EL FANTASMA DE LA CALLE EL CONDE
Un lunes por la tarde vieron a un hombre con armadura
por la calle 'El Conde', con el yelmo cerrado, arrastrando un pesado
baúl y espada en mano, y luego lo sintieron subir por las escaleras
de un alto edificio y encerrarse de un sólo portazo en su habitación.
Esa noche lo vieron con un traje de novia bajo el brazo, recorriendo
la calle de "Las Damas", tocando puertas y rompiendo cristales,
hollando paredes con su mazo de justas, excavando patios y cimientos,
derrumbando piedra por piedra cornisas y balcones en busca de la única
mujer que lo había amado y que lo había esperado durante
500 años para casarse.
Ya sonámbulo, lo vieron en la madrugada deambulando por el patio
de la Fortaleza y subir a la Torre y hurgar en cada celda con una vela
temblorosa en la mano y una espada gris en la otra, estocando la noche.
El martes, ya bien entrada la mañana, casi todo el mundo lo vio
atravesar el Parque y lanzar improperios frente a la estatua del Almirante
Cristóbal Colón, y luego lo oyeron mascullar una blasfemia
innombrable cuando contempló su mausoleo en la Catedral.
Atravesaba las calles a grandes zancadas, con una serenidad temeraria,
impertérrito a las bocinas de los carros, sordo a los pregones
de los venduteros de dólares y de los predicadores bíblicos,
desdeñoso de los letreros foráneos y las siglas impersonales
que aparecían en las fachadas, completamente ajeno a la multitud
que lo seguía a cierta distancia y ahora a lo largo de todo el
malecón, oyéndolo despotricar contra los hoteles, los
turistas, los carteles políticos y contra las mujeres sin pundonor
que encontraba a su paso.
Así, arrojando imprecaciones y esputos, llegó al Castillo
de San Jerónimo, y al encontrar solamente sus escombros, empezó
a golpear las piedras mohosas con su guantelete, encolerizado al comprobar
que otro imperio había tomado la ciudad.
Entonces, desquiciado y fúrico, viendo en lontananza galeones
con enseñas desconocidas, y desconsolado porque jamás
volvería a encontrar a su novia, invocó el nombre de una
morgana hambreada para que le consiguiera un corcel y nuevas armas de
honores y torneos.
Sólo tuvo que esperar segundos para verse montado en potro de
caballero, y lanza en ristre arremeter contra los altos y desnudos postes
de concreto armado que servían de tendido al alumbrado eléctrico,
vociferando obcecadamente que esos eran los enemigos de la ciudad.
Después de lancear cuatro o cinco columnas, se derrumbó
con un estruendo metálico y polvoriento, cayendo de bruces al
asfalto con todo y rocín. Inmediatamente lo rodearon, le quitaron
el yelmo y la armadura, pero no encontraron su cuerpo.
No lo pensaron dos veces para ir a su habitación de la calle
"El Conde #15". Forzaron la puerta de su domicilio aparente,
y vieron sobre una mesa de caoba sus borrosas credenciales: Generoso
Balmoral, contrabandista de rocíos en tierras de ultramar. Al
lado de varios planos y cartografías, encontraron y leyeron las
cartas de amor que se había intercambiado con su novia a lo largo
de cinco siglos. En la primera, fechada en 1498, ella le exponía
la codicia y los desafueros de los colonizadores, y en la última,
fechada en 1987, le confiaba el acoso sórdido que seguía
manteniéndole el imbatible Caballero de La Moneda.
Fue debajo de la mesa que encontraron el pesado baúl. Sólo
después de una hora, arrancando cadenas y desportillando cerrojos,
lograron levantar la tapa y hallaron en el fondo, una isla recién
cortada y de engendrada pureza, fragante de silbos. Pensaron que ese
era el regalo nupcial que traía el hombre de la armadura. Pero,
decepcionado al no encontrar vellocinos ni joyas ni talegos, decidieron
arrojar el baúl al mar.
De repente, antes de dar media vuelta, escucharon la voz de la novia
que parecía venir de su osario de musgo: "Ahora estoy cubierta
por los despojos de una estirpe indeseable, sepultada por los héroes
de la usura, conjurada en mis idilios por los cofres negros del poder,
tiranizada en mis sueños por haber trasegado a mi pecho la púrpura
armada de aquella foresta aladina que no pudo pulir sus venablos, aún
embebida de la dote de mis banderas y corales, ya baldada de tantas
gestas, desahuciada en mis limos profundos".
Nadie volvió a ver jamás al hombre de la armadura. Pero
todos comprendieron que ella, su novia, era la ciudad.