no la conocen y apenas se han preocupado por estudiarla.

Cuando nos independizamos de Haití, en 1844, éramos un país deteriorado, sin raíces inmediatas ni en la tradición española ni en la tradición positivista francesa. No teníamos conciencia nacional definida, porque eso fue lo que desquició Boyer, siguiendo a Toussaint y a Dessalines, con una política fríamente calculada para provecho del programa expansionisía de Haití, destinado, desde luego, a obtener la unidad política y social de la isla. Pero la conciencia nacional dominicana, tan apagada entonces, encontró un medio activo de expresión: el de la guerra. Los doce años de guerra contra el haitiano empeñado en someternos nuevamente, dieron genuino relieve heroico a la nación dominicana. Esa nación se formó guerreando y en la gran escuela de las armas y de la inquietud encontró su eje. Cuando la anexión a España, la esencia guerrera y levantisca de la nación dominicana volvió a hacerse notoria con la guerra de la Restauración.

Si no había razón plausible para guerrear frente a poder extranjero, entonces nos dábamos a la contienda civil, nos matábamos unos a otros, sin tener en cuenta necesidades de otra índole, referentes a la organización intrínseca del país en Estado. De eso no teníamos la culpa nosotros mismos. Vivíamos como nos habían obligado a vivir desde que fuimos un grupo. Nadie ha logrado describir con menos palabras y más meollo el genio del pueblo dominicano que el mismo Lugo, en este párrafo acertadísimo, en el que no sabemos qué admirar más, si la forma o el fondo:

"La cruzada contra el usurpador proseguía sin cesar, atizada por las declaraciones o rumores de guerra entre las metrópolis, pero nunca extinguida por los tratados de paz. Sólo hubo tregua hasta cierto punto cuando subió al trono de España un príncipe francés. Así se formó el genio belicoso que aún anima hoy al pueblo dominicano, cuyos arreos y descanso fueron siempre las armas y el pelear. A cada acto de usurpación de tierras  de parte del francés, respondía el español con otro de sonsaca de esclavos franceses, con los cuales se fundaron pueblos como el de los Minas. Montero, lancero y contrabandista, el criollo español, bajo un gobierno semipatriarcal que toleraba y hasta encubría sus fechorías contra los franceses, desarrolló las tendencias individualistas de la raza española y los torpes instintos de la raza africana. Valiente, fino y leal en yendo de España, solía mostrarse cruel, jactancioso y servil con sus vecinos, a quienes no perdonaba ocasión de vengarse por la usurpación del territorio".

Después de haber vivido así por espacio de más o menos dos siglos y medio cayeron los dominicanos, desde los últimos años del XVIII, bajo la tozuda influencia de los esclavos franceses, convertidos en gobierno y Estado, por obra de la Revolución. El ensayo político de la anexión a España no tuvo éxito. En 1865 se retiraron las tropas españolas y volvimos al gobierno nacional. E1 primer Presidente de la nueva República fue Buenaventura Báez, que no solamente se ausentó del país durante el período completo del retorno de España para hacerle ojos a Isabel II, sino que, cuatro años después de ser elegido, en 1869 firmó un nuevo tratado de anexión con los Estados Unidos y finalmente les arrendó la Bahía de Samaná. La guerra civil de los Seis Años, mantenida por el Partido Azul contra Báez, se liquidó el 25 de noviembre de 1873. Esta guerra tan prolongada, se alentó con la propaganda antianexionista, pero parece haberse demostrado que entonces se negoció también, desde la manigua, la anexión a los Estados Unidos con el Presidente Grant. El senador Summer nos salvó de toda esa grave amenaza.

Caído Báez a fines del 1873, lo sucedió en el gobierno el General González, aupado por la llamada Revolución de Noviembre. Su más importante obra administrativa fue el famoso, desdichado y funesto tratado del 9 de noviembre del 1874 con Haití, impuesto por la fuerza y el dolo al pueblo dominicano. Mediante este instrumento creamos en la frontera un peligroso estado de promiscuidad y confusión con la barbarie, que se prolongó por veinticinco años y cuyas consecuencias no pueden calcularse con exactitud.

Después de González nos gobernaron hombres como Francisco Ulises Espaillat, Francisco Gregorio Billini y Fernando Arturo de Meriño. Podría considerarse este período como el de la tentativa del gobierno civil en Santo Domingo. Pero ninguno de estos hombres gobernó por sí mismo, en virtud de sus propias fuerzas políticas y temperamentales, sino por obra de combinaciones transitorias y advenedizas. La presencia de los civilistas en el gobierno fue siempre un bien intencionado movimiento de Luperón, que se encargó sistemáticamente de frustrar la taimada intención de Ulises Heureaux, hasta que consideró llegado el momento de ocupar él la posición directora para establecer el negativo régimen que sostuvo hasta el 26 de julio de 1899. Puede decirse, temor de mentir, que los últimos veinticinco años del siglo XIX transcurrieron en Santo Domingo bajo la influencia de estos dos agentes igualmente barbarizantes: el Tratado del 1874 y la inepta intención política de Ulises Heureaux.

Es necesario pensar bien en qué condiciones transcurrió el siglo de los Ochocientos en Santo Domingo para medir apropiadamente el estado de abatimiento y retroceso moral en que se encontraba el pueblo dominicano cuando amaneció nuestro siglo XX. ¿Cuáles eran los métodos de reconstrucción política social que debían emplearse en el cuerpo de la sociedad dominicana, al augurarse nuestro siglo, muerto el General Heureaux?

Es en este aspecto de su obra en donde encontramos la grave contradicción del pensamiento político del doctor Lugo. Del cuerpo social dominicano de entonces no podía esperarse una súbita reacción que hiciera posible la aplicabilidad de sistemas de gobierno netamente científicos: Ya lo dijo con profunda claridad el doctor Henríquez en 1900:

"¿Queréis que un pueblo que ha vivido en la atmósfera de la inmoralidad pública y la injusticia, que está inficionado de vicios, de errores fundamentales, que no conoce más prácticas gubernativas que las que en estas tierras han podido perdurar, las de la tiranía; que está revuelto siempre por ideas subversivas contra el orden gubernativo instituido, sea éste bueno o malo, poco importa; queréis que un pueblo semejante, que carece en absoluto de tradición aprovechable y de educación se convierta de un día a otro, surgiendo de la noche de los horrores todo estropeado, harapiento, hambriento, con el rostro pálido y demacrado a la mañana deliciosa de un despertar inesperado, se convierta, lo repetimos, en un pueblo adulto, robusto y sano, lleno de vigor moral, con ideas justas, con nobles propósitos, con hábitos sociales y políticos que le permitan dar en su nuevo género de vida la misma notación de los pueblos que como Suiza, Inglaterra y los Estados Unidos de América, no sólo necesitaron siglos para llegar ahí, sino que contaban con elementos étnicos superiores y una adaptación lenta y natural al medio geográfico y al medio internacional?".

Esa transición resultaba verdaderamente quimérica. Pero queriendo hacer viable aquella quimera consumieron sus mejores energías y sus mejores esfuerzos los discípulos del señor Hostos hasta la fatal caída del 1916. El materialismo y el naturalismo hostosianos no podían ser los motores de la gran revolución social que necesitaba la vida común del pueblo dominicano. El racionalismo, mera abstracción filosófica, no tiene sentido social ni político. Esto se comprobó plenamente con el fracaso político de la Revolución Francesa, que no logró fundar en Francia un régimen institucional divorciado de la tradición, de la historia y de los sentimientos sociales del pueblo francés, como pretendieron, en su delirio racionalista, los jacobinos y la Convención Nacional.

Desde 1899 al 1916 no hubo en Santo Domingo un solo gobierno que ejerciera el poder por la entrega pacífica y democrática que del mismo le hiciera otro gobierno. En ese lapso no se realizó ninguna operación administrativa destinada a satisfacer una sola de las aspiraciones sociales del pueblo dominicano. Pero debemos también decir, en abono de nuestra capacidad de gobierno, que tampoco la realizó el régimen militar norteamericano que nos gobernó durante ocho años. Ninguna duda cabe de que a la creación de este estado de cosas contribuyó poderosamente la falta de una verdadera asistencia internacional en la solución de nuestros angustiosos problemas internos.

El racionalismo hostosiano, convertido en gobierno después de la caída de Heureaux, trató de cortar por la raíz la mejor influencia de que podía valerse en Santo Domingo el poder para moderar el pronunciado matiz individualista de los dominicanos: la influencia cohesiva de los sentimientos religiosos. Sin esa influencia vivimos todo el siglo XIX, y sin esa influencia comenzamos a vivir en la presente centuria por obra del materialismo hostosiano. En la misma forma se procedió respecto de otras creaciones del individualismo, exacerbadas por la escuela constitucionalista del ilustre pensador puertorriqueño.

En 1900, refiriéndose, precisamente, a un extenso artículo de Ámérico Lugo, publicado en alcance al número 62 de "El Nuevo Régimen", planteó el doctor Henríquez y Carvajal el problema de la influencia hostosiana en el gobierno. Se debatía entonces aquella potente figura, como Ministro de Relaciones Exteriores del primer gobierno de Jiménez, contra la insensatez suicida de una oposición que no entendía, o que fingía no entender, los conflictos internacionales, de tipo económico que agobiaban al gobierno y al país. El artículo de Lugo, bien intencionado y bien orientado, dio oportunidad al Ministro para exponer, en tres artículos publicados en "La Lucha", ediciones de abril, su pensamiento sobre la cuestión palpitante: el reajuste con la Improvement.

En el primero de esos artículos escribió el doctor Henríquez estos párrafos videntes:

"Esa obra magnífica de la transformación del medio social por la creación de un personal docente convencido y abnegado, que obrara sin descanso y con fervor, esa es la obra del infatigable predicador, de Hostos y de su Escuela Normal, de su escuela constitucional. Precisamente, en esa obra se afanaron y de esa obra surgieron la mayor parte de los elementos intelectuales que están empeñados hoy en la dirección, conservación y perfeccionamiento de la actual situación política. Y es ocasión de que todos prueben que han crecido en una escuela que tiene cohesión y homogeneidad y resistencia en la lucha por la solidaridad de los principios.

Pero el Gobierno actual se ha propuesto y está realizando lo que en realidad es una obra capital. No basta haber leído buenos libros, haber asistido en el banco de la escuela a las brillantes lecciones del maestro, ni aún escribir bellos artículos y felices disquisiciones sobre las consecuencias que hayan de derivarse de la implantación de los buenos principios, no; se necesita traer a la realidad de la vida la concepción teórica de la verdad científica, natural y sociológica; se necesita demostrar por medio de la realización diaria la eficacia de aquellos principios y acreditar las instituciones democráticas por medio de su ejecución constante".

Quería decir el Ministro a quien hacían fracasar la incomprensión de sus compatriotas y el germen de demagogia y retórica que palpitaba en el fondo del hostosismo, que con la simple acción de los maestros de escuela, por mejor preparados que éstos salieran de La Normal, no era posible resolver los agudos problemas económicos y sociales que agobiaban al famélico pueblo dominicano. La solución de esos problemas requería más rapidez, más energía y más sentido práctico que los que un maestro de escuela podía aportar en aquellos momentos. La situación era urgentísima y no podía afrontarse al largo plazo que envolvía la preparación de los maestros para encararse con ella. El país se hundía rápidamente en el caos de la anarquía, el desorden y la incapacidad de gobierno. Para salvarle sobraban entonces las ideas y hacía muchísima falta el espíritu de sacrificio, que no podía esperarse de un pueblo retrógrado, hambriento y atrasado en por lo menos cien años de la época.

Para suplir las deficiencias morales y la carencia de abnegación de que daba muestra continua el pueblo dominicano era necesario recurrir a procedimientos más eficaces y expeditivos que el de esperar que los maestros pudieran salvar al país, como pretendió el señor Hostos. Sólo por vías de progreso material, mediante el fomento de la riqueza y la creación de una economía eficiente y autónoma, podría obtenerse la fundación de verdaderas instituciones en Santo Domingo. Es muy difícil, en efecto, que la miseria y el atraso puedan sostener altos niveles morales ni en los individuos ni en los pueblos, que no son, al fin, sino suma de individuos.

La única Revolución posible en Santo Domingo la hemos visto realizarse ya. Ha sido el resultado de una genuina comprensión de nuestras esencias sociales. Nadie podría desconocer hoy la indiscutible eficacia del régimen institucional vigente en nuestro país. Todo cuanto echaban menos los pensadores políticos de principios de siglo en la fracasada organización política de la Nación, está ahora en viva capacidad de funcionamiento. En el corto espacio de veinte años se han transformado todas las deficiencias de la administración pública, para convertirse en innegable expresión de servicio. Por donde quiera que se enfoque el decurso de la vida social dominicana, se la encontrará impregnada de un nuevo sentido de eficiencia muy distante de la penuria, el malestar y la cortedad que nos distinguían y caracterizaban antes.

Eso no se ha obtenido con los maestros de escuela, ni por vías de descentralización ficticia y teórica. El resultado social y político en que nos encontramos es, por el contrario, obra desuna sola voluntad creadora, de una suprema concentración de energías, de una imprescindible concentración de tiempo y de una fe ciega en los destinos de la Nación: todo eso es Trujillo.

 

 

III

 

 

En 1903 apareció Heliotropo, el segundo libro de Américo Lugo. Opina Pedro Contín Aybar que este libro, escrito en prosa, reanimó nuestra poesía de principios de siglo. Poemas cortos, de tipo simbolista, en los que se solazó el exquisito temperamento del autor. "Ningún libro nuestro de poesía contiene tanta corrección, tanta belleza, tal pulcritud", dijo el crítico. Pellerano Castro, en un bello gesto de sinceridad, expresó de esta manera su juicio sobre Heliotropo: "no puedo poner en mi verso toda la poesía que hay en tu prosa". Nuestra preferencia por los poemas de Lugo, se la lleva el que tiene por título A mi Pluma. En general, la trabajada prosa de Heliotropo es meramente preciosista y sólo enseña los sentimientos artísticos del autor. No es, desde luego, lo que fundamentalmente nos interesa de la obra examinada.

Con estos dos libros de principio de siglo conquistó Lugo su indiscutible título de primer escritor dominicano. Es difícil, en verdad, decir cuál pueda ser el primer escritor de un país, pero en este caso concreto, todos se pusieron de acuerdo para conceder el galardón. En medio de las agitaciones intestinas de la época, se vivieron estos primeros años del siglo con una relativa holgura literaria. Entonces surgieron algunos de los mejores títulos de nuestra literatura: Galaripsos, Siluetas, Ciudad Romántica, Horas de Estudio, La Sangre, Miserere, Never More, Cuentos Frágiles, Cantaba el Ruiseñor y otros más. No insistimos aquí, desde luego, en A Punto Largo... y Heliotropo.

En el transcurso de este mismo período trabajó afanosamente Américo Lugo. Sus mejores defensas son de esta época, como las que produjo en la renombrada litis Vicini-Alfau y las relativas al esclarecimiento de la Concesión Ross. En 1909 escribió y publicó su formidable introducción a Flor y Lava, la primera de las selecciones que se hicieron de las obras de Martí. En las páginas escogidas no hay una que supere la magnífica estructura de la prosa en que está escrito el Prólogo del escritor dominicano. Lo escribió en París.

Queremos hacer notar la circunstancia de que la primacía literaria que se reconoce en la producción de Lugo, no es resultado del aislamiento. Floreció junto a un nutrido grupo de escritores y en época de verdadera agitación literaria. Creemos firmemente que La Sangre es la mejor novela dominicana y que Horas de Estudio no ha sido superada todavía en Santo Domingo, como obra de crítica literaria. Galaripsos ha resistido victoriosamente la crítica de más de cuarenta años. No creemos, por otra parte, que ninguno de los trabajos de Lugo sea mejor que uno cualquiera de los que acabamos de citar; pero, en conjunto, la obra de Lugo, muy dispersa y muy abundante, no tiene comparación con ninguna otra, por la igualdad del estilo, invariablemente magistral; la diversidad de los temas que abarca y el caudal de cultura que la vivifica.

Si la obra de Lugo aparece a veces contradictoria y un tanto anarquizada, ello se debe, sin duda, al hecho de que el gran escritor trabajó sin preocuparse demasiado de sus propios antecedentes y a que nunca perdió sus hábitos de abogado. En el fondo de cualquier escrito de Lugo, si no es puramente expresivo, se encuentra el rastro de su espíritu esencialmente polémico y combativo.

 

 

IV

 

 

La Cuarta Conferencia Panamericana tuvo lugar en Buenos Aires en 1910. A la Primera de Washington (1889-90) no asistió la República, porque el Presidente Heureaux eludió intencionalmente la invitación. A la Segunda de México (1902) llegamos tarde y a tiempo sólo de firmar los instrumentos convenidos. El Presidente Jimenes envió a Federico Henríquez y Carvajal y a Miguel Ángel Garrido. A la Tercera Conferencia de Río de Janeiro fue el lienciado Emilio C. Joubert, pero tampoco llegó a tiempo. En la Cuarta nos representó Américo Lugo, enviado por el Presidente Cáceres. Nuestro delegado pronunció en esta ocasión dos discursos que todavía se citan y recuerdan con piezas primordiales en los anales del panamericanismo. La palabra de Lugo conmovió la Conferencia en forma que no ha vuelto a repetirse haste ahora. Los comentarios de la prensa argentina favorecieron grandemente la actitud del delegado dominicano, aplaudiendo sin reservas sus dos discursos. Pero aquella voz resultó destemplada para el panamericanismo ortodoxo y egocentrista que desarollaba entonces la más importante Cancillería del Continente. La prensa americana  criticó con fuerza los discursos dominicanos.

En cuarenta años ha evolucionado muy profundamente la organización jurídica y política del ámbito internacional americano. Las dos guerras generales que en ese lapso conmovieron a la humanidad, aceleraron vivamente el proceso de la organización regional. Pero falta saber si en ese desmesurado proceso, de tipo encialmeníe político, se movieron alguna vez auténticos sentimientos de superación social. Se han unido los Gobiernos en ena instrumentación externa, pero nuestros pueblos siguen tan distanciados y desunidos como antes, porque sus diferencias económicas y sus profundas disparidades sociales no han sido contempladas todavía con espíritu internacional. En el transcurso de los sesenta años del panamericanismo la gran nación del norte tiene alcanzada la meta de un desarrollo colosal, sin precedentes en la historia humana; mientras las naciones del sur vegetan en el marasmo de un atraso que no acierta a resolverse por ningún medio de colaboración.

Quien lea ahora, a la distancia de casi medio siglo, los dos discursos sobre el bienestar general, los encontrará impregnados de actualidad y tan vivos como en 1910. Hizo notar entonces nuestro delegado a la Cuarta Conferencia Panamericana la enorme distancia social que existía entre los pueblos de América y la urgente necesidad en que estaban sus gobiernos de elaborar y cumplir un programa de colaboración que real y efectivamente nos uniera por el progreso y el bienestar de todos. Propuso e insinuó que se descentralizara el panamericanismo de acuerdo con los orígenes sociales, históricos y etnográficos de las tres regiones caracterizadas del hemisferio, para que así "el superior sentido del ideal panamericano invocado en estos congresos" pudiera nutrirse con la savia natural y espontánea de la geografía y de la historia.

No es posible, en efecto, nivelar con el mismo rasero las necesidades de grupos tan disímiles como son el hispánico y el anglosajón, desarrollados en América a través de sistemas y sentimientos sociales que no tienen semejanza posible.

Pensaba el delegado dominicano que el panamericanismo debía evolucionar hacia una síntesis culminante que no prescindiera de las raíces étnicas y sociales de cada grupo, considerado en sí mismo y sin referencia a la particularidad nacional e institucional de los veintiún países constituidos en América. La unidad no debía buscarse en el localismo meramente político, sino en la esencia universal de cada una de las grandes divisiones etnológicas del Continente: la hispánica propiamente dicha, la anglosajona y la lusitana. De esa manera se evitaría el difícil escollo de la parcelación geográfica de tantos países que no podrán encontrar jamás, en sus propias deficiencias, el germen del progreso y del bienestar. Esa era además, la única posibilidad de compensar, hasta cierto puntos las interferencias de un grupo sobre todo, cuando las circunstancias favorables de su desarrollo lo colocaran en condiciones de prepotencia.

Lugo hacía referencia a una especie de panamericanismo confederado, producto del subregionalismo en que está dividida la formación social del Continente. Antes de entrar en la gran confederación panamericana, los países libres de este lado del Atlántico debían coordinar sus intereses en vista de su significación histórica. Así podrían comparecer en la organización general representando un conjunto capaz de satisfacer, por sí mismo, todo un orden social, jurídico, político y económico, fatalmente subvertido por la fragmentación fronteriza. Las naciones hispanoamericanas antes de adquirir la independencia política constituían, en conjunto, la unidad de un régimen de convivencia civilizada. El individualismo propio de la raza ibérica, las dificultades topográficas de la región en que evolucionaron aquellos pueblos y la influencia más aparente que efectiva, de la Revolución Francesa en sus sentimientos independentistas, rompieron el equilibrio de la comunidad que creó, en estas comarcas americanas, el espíritu universalista del Imperio Español. Las provincias se transformaron en Estados, pero la transformación se produjo a costa de la unidad. La gran nación iberoamericana se fragmentó en un semillero de pequeñas entidades y es bien sabido que, en política, el microorganismo no tiene sentido trascendental.

La tesis de Lugo se perdió en el vacío que le hizo el Congreso. No podía suceder otra cosa. En 1910 aquella voz sólo pudo revestir entonación platónica, para estrellarse contra la pétrea estructura de la realidad circundante. El panamericanismo de entonces, convertido ahora en un elaborado sistema de organización internacional americana, siguió la marcha iniciada en 1889. La prístina intención del Secretario Blaine no se alteró: no podía alterarla el reclamo de un pobrecito delegado dominicano de 1910. Tampoco pudo hacerlo el intento mucho más proficuo, de Sociedad de Naciones Americanas, prohijado por el Presidente Trujillo en 1936.

Es evidente, sin embargo, que el espíritu de asociación no ha prendido todavía en las relaciones internacionales de las repúblicas sureñas. No existe entre ellas élan imperialista. Resulta difícil, por otra parte, integrar un sistema de colaboración hispanoamericana, en vista de las enormes dificultades que obstaculizarían semejante propósito. Esas dificultades no podrán superarse en mucho tiempo, por su diversidad y por su naturaleza. La primera gran falla del espíritu hispánico en una América libre fue la de abordar el grave problema de la emancipación política por vías improvisadas: el materialismo francés de la Revolución nos condujo derechamente a la fragmentación provincial, destruyendo de momento la mística hispánica que nutrió nuestras conciencias por más de trescientos años.

Los Estados Unidos procedieron de muy distinta manera. La Revolución Americana, que no tuvo proyecciones mundiales como la de Francia, se adelantó a esta última y no se dejó influir en ningún momento por su ideología materialista. Los americanos del norte conservaron incólume el sentido tradicional de su formación y lograron, sin esfuerzo, convertirlo, más tarde, en un sistema de mística nacional, netamente imperialista, que les permitió aglutinar y asimilar, para su provecho colectivo, los elementos indispensables a la mayor y más potente concentración de fuerzas nacionales conocida en la historia del mundo. Nadie podrá negar que la independencia hispanoamericana constituyó un fenómeno de dispersión social y política, mientras que la de los Estados Unidos polarizó un fenómeno de cohesión, magistralmente sustanciado en el sistema federal.

Es notoria, además, la circunstancia de que las mejores conquistas de la orga­nización continental, proceden de la convivencia hispanoamericana. Tales son, por ejemplo, el principio de no intervención, con sentido absoluto; la obligato­riedad del arbitraje y la ausencia total de la guerra de conquista, realidad viva y activa de las relaciones hispanoamericanas desde que éstas se fundaron en 1810.

A todas estas reflexiones nos conduce la lectura de los dos grandes discursos de Américo Lugo sobre bienestar general. Esos discursos permanecerán aislados en la historia del Panamericanismo, pero, esta historia no podrá escribirse sin referencia a la voz dominicana de 1910.

 

 

V

 

 

Terminada su actuación en Buenos Aires, se trasladó Américo Lugo a Sevilla para continuar, en el Archivo de Indias, las importantes investigaciones que sobre la historia de Santo Domingo había iniciado en París. Los primeros frutos de esa ardua tarea los comenzó a publicar don Emiliano Tejera en 1913. Por primera vez un dominicano estudiaba la historia de su país en las mismas fuentes de su documentación. El hecho tiene enorme trascendencia.

Lugo inauguró el período científico y depurado de los estudios históricos en Santo Domingo. Antonio Del Monte y Tejada y José Gabriel García, sus dos grandes antecesores, trabajaron con muy pocos recursos, aunque suplieron, sobre todo el último, con profundísima vocación dominicanista la falta de referencias documentales. La Historia de García ha ejercido tanta influencia en la formación del espíritu nacioaal, como cualquiera de los hechos más notables de nuestra vida pública. Su intuición de historiador coloca a García entre la más auténtica proceridad dominicana

Pasma y sorprende la consagración benedictina con que Américo Lugo abordó la copia de documentos y el tino que puso en la selección de los mismos. Copiaba personalmente, de su puño y letra, los papeles que descubría, sin encomendarlos a copistas profesionales, que no ponían, en su trabajo, ni pasión ni ardores de dominicanidad. El escritor trabajaba para sí mismo, con el fin de documentar su Historia de Santo Domingo. De esta obra solo alcanzó a escribir la parte que, ahora se entrega al público.

Es lástima que aquella labor quedara trunca, porque de haberla terminado, habría escrito Américo Lugo la obra capital de su vida y, probablemente, la obra capital de su generación. No obstante, con lo que copió, rindió servicio incalculable a quienes, después de él, emprendan el trabajo de retratar el pasado de esta isla, mil veces gloriosa. Desde hace más de doce años están publicándose las selecciones documentales de Lugo en el Boletín del Archivo General de la Nación, y todavía no se logra el fin. Aunque la publicación no puede considerarse como un dechado de técnica, su utilidad es evidente y salta a la vista de todos.

Para juzgar a Lugo como historiador es necesario tomar muchas precauciones. Algunos escritores lo tildan de apasionado, cuando se produce sobre temas de nuestra historia republicana. Recientemente, en su libro Literatura Dominicana, Joaquín Balaguer, lo encasilla entre los sanchistas y le toma cuenta de sus opiniones contra Duarte. La huera polémica planteada desde hace tiempo entre duartistas y sanchistas la hemos visto siempre como cosa de muy mal gusto y de muy segundo orden: episodio de menor cuantía. Aún cuando sea cierto que Lugo interviniera en semejante discusión, su actitud no sería sino pequeño lunar en la inmensa extensión de su trabajo de historiador. Admirar y querer a Sánchez, defender su jerarquía histórica y exaltar sus méritos no equivale, exactamente, a ser sanchista por partido, ni a ser antiduartista, también por partido. Los muertos no tienen capacidad para activar pasiones y cuando dejan este mundo sumidos ya en el seno de la inmortalidad, tienen derecho al descanso y a que la chabacanería de los vivos no turbe el reposo de sus tumbas sagradas. A Américo Lugo nadie podría señalarle un solo rasgo de cursilería. Su distinción innata, su fino espíritu de selección y su alquitarado buen gusto lo alejaron continuamente del lugar común y de la mezquindad intelectual. El gran fondo de la obra literaria de Lugo lo dan, afortunadamente, su grandeza de alma y su hombría de bien.

Entiéndase bien, sin embargo, que la historia es evolución y movimiento y que el fetichismo es tan peligroso como el error mismo en la apreciación de figuras y sucesos históricos. La distancia crea perspectivas nuevas en el estudio del pasado y el pensamiento de una generación no basta para fijar definitivamente los relieves de ciertos acontecimientos fundamentales. Tal sucede, por ejemplo, con el conjunto de hombres y hechos que contribuyeron a crear la Independencia dominicana. El asunto está pendiente de revisión y depuración. Nuestra independencia política revistió caracteres muy complejos que no han sido suficientemente estudiados todavía. Cuando hablamos de la Independencia nos referimos, desde luego, al fenómeno Independencia-Anexión-Restauración, que todo es uno en el plano social de nuestro país.

Después de su labor colosal de reconstrucción histórica relativa al largo período hispánico, Américo Lugo no tuvo tiempo ni holgura para trabajar sobre el período republicano de nuestra historia. Cuando se encontraba en Washington, hurgando los archivos de aquella capital, a fin de completar su trabajo de investigación, lo sorprendió en 1916, la noticia del desembarco de tropas estadounidenses en Santo Domingo, y ya no tuvo otra mira que la de enfrentarse, como dominicano a la grave situación creada por el Presidente Wilson con aquella providencia tan desgraciada. Regresó entonces al país con el ánimo dilatado por el deseo de servirle en los momentos más difíciles y obscuros de su historia nacional. Esto quiere decir que el investigador se separó de su trayectoria sin llegar a completarla. Esta circunstancia nos impide ser tan confiados en sus juicios sobre la historia moderna, como lo somos respecto a sus juicios sobre la anterior.

Para trabajar sobre el período español fue a Sevilla; para trabajar sobre el período francés anterior a la formación haitiana, fue a París. Comprendió a tiempo que no sería posible darse cuenta del proceso de la formación dominicana sin referirlo convenientemente a la influencia que en el mismo tuvo la vecindad con la colonia francesa. Para este fin emprendió la tarea de esclarecer, al mismo tiempo, las fuentes de la dualidad social, política e histórica existente en la isla de Santo Domingo. Los resultados de esta lógica posición han sido aprendentes. El tomo 13 de la Colección Trujillo, publicada en 1944, es una muestra clara de la utilidad de los trabajos de Lugo sobre la historia de la Colonia francesa de Santo Domingo, en sus relaciones con el Santo Domingo español. Los documentos no fueron agotados en aquella publicación, y aún permanece inédita una larga serie de ellos, relativos al movimiento de los dos centro de población durante el siglo XVIII.

No sería aventurado afirmar que Américo Lugo fue el primer dominicano que conoció a fondo la historia de la isla y el primero que se aprovechó de ella para crear, con base estrictamente científica, los estudios sociales en nuestro país. No hablamos al azar. Las páginas del tomo que ahora aparece a la luz pública, no dejarán mentir.

No perdamos de vista, para apreciar correctamente la obra de Lugo, su condición de historiador y el largo tiempo que pasó en los archivos europeos estudiando las fuentes históricas de nuestro país. Con esta labor se completó el iniicio de su formación, completamente impregnada, en su última época, del espiritualismo historicista que engendra el conocimiento metódico y riguroso del pasado de un pueblo. Sobre esa base —completamente ajena al materialismo hostosiano de que tanto se resintió la primera época de la obra de Lugo— descansa el más brillante período de esta vida tan consagrada al pensamiento y al amor.

 

 

VI

 

 

El pensamiento político de Américo Lugo llegó a la culminación de su vitalidad, cuando el insigne escritor se enfrentó con el hecho de la ocupación militar de su país por tropas de los Estados Unidos. Para seguir en toda su extensión y en toda su profundidad la labor realizada entonces por Lugo, sería necesario escribir un libro. El período está oscuro, y hasta ahora no se ha comenzado a trabajar sistemáticamente en el esclarecimiento histórico del mismo.

Cuando se dio cuenta Lugo de los verdaderos alcances del desembarco, decidió regresar a Santo Domingo, "a trabajar por España". La persona a quien expresó este propósito, en Washington, no comprendió, de momento, ni su significación ni si hondura. "Para trabajar por España, no necesita ir usted a Santo Domingo. Mejor lo hará desde aquí mismo". Mi deseo no es trabajar por España como español, sino como dominicano. Para ello necesito estar en Santo Domingo, porque remover ahora las raíces de nuestro espíritu equivale a trabajar por el resguardo de una nacionalidad que está a punto de quebrar para siempre". Poco tiempo después se fundó, por diligencias de Américo Lugo, y orientada por él, La Casa de España en Santo Domingo, si no recordamos mal, la fecha de su fundación es del 1917. El funcionamiento de este instituto tuvo visible repercusión en la conciencia civil dominicana, aherrojada por la ocupación militar extranjera.

Hacemos referencia del asunto, sin embargo, para asociarlo al proceso de la última posición mental de nuestro escritor. Trabajar por España, tratar de levantar los valores morales y sociales del hispanismo en Santo Domingo, mientras este país sufría el más serio colapso de su autonomía, era lo mismo que reconocer la necesidad política de fundar sobre la tradición y la historia el mejor sentido de la nacionalidad dominicana. La posición de Lugo resultaba, pues, negatoria de toda la influencia que hasta entonces había recibido él de su Maestro, el señor Hostos.

Y no podía ser de otra manera. Frente al hecho de la ocupación militar, el materialismo hostosiano resultaba impotente para construir una doctrina nacionalista capaz, por sí sola, de desnaturalizar el hecho mismo de la ocupación. Los materiales de esa doctrina no podía suministrarlos sino la tradición; eso que Hipólito Taine llama el título de la antigüedad, los principales prejuicios de una sociedad, que proceden todos del pasado, de la sabiduría de los siglos. Nadie estaba mejor preparado que Américo Lugo para apreciar y desentrañar las más recónditas raíces espirituales del pueblo dominicano. Frente a la ocupación militar, surgió, entero y sin trabas el gran historiador que ya se había integrado en aquella personalidad.

Desde que apareció el semanario Patria, la tribuna nacionalista que se creó Lugo para combatir los fines de la intervención extranjera, se definió su pensamiento político en este sentido, netamente historicista. El primero de los editoriales del periódico expuso todas las modalidades de la tesis dominicanista de Lugo. Más luego siguió aquella pluma magistral, inconfundible, heroica, martillando sobre los innegables derechos históricos del pueblo dominicano a la libertad, hasta dar con la humanidad del escritor en las barras del tribunal militar. Ese primer editorial de Patria (abril del 1921), es una de las más entrañables páginas que se hayan escrito en América. Breve y tajante, contiene, sin embargo, el análisis completo de la posición nacional dominicana frente a la ocupación militar. El editorial es un recuento de los títulos de antigüedad con que contaba el pueblo dominicano para gobernarse por sí mismo. Todos esos títulos los extraía el editorialista, desde luego, de las canteras del pasado, base y soporte, según Taine, del presente, en todo orden social bien establecido.

Si se ahonda un poco en el examen de la posición ideológica de Lugo, se notarán los numerosos rasgos de semejanza que existen entre la doctrina del pensador dominicano y la de Benedetto Croce llamada de idealismo histórico o del historicismo absoluto. Nótese, no obstante, que Lugo escribía frente a una situación histórica y política concreta, como fue la que creó el desembarco de tropas norteamericanas en Santo Domingo, mientras que Croce hacía referencia al panorama general de la historia para desentrañar las conclusiones de su doctrina. El historiador dominicano se sirvió de su tesis como instrumento de dialéctica contra un hecho de fuerza, irresistible por otros medios que no fueran los que proporciona el poder de la verdad, debidamente expresada: ese poder es abstracto y puramente espiritual.

Para Benedetto Croce "la historia aparece como el único juicio portador de la verdad, incluyendo en sí la filosofía, pues la filosofía no puede vivir fuera de la historia y no se manifiesta más que como historia". Croce y Vico concuerdan en la afirmación de que la historia es la única realidad, comprendiendo en esta categórica expresión el devenir mismo de la vida individual y de la conciencia humana. Este solipsismo se conoce hoy con el nombre de existencialismo.

Américo Lugo adoptó la misma postura existencialista para combatir la ocupación militar norteamericana.

Al estilo de Croce, Américo Lugo definía la historia como expresión de cultura. La historia política no tiene sino carácter de unilateralidad muy vago por cierto, en el conjunto de la historia de la civilización. En este sentido era claro que el pueblo dominicano, el de más antigua formación en toda América, representaba, en 1916, un sistema de cultura y de civilización, más maduro que el de los mismos Estados Unidos. Nada influían en esta conclusión la pequenez material y la pobreza de la República Dominicana. Nosotros nos habíamos integrado dentro de la órbita de la cultura hispánica y, por esa sola circunstancia, contábamos con tradición y antecedentes históricos de primer orden en el ensamble de la organización política contemporánea. El derecho a la existencia y nuestra existencia misma eran un imperativo histórico. Para garantizarnos la libertad y aun el respeto de los Estados Unidos, los dominicanos no debíamos actuar de otra manera que como nos lo ordenaba el proceso de nuestra integración cultural, fundamento de la existencia colectiva del pueblo dominicano. Si queríamos realmente salvarnos debíamos seguir una regla inmutable: no colaborar con los fines esenciales que movieron a los Estados Unidos a desembarcar tropas en Santo Domingo y a establecer en este país un Gobierno Militar. La confusión era muy peligrosa porque del contacto de las dos culturas yuxtapuestas podía surgir la pérdida del elemento más débil, que éramos nosotros y nuestra nacionalidad.

Este criterio extremo tuvo sus inconvenientes. Las exigencias de la práctica convivencia humana hacían muy difícil la aplicabilidad del gran principio de la abstención. No se puede gobernar un país durante ocho años sin contacto y relaciones entre gobernantes y gobernados.

Para comprender a fondo la ideología nacionalista de Américo Lugo, de tipo "ético-histórico", según la hemos definido ya, creemos necesario reproducir íntegramente a pesar de su extensión, y con las excusas del caso, el famoso editorial del 1921. La página no tiene desperdicio:

"Sea cual fuere el grado de aptitud política alcanzado hasta ahora por el pueblo dominicano, es indudable que existe una patria dominicana. Los españoles, al mando, al principio, del Gran Almirante, descubrieron, conquistaron, colonizaron y civilizaron las Indias, y primero y muy principalmente esta maravillosa Isla Española. Entre nosotros, pues, ha brillado la luz del Evangelio, e impreso su belleza el arte y derramado la ciencia sus inapreciables dones, siglos antes que en Washington, Boston y Nueva York. Fuimos y somos el mayorazgo de la más grande entre las nacionalidades de la Edad Moderna. La incipiente nacionaliodad lucaya puede simbolizarse en la frágil y como etérea constitución fisiológica del dulce lucayo: pereció y se extinguió con éste sin dejar siquiera un solo monumento artístico y literario que la historia pudiese colocar sobre su tumba.

Ovando y Ramírez Fuenleal poblaron nuestro suelo de monasterios e iglesias que desde la cumbre de tres siglos miran altivamente a Trinity Church y San Patricio; y de palacios y alcázares soberbios, cuando todavía América, medio sumergida en el seno de los mares y velada la faz por el velo del misterio, casi no era sino un fabuloso cuento de hadas. Santo Domingo de la Mar Océana fue el brazo potente que sacó de las saladas ondas a esta encantadora mitológica Venus del planeta, servicio tan notable ciertamente, y más, si cabe, para la humanidad, y tan español, como la detención del turco en Lepanto, porque ese brazo estaba animado y fortalecido por corazón, cerebro y alma iberos. Ya estaban bien caracterizados los elementos que, andando el tiempo, debían constituir la nacionalidad dominicana, cuando los bravos lanceros del conde Meneses dieron al traste con el ejército traído por la poderosa flota inglesa de Venables, vengando de terrible modo el ultraje que sesenta años antes había hecho a sus hogares el príncipe de los piratas, sombrío inspirador de la Dragontea. La lucha secular entre las posesiones españolas y francesas de la isla, no hizo sino afianzar en aquellas el espíritu propio, estrechar la comunidad de intereses e ideales y acendrar el amor al terruño. En vano hacían las paces España y Francia allá en la lejana Europa; perpetuaba el estado de guerra en la isla, el odio de los habitantes de la parte española a los intrusos franceses. La primera afirmación incontestable y notable proeza de la nacionalidad o sea del pueblo dominicano como personalidad propia y diferenciada de todo otro pueblo, aún del mismo que es su progenitor insigne, fue la Reconquista, efectuada contra los franceses en 1809: con ella borró con su espada el caudillo dominicano Don Juan Sánchez Ramírez una cláusula festinada y complaciente del Tratado de Basilea e impuso a la Madre Patria su amorosa y heroica voluntad. Ese mismo espíritu dio en 1821 un paso hacia la independencia olítica, aspiración necesaria a toda nacionalidad en formación y que luego de realizada se convierte en condición vital sin la cual el espíritu nacional decae, languidece y muere. La dominación haitiana no logró modificar el genio dominicano ni quebrantar la unidad espiritual; y cuando Duarte preparó los ánimos, el libertador Francisco del Rosario Sánchez dio a su pueblo la indendencia política a que aspiraba. Del breve eclipse de la anexión a España, la nacionalidad salió con mayor pureza y brillo, y de entonces a hoy una más prolongada comunidad de ideales, sentimientos e intereses, ayudada por una mayor cultura y unida al vivo amor al suelo, ha acrecentado en nosotros la solidaridad, vigorizado el carácter, y creado, en fin, aquel modo de ser peculiar que es sello inconfundible y propio de toda personalidad individual o nacional. Aunque abierta la del dominicano a toda sana influencia extranjera (v. g. la adopción de la legislación civil y comercial francesa), el fondo de su cultura, aunque deficiente desde el punto de vista político, por el sentido práctico e ideal de la vida permanece siendo español, basada en la lengua, en culto, en las costumbres, en la herencia, en la historia, en las tradiciones y recuerdos, asociados en cierto modo a España, si puede decirse así, en la obra, sin igual, del descubrimiento, población y colonización del Nuevo Mundo, desde los primeros días de la invención de América, nuestra misión histórica ha sido gloriosa y útil a la humanidad. De nuestros sentimientos dan cuenta nuestra ejemplar fidelidad a la madre patria, nuestra conducta, tan fina y leal con ella, que poníamos sobre el corazón sus victorias y reveses, y el carácter heroico, noble y desinteresado que se refleja de modo claro y visible en la historia de la República Dominicana. Hemos conservado la civilización que nos trasmitió la nación que era, al crearnos, la más adelantada de Europa, y podemos afirmar, nosotros los dominicanos, que somos fieles depositarios y guardianes de la civilización española y latina en América; que somos, por consiguiente, como nacionalidad, superiores en algunas cosas a los norteamericanos ingleses que ahora pretenden ejercer sobre nosotros una dictadura tutelar; y que debemos, finalmente, defender nuestra patria, fundada con crecientes elementos propios de cultura en suelo fértil, hermoso y adorado, con todas las fuerzas de nuestros brazos y nuestras almas”. Abril de 1921.

Una vez adoptada esta radical posición inicial, de carácter puramente filosófico, fácil era derivarla hacia concepciones jurídicas extremas. Si la ocupación militar norteamericana no suplía eficazmente ningún fin histórico, no podía, en consecuencia, engendrar ningún efecto jurídico. El hecho escueto de la ocupación no crearía sino problemas de fuerza, fricciones materiales, sin categoría ninguna de derecho. Esta radical posición ideológica la hizo patente Américo Lugo cuando, requerido por el Tribunal Militar para defenderse ante los jueces que lo integraban, aquel se negó a hacerlo, alegando que dicho tribunal no tenía jurisdicción para juzgar a un dominicano.

Es bien sabido que sobre esta doctrina descansó, fundamentalmente todo el movimiento nacionalista dominicano contra la ocupación militar extranjera hasta que el criterio original se escindió en dos grandes tendencias, tan pronto como los Estados Unidos anunciaron su propósito de desocupar el país. Contra la tesis extremista, esencialmente teórica y abstracta de una desocupación pura y simple, sin implicaciones contractuales de ningún género, se levantó un criterio más moderado que no excluía la posibilidad de negociar con los Estados Unidos una fórmula concreta de restauración de la soberanía nacional. La lucha se entabló ardorosa al margen de estas dos actitudes, triunfando, al fin, la última, con el concurso de los partidos políticos. Es innegable, sin embargo, que el criterio pragmático de los moderados, estuvo fuertemente influido por la intransigencia de los teóricos y que, finalmente, el sistema adoptado para la desocupación se basó en una equilibrada transacción de las dos concepciones.

De acuerdo con nuestro modo de ver las cosas, ningún dominicano de la época desplegó mayor actividad ni orientó mejor sus ideas en la ordenación de una actitud nacional, que Américo Lugo, historiador y jurista. Algunos pudiere igualarlo en el esfuerzo, pero ninguno pudo superarlo. La lucidez de su pensamiento, el maravilloso instrumento de su pluma, y su innegable espíritu de sacrificio lo mantuvieron continuamente en la avanzada de la refriega. El pueblo que podía contar en sus horas difíciles con una mente y un espíritu como el de Lugo, no estaba condenado a sucumbir.

Fue en este momento, poco después de haber sido llevado a las barras del Tribunal Militar, cuando nosotros entramos en contacto con Lugo. Lo conocimos en su modesta e iluminada casita del Parque Duarte, rodeado de sus libros, de su pobreza, de su familia y de sus convicciones. Aquella casa era el centro de la ortodoxia nacionalista dominicana, continuamente frecuentado por la juventud que se daba a estas cosas. A nosotros no nos atraía solamente las ideas políticas que allí tomaban cuerpo de expresión, sino también el encantado ambiente de tranquilidad y cultura que irradiaba en aquella casa. Nos seducían los restos de la biblioteca de Lugo, su afición por la buena erudición, tan amena y desleída, y sobre todo, las finas maneras del escritor y de su esposa, toda consagrada al culto del marido. Buen dominicano, Américo Lugo, ha vivido para su país y para el bien de sus compatriotas.

 


Prólogo a “Historia de Santo Domingo. Edad Media de la Isla Española”, del Dr. Américo Lugo, Editorial Librería Dominicana, Ciudad Trujillo, 1952.

 


Manuel Arturo Peña Batlle: Obras I: Ensayos históricos. Compilación y presentación de Juan Daniel Balcárcel. Fundación Peña Batlle, Santo Domingo, 1989., pp. 218-249.