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EXALTACIÓN DE LA ERA DE TRUJILLO

Dedicado a Tulio Manuel Cestero

Manuel Arturo Peña Batlle

 

Discurso del Mantenedor en los Juegos Florales de 1952.

Ilustre Benefactor de la Patria,
Excelentísima Primera Dama,
Excelentísimo Señor Presidente de la República.
Señores miembros del Consistorio,
Gentil señora,
Señoras y señores:

Conmuévese mi ánimo esta noche y se recoge ante la inmerecida honra que me abruma. A la sola amabilidad de los miembros del Consistorio de este bello torneo, se debe mi presencia en una de las más altas tribunas de la intelectualidad dominicana, prestigiada desde hace tiempo por la voz de muy doctos e ilustres varones, vernáculos y extranjeros. Mi discurso lucirá enteco y descolorido cuando se le compare con las inolvidables oraciones que en el pasado, y desde este mismo sitial, embelesaron y deleitaron el alma de quienes bañaban en la fuente de Castalia su afición por el amor y la cultura.

Mi deseo de no soslayar la oportunidad que se me ofrecía de hacer patente mi pensamiento sobre lo que es la actualidad en la vida social y política de la República, me indujo a aceptar la llamada de mis amigos. Muchos de los hombres que me precedieron en el uso de esta honrosa cátedra, la escalaron con el designio de llevar hasta sus conciudadanos la angustiada advertencia de un porvenir cuajado de sombras y vicisitudes. Hablaron para incitarlos a la rectificación de sus hábitos sociales, de sus prácticas, de sus sentimientos colectivos y de sus sistemas de administración pública. Hablaron nuestros pro-hombres amargados por un pesimismo enervante, con el designio de dejar constancia de que los males y las desgracias de la Patria habían encontrado explicación y remedio siquiera fuera en el desolado ámbito de sus conciencias individuales, muy alejadas, por obra de su cultura, del promedio de una conciencia común del grupo social dominicano. A mí me han tocado otros elementos de expresión. Mi pensamiento no puede explayarse ahora sobre un patético panorama de angustias. Mi voz no puede ser sino de esperanza y optimismo, de fe en el porvenir, de confianza y de seguridad, porque la realidad que me rodea, el espíritu nacional que acoge mis palabras y el aliento constructivo que impulsa hoy a la colectividad, no dan margen ni espacio a otras actitudes que las de la templanza, en lo que se refiere al futuro de la nación. No existen razones para desesperar de nosotros mismos, ni tenemos ya motivos para colocar en entredicho la suerte de un país reciamente constituido en los usos normativos y coordinados de la administración y el estatismo. A la lobreguez de una noche sin estrellas, en la que nos transportábamos, sin brújula, de un extremo al otro de la desesperación, sucedió la jocundidad del claro amanecer en que nos tiene colocados la genial y selecta voluntad creadora de un genuino estadista. Hombre de acción, sin ribetes retóricos y sin empeño de demagogia estéril y complaciente.

Hemos realizado la revolución, dándole al poder su mejor sentido y extrayendo de sus entrañas, la más proficua esencia de que está dotado: el bien común de las gentes, la conveniencia general del grupo. La trayectoria política de Trujillo informa y encarna el espíritu de la gran revolución de sistemas y hábitos sociales, políticos y económicos que hoy contemplamos todos como lograda realidad dominicana. Esto no quiere decir, desde luego, que hayamos superado todas las metas. El progreso humano no tiene metas. Es ley que se cumple incesantemente y que no alcanza objetivos sino para transformarlos de inmediato en nuevos términos de superación. La alegría y el optimismo de hoy no deben estacionar nuestros ímpetus de progreso y adelanto porque el éxito de la contemporaneidad puede muy bien llegar a ser, si no evoluciona convenientemente, la rémora del porvenir.

La política es movimiento, reelaboración y volver a ser. La sociedad que no avanza, retrocede y se hunde. Cada generación tiene sentido propio y características sociales definidas, ninguna es igual a otra y todas interpretan a su manera el contenido de las grandes concepciones del pensamiento político. La utopía de La Repúblicano comenzó a ser verdaderamente útil sino cuando La Políticade Aristóteles la encuadró dentro del rígido marco de las leyes del progreso, tal como ellas se desprenden de la realidad social. El idealismo político de Platón no tiene sentido, sino asociado al profundo realismo del Estagirita. La sociedad no puede prescindir de sus propias fuerzas para ordenar las normas de la convivencia. El cristianismo, por su parte, no completó el programa de su acción social, sino cuando el pensamiento de Santo Tomás de Aquino se asoció, para crear la síntesis maravillosa de la ciencia política occidental, al gran esfuerzo ideológico de San Pablo y de San Agustín.

Si alguna advertencia puede hacérsele desde esta tribuna al pueblo dominicano, sobre los azares del porvenir, sólo ésta es apropiada: refrena tu entusiasmo y date a pensar en la enorme responsabilidad que tienes contraída respecto de ti mismo. No repitas el caso de la ciudad alegre y confiada. Para conservar lo que ahora tienes y hacer feliz la vida de las generaciones que te sucedan en el disfrute de la cosa pública, manéjate con sensatez y discreción, emúlate y piensa en que estás obligado a aumentar tus virtudes, a descubrir tus deficiencias para colmarlas y a mejorar y perfeccionar los instrumentos institucionales que han hecho la prosperidad con que ahora te regalas y acomodas. Piensa en lo que sufrieron y malpasaron los dominicanos de ayer; tus padres y tus abuelos; conduélete de sus lágrimas, de sus quebrantos y de sus angustias, y date clara cuenta de que tus hijos no deberán, por ninguna causa, retornar a la desesperación pasada. Aprovecha la reforma, afiánzala, perfecciónala y lánzala al surco del futuro, a fin de que las generaciones venideras la incorporen también al ritmo de sus inquietudes y de sus nuevas necesidades sociales.

Todos nuestros escritores políticos, todos los dominicanos que por una razón u otra comentaron el devenir de la formación nacional de nuestro pueblo, incluso los poetas como Salomé Ureña, José Joaquín Pérez y Gastón Deligne, rezumaron en sus escritos el amargor invencible de su pesimismo. Ninguno tuvo fe en los destinos de la República y todos miraban con recelo el desenlace del pavoroso drama político en que se debatía la nacionalidad. Sus buenas intenciones no bastaban a serenarles el ánimo patriótico, y vivían consternados ante el continuo desgaste de energías que imposibilitaba la integración de un verdadero régimen administrativo, capaz, por sí mismo, de soportar el normal desenvolvimiento de un Estado bien organizado y bien constituido.

El Estado no es otra cosa que un vasta federación de servicios públicos, de cuya adecuada administración depende necesariamente el bienestar de una sociedad que se gobierna a sí misma. Sin servicio no hay eficacia en el gobierno de ningún país. Los avances de la civilización aumentan y complican cada día las necesidades colectivas y, por tanto, las obligaciones de servir en que está el Estado frente a la población. Desde las necesidades más elementales, como la de comer, bañarse, andar con zapatos y llevar ropa adecuada, hasta las de una cultura cónsona con el progreso de la época, son incumbencia ya del Estado, porque hoy es completamente imposible que la iniciativa privada pueda suplir, por sí sola, las exigencias de la vida.
Esta situación no pudimos comprenderla los dominicanos hasta ahora. Todos anhelábamos un riguroso movimiento de revisión, pero ninguno acertó con el espíritu de ese movimiento para convertirlo en realidad. El único esfuerzo plausible de transformación se redujo a la utopía de una revolución pedagógica que proporcionara, demasiado lentamente, los elementos indispensables a una futura transformación política. Aquello no tuvo tangencia apreciable con la estructura social del país y fracasó ruidosamente.

No es que sin escuelas pueda lograrse la conquista de ningún programa social, sino que, la escuela misma tendrá que ser siempre el resultado de otras superaciones: no puede haber escuela útil donde no haya riqueza, donde no haya orden y donde la paz no sea un factor permanente del trabajo colectivo. La cultura tiene sus raíces más profundas en el ser vegetativo y depende comúnmente de las facultades biológicas del individuo y del equilibrado funcionamiento de las mismas. Un pueblo depauperado no será por ninguna razón un pueblo culto. Tampoco podrá serlo un pueblo sin economía segura, sin producción y sin comercio. La revolución agraria era tan necesaria y tan urgente como la revolución pedagógica. Pero todavía más necesario y urgente que todo eso, era la creación de un macizo y verdadero sistema administrativo. No existía un Estado en Santo Domingo, sencillamente porque no existían servicios públicos y porqué no había administración, ni buena ni mala. Los criterios puramente políticos y constitucionales no bastan hoy para calificar las normas del Estado. La República Dominicana, descansaba sobre la formulación teórica de una serie de principios constitucionales que nada o muy poco tenían que ver con el hecho social, con la realidad de nuestra vida pública.

Nos apremiaban y quemaban los problemas nacionales, sin darnos cuenta de que no disponíamos del instrumento indispensable a la solución de aquellos conflictos. Lo que evidentemente hacía falta, era la creación del instrumento político de la administración: El Estado. Sin un Estado bien organizado no podíamos pagar la deuda externa, ni desembarazarnos de la ingerencia extranjera en nuestros asuntos domésticos; sin un Estado bien organizado no podíamos fundar escuelas, ni construir iglesias, ni transformar nuestro atrasado régimen agrario, ni aumentar la producción, ni desterrar el barbecho de los secanos, ni intensificar los cultivos por el regadío científico, como quiso Joaquín Costa que se hiciera en España en tiempo oportuno; sin un Estado bien organizado no podíamos combatir el paludismo, ni la sífilis, ni aumentar la natalidad, disminuyendo la mortalidad infantil; sin un Estado bien organizado no podíamos crear las fuerzas armadas de la nación, ni asegurar la estabilidad de nuestras instituciones; sin un Estado bien organizado no podíamos, en fin, crear la riqueza pública, ni fomentar la privada, ni industrializar el país, ni realizar ninguno de los fines esenciales a la libertad y a la felicidad del pueblo dominicano.

Pero la creación de un Estado no es cosa fácil, y mucho menos lo es cuando la operación de crearlo es necesidad de vida o muerte. Por no existir un Estado dominicano efectivamente integrado en 1916, sucumbimos por la intervención de los Estados Unidos. La magnitud del conflicto mundial del 1914 nos arrastró al abismo de la ocupación militar. Téngase presente que cuando me expreso como lo hago ahora, uso en su más estricto sentido la palabra Estado, sin confundirla con el vocablo nación. El Estado dominicano y la Nación dominicana son dos cosas muy distintas perfectamente diferenciadas, por la historia y por el derecho.

La nación se encuentra a sí misma, después de un largo proceso de desarrollo material y espiritual, en las formas finales de su organización política, que son las del Estado. La nación es historia y tradición, el Estado es derecho y objetividad legal. Sin la ley bien establecida y efectivamente aplicada no se concibe una comunidad políticamente libre. La convivencia de un grupo nacional descansa sobre la eficacia de la ley, y ésta no podría resultar útil sino cuando descanse, a su vez, sobre el principio de la autoridad bien entendida. La causa eficiente del Estado, es pues, la autoridad acatada y respetada. Del respeto a la autoridad dependen el orden y la disciplina sociales, factores ínsitos en el progreso de un país. Nuestros pensadores políticos echaron de menos siempre en la vida pública dominicana la cohesión de sentimientos que hace viable una máquina administrativa nacional. Eso equivalía, precisamente, a la ausencia del Estado, porque éste no se concibe sino como medio de expresión de un ideal nacional definido y concreto. Allí donde el individuo no se dispone a sacrificar una extensa porción de sus fueros, para que de ello se aproveche el conjunto, reinan la anarquía y el desorden, decae y languidece el espíritu público y se relajan los resortes de la administración.

Nuestro país sufrió por mucho tiempo la desgracia de un enorme atraso, tanto material como cultural. La miseria más despiadada nos castigó con dureza en la carne y en el alma. Cuentan las historias que en muchas épocas, los habitantes de esta tierra aprovechaban el claroscuro de la alta madrugada para asistir a la misa sin que sus desnudeces se hicieran muy visibles. Así nos obligaron a vivir las circunstancias de una azarosa historia, política. Heredad muy reducida la nuestra, fue, sin embargo, el blanco de muchas ambiciones y de mucha codicia. No nos dieron tiempo de hacer otra cosa que no fuera lustrar el escudo de guerra y cobijar bajo su sombra el deseo de ser libres. En fin de cuentas, nunca aprendimos a administrar la casa porque nos faltó el tiempo para defenderla de intrusos. Los hábitos de una buena administración sólo los dan la paz y el trabajo, y a nosotros nunca nos permitieron los enemigos vivir en paz ni trabajar tranquilos. Cuando amaneció el día de la civilización, nos sorprendió rendidos de cansancio, enfermos, desnutridos e ignorantes. Nos avergonzaba el contacto con el mundo y la luz del progreso nos obligaba a bajar el rostro, enceguecido de rubor e impotencia. Éramos un pueblo sin hábitos sociales, sin sentido de la solidaridad y sin ideal que guiara nuestros pasos hacia la cumbre de una realización nacional. El lastre resultaba muy pesado, pero era urgente, impostergable y fatal echarnos al camino de la vida civilizada y no permitir que nos aplastara el carro alado e incontenible del progreso universal.

El pueblo dominicano no encontraba, sin embargo, el hombre que lo sacara a la luz de la civilización. Pasaban inútilmente los días y nuestro país, como el paralítico del Evangelio de San Juan, no daba con el hombre que lo acercara al sagrado estanque donde podría encontrar la salud y la movilidad de sus miembros entumecidos. Hacía falta un conductor decidido e inspirado que cortara las amarras del atraso en que vivíamos y sacudiera para siempre el trágico marasmo de una parálisis que parecía incurable. En 1930 cayeron por fin, las pesadas cortinas de sombras que cubrían la vida nacional y apareció en el escenario la figura de Rafael Leónidas Trujillo, el gobernante destinado a realizar el milagro de la curación. Joven, enérgico, laborioso, valiente, inteligente y responsable, aunó en admirable síntesis de patriotismo, todas sus relevantes prendas de carácter para entregarse por entero al servicio de la Patria.

Trujillo creó, montó y puso a funcionar la complicada máquina del Estado en Santo Domingo. Genio de organizacióny político de extrema sagacidad, logró en poco tiempo de consorcio con el poder, lo que nadie antes había logrado: la efectividad de la administración pública. En breve lapso suplió, creando de la nada, todas nuestras viejas deficiencias políticas e institucionales, todos los defectos de nuestra organización social, empujando al grupo hacia el horizonte de su propia y latente capacidad de acción. Esa es, sin duda, la obra magna de la política dominicana y la culminación de todos nuestros sentimientos nacionales. En la mente y en el espíritu de este hombre excepcional se resumieron y unificaron las esencias del particularismo social dominicano y de allí brotaron en esplendente realización objetiva, que todos mitramos con los ojos de la cara y palpamos con las manos.
No creo necesario insistir en la prueba de mis afirmaciones. A nadie que conozca los hechos podrá escapar la verdad y la significación de los mismos. No pretendo descubrir el Mediterráneo cuando ya está al alcance de todos.

Antes del 1930 no existió, propiamente hablando, un Estado dominicano, porque hasta, entonces no comenzaron a moverse los factores de una eficiente administración de la cosa común, de los intereses generales. No hubo orientación subordinada a estos intereses ni se pensó jamás en la conveniencia de hacer por nosotros mismos lo que siempre esperamos que nos llegara de la voluntad ajena. Nunca tuvimos visión realista de nuestras propias necesidades ni empeño en satisfacerlas con recursos autóctonos. La empresa de crear esos recursos resultó superior a las fuerzas de la comunidad. Urgía la presencia de un temperamento superdotado, como el de Cromwel, como el de Cavour, como el de Bismarck, que le diera cuerpo y concretara en una serie de realizaciones tangibles, el disperso y confuso anhelo de una sociedad disgregada, que buscaba, inútilmente, la expresión de su unidad política. El pueblo dominicano encontró en Trujillo el cuerpo de su unidad. Con él rebasamos definitivamente el angustioso período de la disgregación y entramos en el franco sendero de la soberanía y del gobierno propio, tal como ambas actitudes políticas se compadecen con el espíritu de la convivencia contemporánea.

En Santo Domingo se desenvuelve hoy una nacionalidad madura y segura de su destino. Pero esa madurez y esa seguridad son el fruto de los desvelos y esfuerzos de un hombre, que, por eso sólo, entró de lleno en la inmortalidad. Su principal acierto como político es el de haber logrado la sustancial magnitud de su obra administrativa sin romper los moldes de la vieja constitución de la República. Trujillo vació en estos moldes teóricos todo el contenido de su labor revolucionaria sin alterar en nada la concepción primigenia de los fundadores. Al crear las formas vitales del Estado no se apartó ni en un solo punto del ideal político de 1844. Ese ideal cobró relieves de realidad social cuando el líder lo aupó, hasta sus hombros para lanzarlo al surco de una fecunda e incomparable práctica gubernativa.

No estamos en presencia de un Estado nuevo que sustituye en sus funciones a un Estado anterior. Trujillo creó, simple y llanamente, el Estado dominicano, el que desearon los precursores y no comenzó a hacerse verdad hasta el año 1930. Se dio el caso entre nosotros de que viviéramos sin programa administrativo durante largos años y en el hueco de un doctrinarismo sin sentido de humanidad. Trujillo colmó el vacío, creando presurosamente, pero con pulso firme, la sustancia de una verdadera ordenación de servicios públicos nunca sospechada por el pueblo. El recuento es imposible porque abarca todos los sectores de la actividad social: desde la cuna del recién nacido hasta el seguro de la ancianidad; desde la proliferación de los alimentos hasta la mejor alineación de la alta cultura; desde el cuidado legislativo del trabajador hasta la expansión racional y científica de la industria; desde el más firme y tajante reajuste de los sistemas presupuestarios hasta la emisión de la moneda y la creación de un fuerte régimen de bancos; desde la apertura de una calle hasta el tejido de toda una red de puertos, caminos y puentes; desde el reparto de semillas hasta la apertura de inmensos canales de regadío. Digo que me es imposible ahora esbozar siquiera la enumeración de los servicios creados y no me equivoco. Pero tampoco la tengo por necesaria ya que la obra es sobradamente conocida de todos. Eso fue posible, la obra tuvo realización asombrosa, porque partió de un principio de organización administrativa muy pocas veces logrado en la historia universal del Gobierno.

Es de presumir que la influencia del tránsito de Trujillo por el Poder, en las condiciones y con las proyecciones ya apuntadas, tuviera consecuencias muy notorias también en la psicología de las masas. Junto con el cambio de las formas políticas y sociales del pueblo dominicano, se producía la transformación de sus más hondos sentimientos. Una vez dije que Trujillo había cambiado la característica de nuestro país, en su contenido esencial, en su conformación intrínseca, en su más íntima moralidad. De las grandes reformas realizadas ha surgido un nuevo sentido de la Patria entre los dominicanos, una nueva manera de vivir, de pensar y de sentir, adecuada a la realidad de las nuevas circunstancias sociales que nos rodean. La Patria dejó de ser una entelequia, una vacía abstracción, despojada de toda sustancia humana, para convertirse en la vida misma de una colectividad activa, sudorosa y trabajadora, que sabe a dónde va, por qué afana, cuáles son sus deberes y dónde está su felicidad.

Es innegable que la República Dominicana entró para siempre en la alumbrada vía de la estabilidad institucional. Las conquistas del régimen trujillista la colocaron definitivamente en el carro de la civilización y la cordura. Podrán sobrevenir en el futuro nuevas perturbaciones, motivos de inquietud y de intranquilidad, pero no ya con referencia sustancial a nuestra capacidad de Gobierno, cien veces probada en este lapso administrativo. En lo que a eso toca podemos descansar seguros de nosotros mismos. La conciencia nacional de este grupo se forjó en el yunque de la soledad y de la adversidad y ya está madura. La nación convertida en Estado y asentada con firmeza en hábitos administrativos bien arraigados en el espíritu público, no tiene nada que temer en cuanto a su propia organización. Seguiremos marchando con mayores o menores alternativas sobre el camino de una sosegada y libre evolución de nuestros recursos, porque hemos superado la meta de la disciplina social necesaria a la vida legal de un país civilizado.

Pero esto no quiere decir que podamos vivir sin preocupaciones como si estuviéramos ajenos al ritmo de la política universal y como si nuestra seguridad dependiera solamente de factores internos. El poderoso esfuerzo de reconstrucción y afianzamiento que hemos realizado, cobra mucho mayor mérito cuando se piensa en las condiciones en que se produjo. Me refiero, desde luego, al caos político y a la catástrofe social en que han transcurrido las relaciones internacionales en lo que va de siglo. Dos guerras mundiales, de consecuencias inconcebibles, conmovieron la estructura de la sociedad general y el inminente peligro de una tercera conflagración mantiene suspenso el ánimo de todos los pueblos del mundo. El hombre vive sobrecogido de espanto, perdida la fe en la eficacia de la justicia y del derecho. Todo el fermento de disgusto e inconformidad que sembraron en la contienda social los sistemas del positivismo jurídico y político de la centuria pasada, estalló con fuerza incontenible a principios de nuestro siglo XX, subvirtiendo hasta en sus raíces más lejanas el orden político entonces establecido.

Hemos vivido sin tranquilidad, atormentados y entristecidos por temores que nunca antes sintió el espíritu del hombre. La ciencia y la técnica están convertidas en instrumento de destrucción y aniquilamiento, y la humanidad entera contempla con pavor el progreso incesante del ánimo guerrero que domina a los directores de la política mundial. El imperialismo, alentador y sostenido por el adelanto de los procedimientos bélicos, cobró proporciones gigantescas, jamás presentidas, y se convirtió en el centro mismo de la vorágine en que estamos sumidos.

La expansión ideológica del materialismo histórico avanza cada vez más sobre los sistemas políticos y sociales y la amenaza constante de que llegue el predominio de éstos, mantiene alertas y vigilantes a las naciones democráticas. Los más bellos matices del pensamiento político occidental se van perdiendo aceleradamente en el feroz y despiadado conflicto de ideas que hoy divide al mundo en sólo dos bandos inconciliables y de primaria expresión pasional: la izquierda y la derecha. Ya no son posibles las sutilezas de un eclecticismo sosegado y sedante, que transforme en acción bienhechora la ferocidad de los partidos extremos. La lucha está concertada, a muerte y los grandes movimientos políticos no tienen otros modos de expresión que los de la guerra y el exterminio.

El hombre ha perdido ahora como en ninguna otra época dela historia, las prerrogativas inherentes a su individualidad. Vive acosado y perseguido, no encuentra clima de seguridad: en ninguna latitud del planeta y los fueros de su conciencia no son ya el genuino incentivo de la organización social. La primera preocupación de las grandes agrupaciones internacionales, como las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos, es la de garantizar al ser humano, por encima de las constituciones particularistas de los Estados, la libertad de su fuero interno. Los llamados derechos humanos, tal como éstos nacieron, hace siglos, a la realidad de la política, no existen hoy sino en los programas de la cooperación internacional. Por la supervivencia de los derechos humanos están luchando todos los organismos constituidos con el fin de hacer menos odiosa y prepotente la razón de Estado.

El progreso de las vías de comunicación hace cada vez más estrecho el intercambio de los pueblos y, por ende, más peligrosa y eficiente la propaganda de un enemigo siempre en potencia. Los adelantos de las ciencias aplicadas y el continuo aumento de la producción industrial, enconan cada día el recelo con que se tratan los grandes países imperialistas, y hacen más difíciles y oscuras las posibilidades de un acercamiento verdaderamente constructivo de los intereses espirituales de la humanidad. Las zonas de influencia, caracterizadas por el poderío y la fuerza de algunos y por la evidente debilidad de los otros, obstaculizan y dificultan el progreso de una definitiva ordenación jurídica de la comunidad. El universalismo de la norma social se hace imposible en vista de la triunfante resistencia de los sistemas locales.
Nunca ha sido el hombre menos libre que en nuestro siglo. Lo grave es que el sacrificio de la libertad individual, de los derechos humanos, no ha proliferado en la felicidad del grupo, ahora también menos libre que antes. El predominio de las ideas sociales, característico del siglo XX, no ha procurado mejor razón de ser al mundo de la conciencia. Es evidente y seguro que el hombre no puede entregar por completo a la objetividad y al realismo de la sociedad el subjetivo contenido de su espíritu y de su constitución moral. La simbiosis entre lo puramente humano y lo puramente social, según se produjo en la filosofía política de la Edad Media, sigue y seguirá siendo el elemento esencial de todo sistema de convivencia bien integrado. Mientras el hombre de hoy no comprenda esta verdad inconcusa no encontrará el cauce de su propia felicidad y no retornará al sosiego perdido. Para ello debe producirse antes el milagro de que la fuerza pierda el sitial que ocupa hoy en la marcha y el desarrollo de los negocios públicos, que se transformen los programas del imperialismo y que la moral internacional sustituya a la cínica ydescarnada doctrina de la conveniencia política, inventada por Maquiavelo en los umbrales de la Edad Moderna, para justificar las exacerbaciones del poder y de la soberanía local del Estado,

La República Dominicana, dentro del marco de sus posibilidades, ha sido un factor del internacionalismo y de la concordia. El desdoblamiento de su fuerte constitución interna ha conducido a nuestro país hacia los grandes objetivos de la organización planetaria de la humanidad. No por modesta será menos apreciada la contribución de un pueblo pequeño, pero bien intencionado y bien conducido. Nosotros mismos somos y hemos sido víctimas de la caótica confusión moral y del relajamiento de sistemas políticos que amenazan el viejo tronco de la civilización, pero por ningún motivo debemos apartarnos del camino de la cooperación internacional, porque, al fin y al cabo, sólo de ella esperan los pueblos débiles la garantía de su seguridad y el respeto de sus instituciones.

El pasado debe servirnos de escuela. De nuestra dolorosa experiencia de ayer debemos extraer una perenne lección de prudencia. No penséis que podemos descansar los dominicanos en el día séptimo de la creación de nuestra felicidad. El forjador de la Patria Nueva no ha terminado la obra, porque de sus fuerzas temperamentales y de sus aspiraciones de bien público, espera mucho todavía el común de sus conciudadanos. Todos estamos obligados a seguir el aliento de Hércules y remontar con él a las cimas de su ensoñación patriótica.

No son pocos, por otra parte, los peligros que nos rodean. No olvidemos que el pueblo dominicano está cercado de enemigos, que existe, concertada y desvelada, una constante actividad dirigida a dañarlo, a destrozar sus más íntimos entronques, a arrastrarlo por las más oscuras sendas del desorden y la anarquía, a entregarlo al dominio de pasiones y apetitos que en poco tiempo devorarían su tranquilidad y sus riquezas, sus virtudes, sus sentimientos y su fe en el porvenir. No olvidemos que sin los trabajos de Trujillo, sin su aliento constructivo, sin su inmarcesible espíritu de resistencia, sin su valor indomable y sin su confianza en sí mismo, no hubiéramos logrado soportar con éxito el ataque de un enemigo que no omite medios para colocarnos bajo la ominosa tutela del comunismo internacional.

Ante la amenaza de ese espectro, debemos mantenernos firmes sobre el escudo de nuestra propia organización interna, de nuestra propia capacidad de resistencia, atentos a la orden de mando del Capitán que con tanta sagacidad y con espíritu tan sereno nos ha conducido por los riesgosos mares en que hoy se mueven los intereses políticos de la humanidad.

Gentil Señora:

Vuestra graciosa presencia encarna la espiritualidad de este acto. El torneo está tocando a su fin y todos los qué participaron en la lucha, tanto los vencedores como, los vencidos, deben sentirse satisfechos de su esfuerzo, porque de la suma de sus empeños se beneficiará la cultura nacional.

Quisiera yo que mis palabras pudieran superar la notoria parquedad y la pobreza de mi imaginación, para convertir este discurso en un canto a las virtudes, a la belleza y a la espiritualidad de la mujer dominicana, que vos y vuestras compañeras de corte representáis en esta inolvidable velada del amor y la cultura. Pero como los dones de la fantasía no fueron nunca adorno de mi carácter ni motivo de mi pluma, prefiero callar y guardar en lo íntimo de mi alma la canción anhelada. "El silencio es la palabra de Dios" dijo con profundo sentido el insigne autor de la Vida es Sueño.

Rogad, señoras, con toda la ternura de vuestros corazones, porque el pueblo dominicano conserve para siempre las conquistas con que Trujillo ha afianzado su posición en e1 concierto de los pueblos libres.


Manuel Arturo Peña Batlle, “Política de Trujillo”, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1954, pp.  187-204.