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Pedro Peix
(Santo Domingo, 20 de marzo 1952)

EL FANTASMA DE LA CALLE EL CONDE

Un lunes por la tarde vieron a un hombre con armadura por la calle 'El Conde', con el yelmo cerrado, arrastrando un pesado baúl y espada en mano, y luego lo sintieron subir por las escaleras de un alto edificio y encerrarse de un sólo portazo en su habitación.
Esa noche lo vieron con un traje de novia bajo el brazo, recorriendo la calle de "Las Damas", tocando puertas y rompiendo cristales, hollando paredes con su mazo de justas, excavando patios y cimientos, derrumbando piedra por piedra cornisas y balcones en busca de la única mujer que lo había amado y que lo había esperado durante 500 años para casarse.
Ya sonámbulo, lo vieron en la madrugada deambulando por el patio de la Fortaleza y subir a la Torre y hurgar en cada celda con una vela temblorosa en la mano y una espada gris en la otra, estocando la noche.
El martes, ya bien entrada la mañana, casi todo el mundo lo vio atravesar el Parque y lanzar improperios frente a la estatua del Almirante Cristóbal Colón, y luego lo oyeron mascullar una blasfemia innombrable cuando contempló su mausoleo en la Catedral.
Atravesaba las calles a grandes zancadas, con una serenidad temeraria, impertérrito a las bocinas de los carros, sordo a los pregones de los venduteros de dólares y de los predicadores bíblicos, desdeñoso de los letreros foráneos y las siglas impersonales que aparecían en las fachadas, completamente ajeno a la multitud que lo seguía a cierta distancia y ahora a lo largo de todo el malecón, oyéndolo despotricar contra los hoteles, los turistas, los carteles políticos y contra las mujeres sin pundonor que encontraba a su paso.
Así, arrojando imprecaciones y esputos, llegó al Castillo de San Jerónimo, y al encontrar solamente sus escombros, empezó a golpear las piedras mohosas con su guantelete, encolerizado al comprobar que otro imperio había tomado la ciudad.
Entonces, desquiciado y fúrico, viendo en lontananza galeones con enseñas desconocidas, y desconsolado porque jamás volvería a encontrar a su novia, invocó el nombre de una morgana hambreada para que le consiguiera un corcel y nuevas armas de honores y torneos.
Sólo tuvo que esperar segundos para verse montado en potro de caballero, y lanza en ristre arremeter contra los altos y desnudos postes de concreto armado que servían de tendido al alumbrado eléctrico, vociferando obcecadamente que esos eran los enemigos de la ciudad.
Después de lancear cuatro o cinco columnas, se derrumbó con un estruendo metálico y polvoriento, cayendo de bruces al asfalto con todo y rocín. Inmediatamente lo rodearon, le quitaron el yelmo y la armadura, pero no encontraron su cuerpo.
No lo pensaron dos veces para ir a su habitación de la calle "El Conde #15". Forzaron la puerta de su domicilio aparente, y vieron sobre una mesa de caoba sus borrosas credenciales: Generoso Balmoral, contrabandista de rocíos en tierras de ultramar. Al lado de varios planos y cartografías, encontraron y leyeron las cartas de amor que se había intercambiado con su novia a lo largo de cinco siglos. En la primera, fechada en 1498, ella le exponía la codicia y los desafueros de los colonizadores, y en la última, fechada en 1987, le confiaba el acoso sórdido que seguía manteniéndole el imbatible Caballero de La Moneda.
Fue debajo de la mesa que encontraron el pesado baúl. Sólo después de una hora, arrancando cadenas y desportillando cerrojos, lograron levantar la tapa y hallaron en el fondo, una isla recién cortada y de engendrada pureza, fragante de silbos. Pensaron que ese era el regalo nupcial que traía el hombre de la armadura. Pero, decepcionado al no encontrar vellocinos ni joyas ni talegos, decidieron arrojar el baúl al mar.
De repente, antes de dar media vuelta, escucharon la voz de la novia que parecía venir de su osario de musgo: "Ahora estoy cubierta por los despojos de una estirpe indeseable, sepultada por los héroes de la usura, conjurada en mis idilios por los cofres negros del poder, tiranizada en mis sueños por haber trasegado a mi pecho la púrpura armada de aquella foresta aladina que no pudo pulir sus venablos, aún embebida de la dote de mis banderas y corales, ya baldada de tantas gestas, desahuciada en mis limos profundos".
Nadie volvió a ver jamás al hombre de la armadura. Pero todos comprendieron que ella, su novia, era la ciudad.