LA MÁQUINA DEL CONSENSO
Al margen del proceso de involución política representada
por el continuismo balaguerista, la década de los setenta
sorprendió por la pujanza de nuevos movimientos culturales
de carácter popular. El fenómeno se hizo evidente en la proliferación
de clubes barriales, asociaciones, talleres y colectivos de
escritores que en breve plazo cubrieron las más apartadas
regiones del país, acarreando en ocasiones inquietudes artísticas
insospechadas por caminos vecinales de pesadilla. El sumario
de actividades de estos grupos incluía jornadas semanales
de estudio y discusión, participación en charlas, recitales,
agitación cultural, edición de boletines, etc. Lamentablemente,
y por las mismas razones sociales que les dieron origen, la
mayoría de sus integrantes se revelaron consumidores y no
productores de cultura, bajos consumidores, por cierto, en
el mejor de los casos, cuando no simples activistas o animadores,
dado el grado de indigencia material e intelectual.
Sin embargo, a pesar de que la importancia de estos
movimientos fue más de orden cuantitativo que cualitativo,
o quizás precisamente por ello, una especie de alarma se disparó en los organismos de seguridad del estado,
con consecuencias trágicas, en ocasiones, monstruosamente
trágicas. Recuérdese, por ejemplo, el ya mencionado feroz
asesinato de los muchachos del club Héctor J. Díaz.
El hecho es que, frente a la ampliación del margen
de participación de grupos cada vez mayores y conspicuos de
artistas y escritores, el sistema activó mecanismos más o
menos sofisticados tendentes a recuperar, integrar o canalizar
por otras vías la disidencia social, substrayéndola del contexto
popular en la medida de lo posible. El sucedáneo de la política
balaguerista de exterminio y aislamiento de los movimientos
de masa, que, como se dijo anteriormente, incluyó la difusión
del sistema universal de la droga en el país, creó también
las condiciones para el surgimiento de poetas que encarnaban
ideas contrarias a los postulados revolucionarios y democráticos
en general. Los efectos colaterales de está política se manifestaron
en la reducción del grado de disponibilidad de numerosos exponentes
de las artes y las letras. Voces que en otra época se levantaban
a favor de ideas avanzadas, fueron reducidas al silencio y
a la obediencia, o fueron simplemente seducidas por el poder,
cuando no se vendieron en cuerpo y alma. Así, mientras el
consulado norteamericano concedía visas a granel, miles de
visas, para aligerar la presión de una juventud que optaba
entre el inconformismo o la diáspora, la Gulf and Western
abrió un espacio llamado Ciudad de los Artistas, en La Romana,
para reeducar a pintores que pudieron haber acompañado a Silvano
Lora en las jornadas de los sesenta. Por otra parte, los gobiernos
de la esperanza perredeista, entre 1978 y 1986, se apuntaron
sus éxitos reacomodando a figuras consagradas de la cultura
en posiciones burocráticas, acomodaticias, cuando no abiertamente
de derechas. La más evidente, paradójica y realizada tentativa
de asimilación del mordente revolucionario de un escritor
fue la infeliz resolución de una cámara de diputados que tituló
Poeta Nacional a Pedro Mir Valentín. Fue un despropósito en
materia de legislación estética y una ironía, sin duda, un
sarcasmo, ya que la obra de Pedro Mir recoge el grito de campesinos
sin tierra que rara vez han recibido muestras de simpatía
concreta por parte de los legisladores. Lo peor, sin embargo,
no fue la concesión del título sino su aceptación. Desde ese
momento ingresó oficialmente el poeta al rebaño, al predio
de las buenas conciencias. Poeta nacional titulado, poeta
domesticado, poeta de lujo. Poeta nacional por encima de Manuel
del Cabral, por ejemplo, y muchos otros, que al parecer no
lo eran, a pesar de la mayor solidez y raigambre de sus obras.
Los mecanismos de integración del sistema adoptan,
ocasionalmente, como se ha visto, una apariencia inocente,
o por lo menos inofensiva, más no por eso carente de una sutil
eficacia. Para los fines de lugar, concursos artísticos y
literarios, por ejemplo, premios, homenajes y todo tipo de
reconocimiento con carácter de oficialidad se apoyan y se
complementan, fomentando el conformismo, la mediocridad, el
arribismo, la codicia, y
son propicios a chismes y componendas, aparte de que se prestan
para expresar favores políticos. La proliferación de premios
y reconocimientos al ejercicio artístico y literario distorsiona
más bien o corrompe la esencia cultural, de ninguna manera
la impulsa o la promueve. Premios y reconocimientos de carácter
mercurial se desdoblan y degradan en símbolos de dudoso prestigio
social cuyo valor es meramente honorífico y pecuniario, y
poco o nada tienen que ver con la literatura o el arte. Premios
y reconocimientos, en cuanto certificados de calidad oficial
y aliciente económico recompensan al escritor de estos lares
como ente no productivo, marginal. Por un minuto se lo saca
del aislamiento que padece como ave rara, se lo integra y
se lo deposita como ejemplo. En la cultura del subdesarrollo,
todo premio literario es un premio de consolación, Tanto así
que en la mayoría de los casos ni siquiera se contempla la
publicación de la obra. Su importancia reside en su carácter
de regulador y glorificador social. De hecho, todo premio
se perfila, desde su nacimiento, como golosina que el sistema
otorga al conformismo: especie de certificado de buena conducta,
agasajo a la conciencia tranquila, nunca –o raras veces- a
la inquietud rebelde. Por eso los premios se manejan de manera tramposa.
El premio literario es el paliativo, la respuesta fácil e
irresponsable al decaimiento de la cultura, a la disminución
del círculo de lectores. En lugar de invertir en educación,
que es la base del desarrollo cultural, se amplía la cobertura
de los premios. En lugar de subvencionar los libros, que cada
vez más se convierten en artículos de lujo, se derrochan sumas
millonarias en la celebración de Ferias del libro que sólo
benefician a los libreros.
A la iniciativa oficial, y con muestras de gran interés,
se suma muchas veces el sector privado. Así, aparte de los
codiciados y desacreditados
Premios Anuales –una dádiva que la Secretaría de Educación
otorga a la mediocridad- se han establecido varios concursos
artísticos y literarios financiados por universidades, bancos,
industrias y fundaciones que ofrecen incentivos similares
o aún más jugosos que los del sector estatal. Entre ellos
merecen especial recordación los muy mentados y ya desaparecidos
Premios Siboney, coto cerrado de una firma licorera que durante
los años finales de la década de los setenta se dio el lujo
de “servir a la cultura”. Y la sirvió, por cierto, con resultados
dispares. En la mayoría de los casos los galardones concedidos
por la firma fueron un justo reconocimiento al mérito. En
otros, sin embargo, parecían fruto de las deliberaciones de
un jurado en estado de embriaguez. Nada excepcional, en fin,
tratándose de galardones de una industria orientada al culto
de Baco.
Con honrosas excepciones, los jurados de los premios
estatales y privados no admiten voces disidentes, y las instancias
de compadreo y amiguismo se elevan a grado tal que muchas
premiaciones son el producto de arreglos, intercambios, soborno,
tráfico de influencias y conciliábulos en general. A decir
verdad, premios y reconocimientos artísticos y literarios
representan en la actualidad poca cosa, como no sea compadreo
y amiguismo, a veces compadreo y amiguismo de alturas. Por
ejemplo, en 1990, el jefe del estado instituyó un suculento
Premio Nacional de Literatura que anualmente concedían la
ex Secretaría de Estado de Educación y la Fundación Corripio.
Coincidencialmente, la primera entrega recayó graciosamente
en la persona del jefe del estado y en la persona de un ex
jefe de estado: Joaquín Balaguer y Juan Bosch. La suspicacia
puede ser infundada, pero todo parece indicar que el veredicto
se produjo atendiendo a razones de jerarquía, o simplemente
tomando en cuenta las iniciales
Sea dicho de inmediato que en cuanto al segundo agraciado
no hay nada que objetar. Se trata de un ensayista y cuentista
de primer orden, cuya labor, durante más de cincuenta años
ganó prestigio para las letras nacionales. Puerto Rico, Cuba
y Venezuela le son deudoras por obras como Hostos, el sembrador,
Cuba, la isla fascinante, El Napoleón de las guerrillas
y Bolívar y la guerra social.
Del primero hay que decir que es escritor, poeta y
gobernante –o mejor dicho, al revés- de inspiración y estilo
decimonónicos. Su lugar en la historia de la cultura está
junto a Peña Batlle, como ideólogo del trujillismo. En este
aspecto representa lo máximo. Si el premio le hubiese sido
otorgado por ese concepto estaría más que justificado. Pero
nadie –sino un cortesano de oficio- puede mostrar méritos
literarios en la obra de Balaguer. Es una obra envarillada,
literalmente, como su propia obra de gobierno, una obra hipócrita
y cosmética, especie de pantalla en la que aparece la imagen
de un hombre que se sitúa por encima de la podredumbre que
ha sido su fuente de poder. Con él no había cuentas pendientes
en materia de literatura. Sus cuentas son con la historia.
Reconocimientos y premios le vienen de esa misma fuente de
poder, el mismo que ha ejercido casi toda la vida. Es el país
podrido el que le rinde homenaje, oligarcas y sicofantes.
Es así que, en el colmo de la desvergüenza y el sarcasmo,
la cámara baja –muy baja- le otorga el título de Padre de
la Democracia. ¡Padre de la democracia, y no de la corrupción,
al siete veces fraudulento presidente de la república! Pero
las demostraciones de adulación, bajeza y servilismo no terminan
ahí. La última aberración de la cámara, en términos de legislación
estética, fue la institución de un premio literario que se
honra con el nombre del Padre de la Democracia, la figura
más abominable de nuestra historia, amén de poetastro.
Joaquín Balaguer Ricardo, deshonra de la política,
ahora también es deshonra de las letras.