POÉTICA DE
LOS OCHENTA
En El ojo
del arúspice, primer libro de José Mármol, la figura
de Jano Bifronte es, paradójicamente, más relevante -en
clave simbólica- que la del propio arúspice. Mármol no ve
el pasado ni el futuro, pero mira hacia ellos: se sitúa
en ambas orillas del tiempo y abraza la tradición. Mejor
dicho: “asume la ruptura dentro de la tradición como lo
aprendió Paz de Baudelaire” . El poeta postmoderno abraza y asume la
ruptura en la tradición: es lo correcto, típico de la postmodernidad.
Como punto de partida, el logro de José Mármol y otros poetas
de la crisis ha sido recuperar la tradición y sus recursos.
Y han recuperado, de hecho, no sólo lo que en principio
les interesaba, sino incluso parte de lo que negaban. Otros,
con anterioridad, trazaron el camino, y Mármol lo reconoce:
“De aquella ebullición”, dice Mármol, refiriéndose
a la asonada Pluralista de Manuel Rueda, “proviene, en buena
medida, y junto a la recuperación de los aciertos expresivos
de La Poesía Sorprendida, la acentuada preocupación por
el lenguaje en los autores aglutinados en la expresión Generación
o Promoción de los 80, la cual envuelve los autores más
perseverantes de finales del decenio de los 70”
Esa “acentuada
preocupación por el lenguaje” se había puesto de manifiesto,
tangencialmene, en algunos trabajos de Enriquillo Sánchez
y Radhamés Reyes-Vásquez, epígonos del sesenta, y se manifestó
de manera especial en los textos surgidos al calor de la
implosión pluralista. La lista de autores, tan corta como
meritoria, incluye, en justicia, al infravalorado Enrique
Eusebio de Consignas y subversiones, el de “Mecanógrafo
de actas de difuntos”, que es uno de los mejores poemas
experimentalistas de su entorno. Incluye, por supuesto,
a Alexis Gómez Rosa, e incluye, sobre todo a José Enrique
García y Cayo Claudio Espinal. Ellos se elevaron sobre la
vocinglería de los poetas de efemérides, los poetas de choque,
organizados mayormente en la Joven Poesía. Ellos tendieron
el puente entre la poesía de los pioneros de los sesenta
y la poesía de fin de siglo: un puente que une ambas orillas
y, desde luego, las separa. Ellos rompieron y reanudaron
la tradición, pero nunca se convirtieron en cuerpo doctrinario.
Ese mérito corresponde a los poetas de los ochenta.
La ruptura
tuvo lugar en la continuidad. Enrique Eusebio y Alexis Gómez
vienen de los sesenta y rompen, primero, con ellos mismos,
rompen con la estridencia de la Joven Poesía, a la cual
pertenecían, y hacen su revolución en el lenguaje y con
el lenguaje, al igual que los ochentistas. No rompen precisamente
con los pioneros, no con Alfonseca y Del Risco, y mucho
menos con Norberto James. El suave Norberto nunca incurrió
en estridencias.
De manera
similar, Mármol y sus coetáneos se distancian de sus predecesores
vociferantes de la Joven poesía, en particular, y se distancian
o pretenden distanciarse de la sociología de los sesenta
en general, pero la distancia no es sociológica, como se
verá, no es epocal, sino conceptual, técnica.
El punto de
partida de la poética de Mármol, ha dicho Soledad Álvarez,
“es el reconocimiento y la afirmación del fenómeno literario
como un hecho de la lengua, del poema como objeto de pensamiento
y del poeta como ‘animal simbólico’ con la única responsabilidad
de llevar al máximo las propiedades estéticas del lenguaje.
El poeta tiene una misión, nos dice Mármol, ‘y no precisamente
una función como acusa el dislate de la sociología literaria’,
concepción radicalmente opuesta a la teoría del compromiso
y a otras instrumentalizadoras de la literatura.”
La diferencia
entre Mármol y sus predecesores radica en la conciencia
del oficio, pero de ninguna manera es, asimilable al rechazo
del “compromiso”. Además, “función” y “misión” son términos
intercambiables y simplemente delatan la intención personal
de cada autor, su idea de la poesía, no la totalidad de
la poesía. Los ochentistas, con Mármol a la cabeza, si es
cabeza, rechazan la subordinación de la poesía a la ideología,
se niegan a rebajar la palabra al rango de instrumento de
la política y el partido y tienen razón y derecho para hacerlo.
Pero el poema siempre es instrumento de algo y ese algo
siempre está permeado de ideología, incluyendo a un Dios
que es macho y rubio. Dios es también un compromiso, y grande,
más grande que la política y el partido. Lo importante,
en definitiva, no es el compromiso, sino la calidad poética.
Comprometerse poéticamente con Dios conlleva un enorme dispendio
de energías estéticas, si se juzga por ciertos versos de
Mármol, en los que “Es como el fuego Dios, cuya pasión consume”.
Por cierto que consume y compromete,. tanto como el partido
o el sexo. De ahí que un poema a Dios puede ser tan malo
como un poema al Partido y hay ejemplos. Hay que notar,
a propósito, que la poesía satánica de Pedro Eduardo Guerrero,
el autor de Divino infierno, no es más mala que la
poesía religiosa de cierto autor que no viene al caso mencionar.
Ahora bien,
aparte de estas verdades de Perogrullo (de Pedrogrullo),
¿con qué cara rechazan el compromiso un poeta y un grupo
de poetas que han hecho de Vallejo un objeto de culto? La
revolución de Vallejo no se quedó en la sintáxis. La poesía
de Vallejo, que es desde luego un maravilloso “hecho de
lengua”, estuvo al servicio de una causa, subordinada e
insubordinada a un pensamiento político, comprometida hasta
los tuétanos. Vallejo evidentemente se preocupaba a través
de la lengua y no sólo por la lengua. Su obra destila sociología
e ideología, cuando no es pura hiel que destila: “La cólera
del pobre/ tiene un aceite contra dos vinagres.” Vallejo
tenía compromiso con la lengua y la revolución.
Sobrada razón
tienen los ochentistas en distanciarse de la llamada Joven
Poesía, no de la llamarada sociológica de los sesenta. Ésta
tiene, en efecto, razón de más para sustentarse históricamente.
Los oficiantes
de la Joven Poesía utilizaban y utilizan la palabra como
redoblante, incluso como martillo. Experimentalistas y ochentistas
la emplean como bisturí, acaso pinzas, pugnando por sacar
el alma de las cosas.
Unos se quedan
en la superficie del lenguaje y otros indagan en su sentido
profundo, lo revierten, lo transforman, lo someten a grandes
tensiones, lo subvierten.
Los estridentes
de la Joven Poesía y afines perseveraron y perseveran en
el panfleto burdo, en la poesía de efemérides, a base de
frases chatas y huecas. Son los poetas de choque, de los
que ya se dijo. En cambio los ochentistas rinden culto al
lenguaje, lo sacralizan y absolutizan en ocasiones, trabajan
con el lenguaje y sobre el lenguaje tratando de “imprimir
(le) un máximo de tensión ludica” Son poetas de oficio.
José Mármol
y sus coetáneos representan su tiempo porque sufren, meditan
y realizan a conciencia lo que otros aún expresan con fanfarria,
con incorregible verbosidad en su fementida devoción a la
palabra.
El distanciamiento,
de orden conceptual, técnico, así como la conciencia del
oficio, afectan sus relaciones con la Joven Poesía desde
los inicios del Taller Literario César Vallejo. La sociología,
en cambio, y la historia los vinculan a los pioneros de
los años sesenta, remiten al drama de los sesenta, sin solución
de continuidad. La mayoría no tuvo arte ni parte en el conflicto
bélico, ni dió muestras de algún comportamiento heróico
en la cuna, ¡qué bochorno! Y sin embargo todos, desde la
tierna infancia, desde la inocencia de sus años verdes han
estado expuestos al soplo del viento frío Irónicamente,
los poetas de la llamada postmodernidad son auténticos depositarios
de las memorias del viento frío.
René del Risco
y Bermúdez no inventó El viento frío: lo describió
y lo sufrió, y hasta ahí llega su responsabilidad, que es
enorme (y su culpa). A partir de entonces, 1966, los jóvenes
poetas dominicanos, muchos de ellos, han preservado, recuperado,
recreado o reeditado a su manera esas memorias. Memorias
de un viento frío que es viento de humillación y de derrota,
aunque Miguel D. Mena no esté de acuerdo y me señale por
“falta de imaginación” (Miguel D. Mena, Miguel D. Más, !qué
importa!). Viento, pués, de humillación y frustración después
de la derrota a manos de tropas yanquis. Tan sencillo como
eso.
El drama de
los postmodernistas sigue siendo el mismo, o cuanto menos
capítulo de un mismo drama: polo de una misma dialéctica.
Es un drama de orfandad, drama de desnudez. El fracaso de
la contienda y de los ideales de abril nos sumergió de pronto
en el viento frío. La crisis de los ochenta, con su anunciado
fin de la historia y la muerte de la utopía, nos dejó el
alma en pelotas.
La terrible
y sesuda Soledad Álvarez, una escritora de intuiciones exuberantes,
ha expresado esta idea mejor que nadie:
“En general, la crítica de su tiempo no pudo
ver en El viento frío los aspectos que aluden a la
crisis de la individualidad en las sociedades modernas,
y que son, justamente las que enlazan estos poemas con el
discurso actual de la postmodernidad. Como en la década
de los 90, el sujeto poético de El viento frío es
un ser en tránsito pero sin proyectualidad, sin historia,
sin otro fin que que la anécdota y el instante. Para este
hombre descentrado y desencantado, huérfano de trascendencia
y sólo atento al latido de su propia subjetividad, no hay
vías de escape colectivas. Del Risco llamó ‘viento frío’
al fracaso de la utopía de abril. Nosotros llamamos post-modernidad
a este tiempo ‘cool’ de incertidumbres y pérdidas de las
utopías colectivas, pero el mal de fondo es el mimo: la
apatía y el abandono ideológico a fuerza de frustración
.
Así pués,
por razones de inmersión histórica (de las que Plinio Chaín
no quiere saber), los poetas postmodernos son parientes
y dolientes de la poesía de René del Risco. Deudos son,
metafóricamente deudos de los pioneros de los sesenta. La
herencia se ha transformado en manos de los jóvenes artesanos
de los ochenta, de eso no hay duda, y, sin embargo, muchos
denomidadores son comunes Los registros poéticos no son,
desde luego, similares, salvo contados casos, pero coinciden
en lo esencial. En la sociología coinciden. Los separan
tres décadas, pero los une el desgarramiento.