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MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
I-Poesía de la guerra y la posguerra
Pedro Conde

LA MÁQUINA DEL CONSENSO

 

Al margen del proceso de involución política representada por el continuismo balaguerista, la década de los setenta sorprendió por la pujanza de nuevos movimientos culturales de carácter popular. El fenómeno se hizo evidente en la proliferación de clubes barriales, asociaciones, talleres y colectivos de escritores que en breve plazo cubrieron las más apartadas regiones del país, acarreando en ocasiones inquietudes artísticas insospechadas por caminos vecinales de pesadilla. El sumario de actividades de estos grupos incluía jornadas semanales de estudio y discusión, participación en charlas, recitales, agitación cultural, edición de boletines, etc. Lamentablemente, y por las mismas razones sociales que les dieron origen, la mayoría de sus integrantes se revelaron consumidores y no productores de cultura, bajos consumidores, por cierto, en el mejor de los casos, cuando no simples activistas o animadores, dado el grado de indigencia material e intelectual.  

Sin embargo, a pesar de que la importancia de estos movimientos fue más de orden cuantitativo que cualitativo, o quizás precisamente por ello, una especie de alarma se disparó  en los organismos de seguridad del estado, con consecuencias trágicas, en ocasiones, monstruosamente trágicas. Recuérdese, por ejemplo, el ya mencionado feroz asesinato de los muchachos del club Héctor J. Díaz.

El hecho es que, frente a la ampliación del margen de participación de grupos cada vez mayores y conspicuos de artistas y escritores, el sistema activó mecanismos más o menos sofisticados tendentes a recuperar, integrar o canalizar por otras vías la disidencia social, substrayéndola del contexto popular en la medida de lo posible. El sucedáneo de la política balaguerista de exterminio y aislamiento de los movimientos de masa, que, como se dijo anteriormente, incluyó la difusión del sistema universal de la droga en el país, creó también las condiciones para el surgimiento de poetas que encarnaban ideas contrarias a los postulados revolucionarios y democráticos en general. Los efectos colaterales de está política se manifestaron en la reducción del grado de disponibilidad de numerosos exponentes de las artes y las letras. Voces que en otra época se levantaban a favor de ideas avanzadas, fueron reducidas al silencio y a la obediencia, o fueron simplemente seducidas por el poder, cuando no se vendieron en cuerpo y alma. Así, mientras el consulado norteamericano concedía visas a granel, miles de visas, para aligerar la presión de una juventud que optaba entre el inconformismo o la diáspora, la Gulf and Western abrió un espacio llamado Ciudad de los Artistas, en La Romana, para reeducar a pintores que pudieron haber acompañado a Silvano Lora en las jornadas de los sesenta. Por otra parte, los gobiernos de la esperanza perredeista, entre 1978 y 1986, se apuntaron sus éxitos reacomodando a figuras consagradas de la cultura en posiciones burocráticas, acomodaticias, cuando no abiertamente de derechas. La más evidente, paradójica y realizada tentativa de asimilación del mordente revolucionario de un escritor fue la infeliz resolución de una cámara de diputados que tituló Poeta Nacional a Pedro Mir Valentín. Fue un despropósito en materia de legislación estética y una ironía, sin duda, un sarcasmo, ya que la obra de Pedro Mir recoge el grito de campesinos sin tierra que rara vez han recibido muestras de simpatía concreta por parte de los legisladores. Lo peor, sin embargo, no fue la concesión del título sino su aceptación. Desde ese momento ingresó oficialmente el poeta al rebaño, al predio de las buenas conciencias. Poeta nacional titulado, poeta domesticado, poeta de lujo. Poeta nacional por encima de Manuel del Cabral, por ejemplo, y muchos otros, que al parecer no lo eran, a pesar de la mayor solidez y raigambre de sus obras.

Los mecanismos de integración del sistema adoptan, ocasionalmente, como se ha visto, una apariencia inocente, o por lo menos inofensiva, más no por eso carente de una sutil eficacia. Para los fines de lugar, concursos artísticos y literarios, por ejemplo, premios, homenajes y todo tipo de reconocimiento con carácter de oficialidad se apoyan y se complementan, fomentando el conformismo, la mediocridad, el arribismo, la codicia,  y son propicios a chismes y componendas, aparte de que se prestan para expresar favores políticos. La proliferación de premios y reconocimientos al ejercicio artístico y literario distorsiona más bien o corrompe la esencia cultural, de ninguna manera la impulsa o la promueve. Premios y reconocimientos de carácter mercurial se desdoblan y degradan en símbolos de dudoso prestigio social cuyo valor es meramente honorífico y pecuniario, y poco o nada tienen que ver con la literatura o el arte. Premios y reconocimientos, en cuanto certificados de calidad oficial y aliciente económico recompensan al escritor de estos lares como ente no productivo, marginal. Por un minuto se lo saca del aislamiento que padece como ave rara, se lo integra y se lo deposita como ejemplo. En la cultura del subdesarrollo, todo premio literario es un premio de consolación, Tanto así que en la mayoría de los casos ni siquiera se contempla la publicación de la obra. Su importancia reside en su carácter de regulador y glorificador social. De hecho, todo premio se perfila, desde su nacimiento, como golosina que el sistema otorga al conformismo: especie de certificado de buena conducta, agasajo a la conciencia tranquila, nunca –o raras veces- a la inquietud rebelde.  Por eso los premios se manejan de manera tramposa. El premio literario es el paliativo, la respuesta fácil e irresponsable al decaimiento de la cultura, a la disminución del círculo de lectores. En lugar de invertir en educación, que es la base del desarrollo cultural, se amplía la cobertura de los premios. En lugar de subvencionar los libros, que cada vez más se convierten en artículos de lujo, se derrochan sumas millonarias en la celebración de Ferias del libro que sólo benefician a los libreros.

A la iniciativa oficial, y con muestras de gran interés, se suma muchas veces el sector privado. Así, aparte de los codiciados y desacreditados  Premios Anuales –una dádiva que la Secretaría de Educación otorga a la mediocridad- se han establecido varios concursos artísticos y literarios financiados por universidades, bancos, industrias y fundaciones que ofrecen incentivos similares o aún más jugosos que los del sector estatal. Entre ellos merecen especial recordación los muy mentados y ya desaparecidos Premios Siboney, coto cerrado de una firma licorera que durante los años finales de la década de los setenta se dio el lujo de “servir a la cultura”. Y la sirvió, por cierto, con resultados dispares. En la mayoría de los casos los galardones concedidos por la firma fueron un justo reconocimiento al mérito. En otros, sin embargo, parecían fruto de las deliberaciones de un jurado en estado de embriaguez. Nada excepcional, en fin, tratándose de galardones de una industria orientada al culto de Baco.

Con honrosas excepciones, los jurados de los premios estatales y privados no admiten voces disidentes, y las instancias de compadreo y amiguismo se elevan a grado tal que muchas premiaciones son el producto de arreglos, intercambios, soborno, tráfico de influencias y conciliábulos en general. A decir verdad, premios y reconocimientos artísticos y literarios representan en la actualidad poca cosa, como no sea compadreo y amiguismo, a veces compadreo y amiguismo de alturas. Por ejemplo, en 1990, el jefe del estado instituyó un suculento Premio Nacional de Literatura que anualmente concedían la ex Secretaría de Estado de Educación y la Fundación Corripio. Coincidencialmente, la primera entrega recayó graciosamente en la persona del jefe del estado y en la persona de un ex jefe de estado: Joaquín Balaguer y Juan Bosch. La suspicacia puede ser infundada, pero todo parece indicar que el veredicto se produjo atendiendo a razones de jerarquía, o simplemente tomando en cuenta las iniciales

Sea dicho de inmediato que en cuanto al segundo agraciado no hay nada que objetar. Se trata de un ensayista y cuentista de primer orden, cuya labor, durante más de cincuenta años ganó prestigio para las letras nacionales. Puerto Rico, Cuba y Venezuela le son deudoras por obras como Hostos, el sembrador, Cuba, la isla fascinante, El Napoleón de las guerrillas y Bolívar y la guerra social.

Del primero hay que decir que es escritor, poeta y gobernante –o mejor dicho, al revés- de inspiración y estilo decimonónicos. Su lugar en la historia de la cultura está junto a Peña Batlle, como ideólogo del trujillismo. En este aspecto representa lo máximo. Si el premio le hubiese sido otorgado por ese concepto estaría más que justificado. Pero nadie –sino un cortesano de oficio- puede mostrar méritos literarios en la obra de Balaguer. Es una obra envarillada, literalmente, como su propia obra de gobierno, una obra hipócrita y cosmética, especie de pantalla en la que aparece la imagen de un hombre que se sitúa por encima de la podredumbre que ha sido su fuente de poder. Con él no había cuentas pendientes en materia de literatura. Sus cuentas son con la historia. Reconocimientos y premios le vienen de esa misma fuente de poder, el mismo que ha ejercido casi toda la vida. Es el país podrido el que le rinde homenaje, oligarcas y sicofantes. Es así que, en el colmo de la desvergüenza y el sarcasmo, la cámara baja –muy baja- le otorga el título de Padre de la Democracia. ¡Padre de la democracia, y no de la corrupción, al siete veces fraudulento presidente de la república! Pero las demostraciones de adulación, bajeza y servilismo no terminan ahí. La última aberración de la cámara, en términos de legislación estética, fue la institución de un premio literario que se honra con el nombre del Padre de la Democracia, la figura más abominable de nuestra historia, amén de poetastro.

Joaquín Balaguer Ricardo, deshonra de la política, ahora también es deshonra de las letras.


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