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MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
I-Poesía de la guerra y la posguerra
Pedro Conde

POÉTICA DE LOS OCHENTA

 

En El ojo del arúspice, primer libro de José Mármol, la figura de Jano Bifronte es, paradójicamente, más relevante -en clave simbólica- que la del propio arúspice. Mármol no ve el pasado ni el futuro, pero mira hacia ellos: se sitúa en ambas orillas del tiempo y abraza la tradición. Mejor dicho: “asume la ruptura dentro de la tradición como lo aprendió Paz de Baudelaire” [1] [1]. El poeta postmoderno abraza y asume la ruptura en la tradición: es lo correcto, típico de la postmodernidad. Como punto de partida, el logro de José Mármol y otros poetas de la crisis ha sido recuperar la tradición y sus recursos. Y han recuperado, de hecho, no sólo lo que en principio les interesaba, sino incluso parte de lo que negaban. Otros, con anterioridad, trazaron el camino, y Mármol lo reconoce:

 “De aquella ebullición”, dice Mármol, refiriéndose a la asonada Pluralista de Manuel Rueda, “proviene, en buena medida, y junto a la recuperación de los aciertos expresivos de La Poesía Sorprendida, la acentuada preocupación por el lenguaje en los autores aglutinados en la expresión Generación o Promoción de los 80, la cual envuelve los autores más perseverantes de finales del decenio de los 70” [2] [2]

Esa “acentuada preocupación por el lenguaje” se había puesto de manifiesto, tangencialmene, en algunos trabajos de Enriquillo Sánchez y Radhamés Reyes-Vásquez, epígonos del sesenta, y se manifestó de manera especial en los textos surgidos al calor de la implosión pluralista. La lista de autores, tan corta como meritoria, incluye, en justicia, al infravalorado Enrique Eusebio de Consignas y subversiones, el de “Mecanógrafo de actas de difuntos”, que es uno de los mejores poemas experimentalistas de su entorno. Incluye, por supuesto, a Alexis Gómez Rosa, e incluye, sobre todo a José Enrique García y Cayo Claudio Espinal. Ellos se elevaron sobre la vocinglería de los poetas de efemérides, los poetas de choque, organizados mayormente en la Joven Poesía. Ellos tendieron el puente entre la poesía de los pioneros de los sesenta y la poesía de fin de siglo: un puente que une ambas orillas y, desde luego, las separa. Ellos rompieron y reanudaron la tradición, pero nunca se convirtieron en cuerpo doctrinario. Ese mérito corresponde a los poetas de los ochenta.

La ruptura tuvo lugar en la continuidad. Enrique Eusebio y Alexis Gómez vienen de los sesenta y rompen, primero, con ellos mismos, rompen con la estridencia de la Joven Poesía, a la cual pertenecían, y hacen su revolución en el lenguaje y con el lenguaje, al igual que los ochentistas. No rompen precisamente con los pioneros, no con Alfonseca y Del Risco, y mucho menos con Norberto James. El suave Norberto nunca incurrió en estridencias.

De manera similar, Mármol y sus coetáneos se distancian de sus predecesores vociferantes de la Joven poesía, en particular, y se distancian o pretenden distanciarse de la sociología de los sesenta en general, pero la distancia no es sociológica, como se verá, no es epocal, sino conceptual, técnica.

El punto de partida de la poética de Mármol, ha dicho Soledad Álvarez, “es el reconocimiento y la afirmación del fenómeno literario como un hecho de la lengua, del poema como objeto de pensamiento y del poeta como ‘animal simbólico’ con la única responsabilidad de llevar al máximo las propiedades estéticas del lenguaje. El poeta tiene una misión, nos dice Mármol, ‘y no precisamente una función como acusa el dislate de la sociología literaria’, concepción radicalmente opuesta a la teoría del compromiso y a otras instrumentalizadoras de la literatura.” [3]

La diferencia entre Mármol y sus predecesores radica en la conciencia del oficio, pero de ninguna manera es, asimilable al rechazo del “compromiso”. Además, “función” y “misión” son términos intercambiables y simplemente delatan la intención personal de cada autor, su idea de la poesía, no la totalidad de la poesía. Los ochentistas, con Mármol a la cabeza, si es cabeza, rechazan la subordinación de la poesía a la ideología, se niegan a rebajar la palabra al rango de instrumento de la política y el partido y tienen razón y derecho para hacerlo. Pero el poema siempre es instrumento de algo y ese algo siempre está permeado de ideología, incluyendo a un Dios que es macho y rubio. Dios es también un compromiso, y grande, más grande que la política y el partido. Lo importante, en definitiva, no es el compromiso, sino la calidad poética. Comprometerse poéticamente con Dios conlleva un enorme dispendio de energías estéticas, si se juzga por ciertos versos de Mármol, en los que “Es como el fuego Dios, cuya pasión consume”. Por cierto que consume y compromete,. tanto como el partido o el sexo. De ahí que un poema a Dios puede ser tan malo como un poema al Partido y hay ejemplos. Hay que notar, a propósito, que la poesía satánica de Pedro Eduardo Guerrero, el autor de Divino infierno, no es más mala que la poesía religiosa de cierto autor que no viene al caso mencionar.

Ahora bien, aparte de estas verdades de Perogrullo (de Pedrogrullo), ¿con qué cara rechazan el compromiso un poeta y un grupo de poetas que han hecho de Vallejo un objeto de culto? La revolución de Vallejo no se quedó en la sintáxis. La poesía de Vallejo, que es desde luego un maravilloso “hecho de lengua”, estuvo al servicio de una causa, subordinada e insubordinada a un pensamiento político, comprometida hasta los tuétanos. Vallejo evidentemente se preocupaba a través de la lengua y no sólo por la lengua. Su obra destila sociología e ideología, cuando no es pura hiel que destila: “La cólera del pobre/ tiene un aceite contra dos vinagres.” Vallejo tenía compromiso con la lengua y la revolución.

Sobrada razón tienen los ochentistas en distanciarse de la llamada Joven Poesía, no de la llamarada sociológica de los sesenta. Ésta tiene, en efecto, razón de más para sustentarse históricamente.

Los oficiantes de la Joven Poesía utilizaban y utilizan la palabra como redoblante, incluso como martillo. Experimentalistas y ochentistas la emplean como bisturí, acaso pinzas, pugnando por sacar el alma de las cosas.

Unos se quedan en la superficie del lenguaje y otros indagan en su sentido profundo, lo revierten, lo transforman, lo someten a grandes tensiones, lo subvierten.

Los estridentes de la Joven Poesía y afines perseveraron y perseveran en el panfleto burdo, en la poesía de efemérides, a base de frases chatas y huecas. Son los poetas de choque, de los que ya se dijo. En cambio los ochentistas rinden culto al lenguaje, lo sacralizan y absolutizan en ocasiones, trabajan con el lenguaje y sobre el lenguaje tratando de “imprimir (le) un máximo de tensión ludica” [4] Son poetas de oficio.

José Mármol y sus coetáneos representan su tiempo porque sufren, meditan y realizan a conciencia lo que otros aún expresan con fanfarria, con incorregible verbosidad en su fementida devoción a la palabra.

El distanciamiento, de orden conceptual, técnico, así como la conciencia del oficio, afectan sus relaciones con la Joven Poesía desde los inicios del Taller Literario César Vallejo. La sociología, en cambio, y la historia los vinculan a los pioneros de los años sesenta, remiten al drama de los sesenta, sin solución de continuidad. La mayoría no tuvo arte ni parte en el conflicto bélico, ni dió muestras de algún comportamiento heróico en la cuna, ¡qué bochorno! Y sin embargo todos, desde la tierna infancia, desde la inocencia de sus años verdes han estado expuestos al soplo del viento frío Irónicamente, los poetas de la llamada postmodernidad son auténticos depositarios de las memorias del viento frío.

René del Risco y Bermúdez no inventó El viento frío: lo describió y lo sufrió, y hasta ahí llega su responsabilidad, que es enorme (y su culpa). A partir de entonces, 1966, los jóvenes poetas dominicanos, muchos de ellos, han preservado, recuperado, recreado o reeditado a su manera esas memorias. Memorias de un viento frío que es viento de humillación y de derrota, aunque Miguel D. Mena no esté de acuerdo y me señale por “falta de imaginación” (Miguel D. Mena, Miguel D. Más, !qué importa!). Viento, pués, de humillación y frustración después de la derrota a manos de tropas yanquis. Tan sencillo como eso.

El drama de los postmodernistas sigue siendo el mismo, o cuanto menos capítulo de un mismo drama: polo de una misma dialéctica. Es un drama de orfandad, drama de desnudez. El fracaso de la contienda y de los ideales de abril nos sumergió de pronto en el viento frío. La crisis de los ochenta, con su anunciado fin de la historia y la muerte de la utopía, nos dejó el alma en pelotas.

La terrible y sesuda Soledad Álvarez, una escritora de intuiciones exuberantes, ha expresado esta idea mejor que nadie:

 “En general, la crítica de su tiempo no pudo ver en El viento frío los aspectos que aluden a la crisis de la individualidad en las sociedades modernas, y que son, justamente las que enlazan estos poemas con el discurso actual de la postmodernidad. Como en la década de los 90, el sujeto poético de El viento frío es un ser en tránsito pero sin proyectualidad, sin historia, sin otro fin que que la anécdota y el instante. Para este hombre descentrado y desencantado, huérfano de trascendencia y sólo atento al latido de su propia subjetividad, no hay vías de escape colectivas. Del Risco llamó ‘viento frío’ al fracaso de la utopía de abril. Nosotros llamamos post-modernidad a este tiempo ‘cool’ de incertidumbres y pérdidas de las utopías colectivas, pero el mal de fondo es el mimo: la apatía y el abandono ideológico a fuerza de frustración [5] .

Así pués, por razones de inmersión histórica (de las que Plinio Chaín no quiere saber), los poetas postmodernos son parientes y dolientes de la poesía de René del Risco. Deudos son, metafóricamente deudos de los pioneros de los sesenta. La herencia se ha transformado en manos de los jóvenes artesanos de los ochenta, de eso no hay duda, y, sin embargo, muchos denomidadores son comunes Los registros poéticos no son, desde luego, similares, salvo contados casos, pero coinciden en lo esencial. En la sociología coinciden. Los separan tres décadas, pero los une el desgarramiento.


[1] José Mármol, Ética del poeta, Santo Domingo, 1997, p. 71.

[2] Ibid., p. 38.

[3] Soledad älvarez, “José Mármol, la poética de pensar”, Listín Diario, 7 de junio de 1997.

[4] José Mármol, Ética del poeta, p. 13.

[5]  Soledad Álvarez, "El viento frío treinta años después”, Listín Diario, 1988.


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