MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
I-Poesía de la guerra y la
posguerra
Pedro Conde
LA VERTIENTE EXPERIMENTALISTA
Una influencia similar a la
ejercida por el pluralismo se dejó sentir a partir del “Foro internacional
de joven poesía”, celebrado en 1975 en el país con participación
de figuras latinoamericanas de discreto relieve. En el mismo evento
se abrió una brecha interesante en el ambiente cultural criollo al propiciar
la proyección y ejecución de poesía visual, concretista y, en definitiva
vanguardista, como, por ejemplo, Iconos y transparencias
de un dominicano de la diáspora: Edgar Paiewonski Conde. La realización de las ferias del libro contribuyeron
por igual a la difusión de los concretismos del grupo brasileño
Noigandres y los poemas de Haroldo de Campo, que tuvieron cierto
nivel de incidencia no sólo entre los poetas residentes en el país,
sino también entre los que hacían y hacen su trabajo poético en
los Estados Unidos. Entre ellos, y aparte del ya mencionado: Carlos
Rodríguez y Sherazada Vicioso, la autora de Viaje desde el agua
(1981).
Muy saludable para nuestras
letras –así sea por las polémicas y contradicciones a que ha dado
lugar- fue la divulgación de las ideas estéticas del grupo francés
Tel Quel y Henric Meschonnic, a través de las intervenciones públicas
y los numerosos artículos de Diógenes Céspedes. Lo mismo puede decirse
de la publicación de textos de algunos poetas latinoamericanos como
Iván Silén y Rafael Catalá en la colección poética Luna Cabeza
Caliente que dirigía Alexis Gómez. Estos últimos influyeron,
sin lugar a dudas, en miembros de las últimas promociones, como
es el caso de Dionisio de Jesús y Plinio Chaín, quienes suman a
sus registros poéticos las búsquedas experimentalistas.
La importancia de la producción
poética posterior a estos fenómenos se expresó en términos de calidad
y, sobre todo, en términos de cantidad. Muchos ignoraron o pretendieron
ignorar el fenómeno –la brecha recién abierta por el empuje de la
corriente experimentalista- y siguieron fieles a la anterior práctica
literaria, pero la ruptura ya estaba planteada, era un hecho irreversible.
El “Foro internacional de joven
poesía” –que fue en parte un intento de contrarrestar la tormenta
pluralista- acusó un efecto boomerang volviéndose contra algunos
de sus organizadores al confirmar – como se vio- un espacio para
los registros poéticos inclinados al experimentalismo y su acápite
pluralista. Enésima demostración de que la literatura y los literatos
de abril habían cumplido ya su ciclo histórico.
Ahora bien, la ruptura, en
lo que atañe al pluralismo, se operaba a escala epidérmica, superficial.
Era la ruptura vacilona del gran vacilador y maestro Manuel Rueda,
quizás el temperamento artístico más completo, creativo y devastador
de su época. En otros casos, la ruptura del signo, de los signos,
no era ruptura de los vínculos, no de las raíces históricas comunes
a toda la literatura del momento. Fue algunas veces una renovación,
no siempre una claudicación, un cese al fuego, a lo sumo, pero no
siempre una renuncia, no siempre una entrada a la torre de marfil,
no siempre un abandono, un adiós a las armas. Más de un poeta comprometido
renovó su compromiso renovando su arte con el nuevo signo de los
tiempos.
La utopía de los vínculos,
precisamente, el sentimiento histórico de las raíces comunes se
tradujo de inmediato en la producción de obras de incuestionable
importancia. Varios “discípulos” de la escuela experimental
evolucionaron por cuenta propia y superaron, de hecho, al
maestro inimitable, el cual se quedó por las ramas, escandalizando,
mientras otros profundizaban.
En la órbita del escándalo se inscribe Apolinar Núñez -un miembro
de la avanzada pluralista- con su libro de Poemas decididamente
fuñones (1972). Más importante, quizás, fue la labor desplegada
por Luis Manuel Ledesma, otro de los integrantes –y teórico- del
pluralismo. Ledesma fue una especie de meteoro que dejó ciertas
huellas, antes de perderse en la diáspora. De él quedan
poemas sueltos, no carentes de importancia, y un libro inédito,
Facturas y otros papeles, premiado en un concurso del vespertino La
Noticia.
Uno de los textos representativos
de este período es Consignas & sub-versiones (1980),
de Enrique Eusebio, el macabro “Mecanógrafo de actas de difunto”.
Enrique Eusebio, una eminencia gris en sentido figurado, no proviene
de las filas del pluralismo, es un opositor irreductible. Ya desde
el prólogo de su libro declara su deuda con Octavio Paz y los formalistas
rusos, y partir de uno y otros deduce su propio sistema de escritura
libre. Su obra lo sitúa – entre nosotros- como autor de algunas
de las piezas más logradas en su género.
Alexis Gómez Rosa fue uno
de los primeros –entre los jóvenes- que se inició en esta práctica
experimental, y el más perseverante, sin duda, y el más copioso
y abundante. Gómez Rosa presentó, en efecto, una exposición de poesía
concreta en Casa de Teatro en 1975, que luego publicó
en la revista ¡Ahora! con
el título de Pluróscopo (1976). Oficio de post muerte
fue editado en el país en 1977, pero hay una edición anterior de
1973, la edición neoyorquina. El resto de su obra no hace más que
confirmar su itinerario, su apego a registros experimentales fonéticos, sobre
todo, no espaciales. Ahí tenemos, por ejemplo, High Quality Ltd
(1985), Contra la pluma la espuma (1990), una edición bicéfala,
de doble cara y doble título. Ahí tenemos a New York Ciy en tránsito
de pie quebrado (1993), Si Dios quiere y otros versos por
encargo (1997), Self service poems (2000) y ahí
tenemos, finalmente, la edición artesanal de Adagio cornuto
(2001). Este último, que es, al parecer, su libro favorito, data
de 1993 y ya había sido publicado en el primer cuerpo del volumen
Self service poems. Es un libro clave. Es un libro cuya importancia
está quizás destinada a crecer con el tiempo y el escándalo, y por
razones no estrictamente literarias. Es un libro que
algún día será, quizás, un punto de referencia obligatorio,
un antes y un después, un hito, una bandera de lucha de minorías
marginadas, una proclama, un punto de partida, y de llegada. Pero
es también un libro que difícilmente podrá ser leído –y con razón-
sin prejuicios. Por eso la crítica mojigata no se ha atrevido hasta
ahora a develar sus claves. Adagio cornuto, un texto autobiográfico
sin más –un texto negro, negrísimo
y maldito-, es de muchas maneras una especie de manifiesto
bisexual. El poeta describe con lujo de detalles su conversión en
“la otra”, su metamorfosis sexual/existencial, su transformación
de capullo en oruga, de oruga en (mari)posa. Para escribir una obra
semejante hace falta la misma dosis de valor que de impudicia.
Algunos de los más importantes
autores de la época (entre los cuales hay, por lo menos, dos abstemios)
fueron lanzados al estrellato por una desaparecida firma licorera
que instituyó los Premios Siboney. Rara vez, en nuestro país, los
premios literarios se corresponden con la calidad de la obra. En
este caso se trata, evidentemente de una excepción excepcional.
No fue un simple equívoco, un desacierto que se convirtió en acierto
por compensación de errores, y mucho menos un tiro loco que dio
en el blanco por casualidad...varias veces seguidas. Por el contrario,
cabe la posibilidad de reconocerle méritos al jurado, el cual estuvo
integrado por Máximo Avilés Blonda, Freddy Gatón Arce y Manuel Rueda.
El primer agraciado fue Cayo
Claudio Espinal, ganador del Premio Siboney de Poesía 1978 con Banquetes
de aflicción (1989). Cayo Claudio es discípulo de Rueda, el
más aventajado sin duda (tanto o más que el maestro), y en su libro
ensaya y recrea variadas técnicas del pluralismo. Es decir, combinación
de colores y colorines, círculos y caleidoscopios de palabras, composición
y descomposición de signos, explosiones tipográficas que no conducen
a ninguna parte, no producen sentido ni producen mayor efecto, salvo
deslumbramiento y desconcierto. Ahora bien, al margen de malabarismos
tipográficos y pirotecnia verbal, Cayo Claudio Espinal es dueño
de una obra de densidad poética excepcional que se pone de manifiesto
en casi todos sus textos. Y se pone de manifiesto, sobre todo, en
el asombroso poema que dedica a José Contreras, un texto de consagración,
uno entre otros. Su obra posterior, La utopía de los vínculos
(1982), confirma la calidad de su poesía iniciática.
José Enrique García fue el
ganador del Premio Siboney de Poesía 1979 con El fabulador
(1980), una obra de aliento whitmaniano, cósmico y plural, nacida
“desde un lirismo pensante, silencioso, nutrido de meditaciones
interiores”. José Enrique es un poeta finísimo con un sentido
preciso del oficio. El oficio del poeta es el oficio de fabular,
lo sabe desde niño y lo practica: “alguien tenía que ser dijo la
multitud/ uno bastaba y ese era yo de cuerpo entero”. En su registro
poético no hay mucho espacio para malabarismos espaciales y colorísticos.
“El poeta no se rige por el fluir del pensamiento ni por la jerarquía
de las imágenes y metáforas, sino por su contexto lingüístico. Se
trata de un ritmo fonético, cuyo escabel son la cantidad, la acumulación
y la organización de las grandes unidades, conforme agrupamientos
que se alternan en todo el poema. Es el mismo procedimiento que
percibimos en algunos poemas pluralistas e incluso anteriores de
Manuel Rueda, y prácticamente en toda la obra de Gatón Arce a partir
de los años sesenta y en la poética de Cayo Claudio Espinal”.
El Premio Siboney de Poesía
1980 recayó en la obra De puño y letra (1981) de Manuel Marcano
Sánchez. Toda una revelación. Marcano es un poeta para el que la
poesía es reinvención y revolución de la sintaxis, puro juego de
palabras, sentido lúdico del oficio. En De puño y letra hay
un desborde de imágenes y conceptos estimabilísimos. El humor y
el ingenio como tabla de salvación frente a la “Mierda de vida que
arropa su vergüenza”. Marcano se sitúa bien cerca de Vallejo (un
Vallejo bien asimilado) y de Miguel Hernández, y del sentimiento
de la muerte que fue común a ambos. Impresionante, en este sentido
es el poema “Se vuelve a la tierra”, donde habla de la madre, “único
pergamino de mi tomo solo/ esquela prevista pena celeste pobre algodón”.
Es el poema de la madre que se muere, un cante jondo de duras reflexiones:
“Que esa almohada para mi sueño/ pájaro para mi verso Que esa/ rama
para mi río esta atolondrada fertilidad parida/ sea una ausente
carne que se muere/ lo pienso y/ no lo puedo creer”.
Igualmente notables son sus giros idiomáticos, sus audacias
verbales y sus recursos en general. Hay en su poesía verdaderos
hallazgos poéticos, textos que no desmerecen en relación con los
de sus maestros. Vale la pena escucharlo cuando habla del “falso
oficio de tender las palabras”, de su tristeza surrealista con los
“testículos herniados”, del “rostro mío aprendido en los espejos”
o bien cuando se inventa que un “puño levanta infinito su corazón
y piensa”. Por momentos su poesía se adelgaza como “las huellas
de las gaviotas” de Neruda y se hace un tanto etérea: “Tú a lo lejos
te asemejas a octubre”.
(Otro afortunado, Juan Carlos
Mieses, fue galardonado en dos ocasiones con el premio de marras,
la primera por Urbi et orbi en 1983 y la segunda por Flagelum
Dei en 1985. Ya en este punto la duda se abre paso. Uno se pregunta
si en esa época faltaban poetas o sobraban premios o bien si la
obra de Mieses reúne tantos méritos. Títulos en latín, “saga de
las correrías” de Atila, “leyendas exóticas”, “fantasías orientales”.
Lo poco que puede apreciarse es que el autor tiene escaso contacto
con su medio. Algo similar ocurre con Manuel García Cartagena, ganador
del Premio Siboney 1984 con Palabra, un texto místico, de
acento bíblico. Cartagena, sin embargo se ha diferenciado en otras
facetas del oficio, y, en opinión de Gómez Rosa, “ha iniciado una
obra híbrida verdaderamente atractiva, en la que alterna el mundo
del rock, el budismo zen y la preocupación por el lenguaje situándose
a la cabeza de esta desafiante tendencia.”).
Uno de los fenómenos más originales
y refrescantes de esos tiempos de cambios y transformaciones violentas
en el quehacer poético fue el surgimiento del colectivo Y punto..,
integrado por figuras vinculadas en su mayoría a la publicidad y
a las artes gráficas. De acuerdo con Alexis Gómez, a partir
de la irrupción de este grupo “la publicidad cede sus armas a la
poesía, creándose la tendencia que el novelista y poeta Marcio Veloz
Maggiolo denomina poesía publicitante.” Lo cierto es que el colectivo Y punto... editó
irregularmente durante cierto tiempo un Nosdalaganario de
literatura en el cual, por supuesto, el humor, la provocación, la
irreverencia campeaban por sus fueros. Tomás Castro sobresale en
este contexto por avieso y travieso, es un iconoclasta, un desacralizador.
Su primer libro, Amor a quemarropa (1984) fue un best seller
que vendió tres ediciones en un año. Según Manuel Rueda, la obra
de Tomás Castro “trae una voz nueva a la joven poesía dominicana
donde se explotan con finura y plasticidad los refinamientos del
sexo y del humor, a medio camino entre el antipoema y el epigrama.” Es la obra satírica de un poeta satírico, un
sátiro con cara de sátiro. En el mismo sentido se orientan sus libros
posteriores, especialmente el segundo, Entrega inmediata y otros
incendios 1985), Entre la espada y el espejo (1986),
Vuelta al Cantar de los cantares (1986), Bodas de tinta
(1987) y finalmente Epigramas del encubrimiento de América (1992). Son libros que hablan y se confiesan
y se confirman desde el título como burla y parodia, aunque también
un poco se repiten. Quizás le urge al poeta renovar su vena lírica.
Los dos más típicos representantes
de la poesía publicitante de la que se habló más arriba son
Pedro Pablo Fernández (o pedropablofernández o PPF, como suele firmarse)
y el altísimo cronopio René Rodríguez Soriano, un cortaziano devoto.
“Sus textos –dice Gómez Rosa- se inscriben en una textura de unidad
rítmica que procede del marketing o se da como resultado de observar
los cambios poéticos de la modernidad.”
Pedro Pablo Fernández es un
solitario, un malcriado, un individualista rebelde, irreverente,
que no comulga en capilla ajena, y sobre todo un provocador, un
descomponedor del orden que establecen las palabras (que es también
un poco el orden establecido). Tiene, por eso, el ojo clínico, una
mirada ácida, un humor vitriólico (“humor exacerbado en humor negro”
dice el Gómez), y un talento natural -o quizás innatural- para revertir
lugares comunes y gastarse
bromas macabras En “Autosemblanza”
se describe, con toda propiedad, como “poeta marxdito/ cocacólico;
nudista,/ pepsimista,/ católico/ apostólico/ y rockmano”. Por definirse,
se define como “el espermatozoide/ y su guarismo,/ la sal y su ortopedia,/
la brisa calva, el bosque en muletas.” O bien “el cigarrillo/ que
suicida en el humo”.
La edición de sus libros corre
un poco pareja con su carrera de
misántropo. Por Alexis Gómez sabemos que el poemario Cundeamor
(1993) apareció en “Edición fotocopiada y de vigilada circulación.”
Según Alexis Gómez esta “Es la respuesta de Pedro Pablo Fernández
a la imposibilidad de publicación comercial y ausencia de editoras.
Es también el rechazo a la manipulación de los concursos literarios:
la otra forma de publicar en Santo Domingo.” La obra de muchos autores, la mayoría, circula
en el anonimato, pero la obra de PPF circula, si es que circula,
en la clandestinidad. Y con razón. Todo poeta se parece a su poesía,
de la misma manera que la crítica debe parecerse al poeta (meterse
en el traje del poeta). Si un título como Fragmentaciones
(1981) revela su vena explosiva, Presencia y monólogo (1983)
lo retrata en una intimidad sosegada. Sístole y diástole (1986)
expresaría, a priori, un desgarramiento digno de cuidados intensivos.
Pop-emas rockmánticos (1986) habla, sin duda, de su naturaleza
efervescente.
René Rodríguez Soriano, narrador
y poeta, se dio a conocer con unos poemarios que de inmediato llamaron
la atención por sus títulos kilométricos, extravagantes, fuera de
serie. Uno de ellos, el segundo y el más audaz, parece más bien
una especie de trabalenguas, un reto al lector más diestro. Se trata
de Textos destetados a destiempo con sabor de tiempo y de canción
(1979). Anteriormente había publicado Raíces con dos comienzos y un final
(1977), y luego Canciones rosa para una niña gris metal (1983)
y Muestra gratis (1986). Hay desafío, experimentación y provocación
desde los títulos, humor y nostalgia desde los títulos. Sí, la nostalgia,
el desafío, el humor van de la mano en los versos de este muchacho
grande y manso que a pesar de su juventud llegó a la poesía “lleno
de otoño y perchas con los ángulos sordos”, el mismo que en sus
momentos de crisis (que al parecer son muchos) “se asila sin tiempo
en los patios/ de la infancia” y habla de una mujer que “te mira
a los ojos con dos llagas profundas/ azules y distantes”. En la
obra de Rodríguez Soriano abunda la expresión coloquial, dadá, surrealista,
la imagen insólita, a veces deslumbrante. No hay que sorprenderse
si en uno de sus textos aparece de pronto “una libélula enjundiosa,
acatarrada y desnuda”, o una composición “Freudiana con llovizna
y alcanfor”. Pero aparte de sus arrebatos líricos de tono mayor,
hay momentos íntimos casi místicos en su poesía, especies de susurros,
momentos en que el poeta serenamente se encomienda al silencio,
“ahora y en la hora de la lluvia
amor.”
La obra de varios poetas que vivieron y escribieron -y en muchos casos viven y escriben todavía-
en el extranjero, quedó signada de alguna manera por esa experiencia:
el alejamiento, la diáspora, el exilio ocasionalmente voluntario
o impuesto en la lejana orilla. Para la mayoría, Nueva York fue
el hogar de esas vicisitudes, el punto de referencia material y
espiritual que marcó a fuego unas vivencias.
La excepción, en más de un
sentido, es Pedro Vergés, otro novelista y poeta. Pedro Vergés agotó
una rica y larga estadía al otro lado del atlántico, en España,
donde cosechó importante éxitos literarios. Temprano se inicia como
poeta con la publicación de Primeras palabras (1966), Juegos
reunidos (1971) y La escasa merienda de los tigres (recopilación
de inéditos de Miguel Labordeta, 1975). En 1976 obtuvo un accésit
al prestigioso Premio Adonais de poesía con su libro Durante
los inviernos, y posteriormente se alzó con la XV entrega del
Premio Blasco Ibáñez con la novela Sólo cenizas halllarás (Bolero).
Poco tiempo después regresó al país cargado de honores, y desde
esa época su producción bibliográfica no ha experimentado cambios
significativos.
Pedro Vergés no es precisamente
experimentalista o vanguardista, pero en su registro poético hay
ciertos toques, ciertos aires, ciertos procedimientos inconfundiblemente modernos, sobre todo en lo que respecta a la
recuperación e integración de recursos de época. De acuerdo con
el jurado que le concedió el accesit al Premio Adonais de 1976,
“Es indudable la capacidad poética de Pedro Vergés para infundirle
vida a sus rememoraciones, a sus imaginaciones, con un lenguaje
enormemente plástico donde alternan la ironía, el realismo y el
deslumbramiento. Sus características encajan, por tanto, dentro
de una manera muy actual que incluye algunas raíces exóticas, semejantes
a las del modernismo de otra hora”. Hay inquietud, inconformidad, desarraigo, búsqueda,
preocupación por el lenguaje, hay apuestas, hay riesgos y atrevimientos
en la poesía de Vergés. Y en ocasiones hay mucho mar y agua, y mucha
sal. De hecho, Pedro Vergés tiene una visión acuática y salobre
de la poesía. “El poema es un pez”, dice, en “De cómo describir lo que se hace”. El poema
“imita el movimiento/ de los peces del agua”. El poema, “Sumergido
primero/ por azules profundos,/ baja hasta el fondo, baja/ hasta
el origen mismo/ de la nada y del cero.” Sus recuerdos, nostalgia,
reminiscencias, su idea de un regreso al país natal, sus más finas
intuiciones poéticas cobran formas azules, oceánicas: “Allá me espera
el agua, la luna que perdí/ la rosa de tu pecho”. O bien. “Allá
me espera el cansado silencio y el ultrajado/ péndulo del mar.”
Y en fin: “La luz que tanto amé, mis frágiles naufragios escolares/
mi azul, mi azul del aire...” Desde esa misma perspectiva acuática,
el poeta se interroga, duda, y luego existe: “Yo no sé de qué forma
recogeré esa lumbre que la/ tarde derrama...”
Sherazada (Chiqui) Vicioso
vivió y sobrevivió durante 16 años a las mil y una vicisitudes en
las entrañas del monstruo, arrastrando una existencia jalonada de
episodios traumáticos. Allí, en Nueva York, vivió y estudió, se
hizo licenciada en Sociología e Historia de América Latina, obtuvo
una maestría en Diseño de Programas Educativos. Aunque el balance
no es completamente negativo, de esa época conserva profundas cicatrices
emocionales, por las cuales todavía paga tributo de rencor a la
Gran Manzana. Más fructífera, desde el punto de vista humano, fue
su estadía en Brasil, país en el que realizó estudios de postgrado
en Administración de Proyectos Culturales. El desempeño de cargos
en organismos internacionales la llevaron después a conocer mucho
mundo, sirviendo a ideales de dedicación y entrega a los que su
nobleza obliga. Chiqui Vicioso se reparte un poco como activista
del feminismo, educadora, ensayista, poetisa y dramaturga.
“Su poesía, sin embargo –dice Manuel Rueda-
no cae en fáciles clichés, manteniéndose en un ámbito
de experimentación constante que la alejan de las tradicionales
efusiones con que la mujer ha expresado siempre su intimidad.” La
autora de Viaje desde el agua (1981) y Un extraño ulular
traía el viento (1985)
es, en esencia, una mujer apegada a causas pérdidas, de esas que
no esperan mayores recompensas de la lucha que la lucha en sí misma,
la felicidad de la lucha, quizás la única posible, dentro de los
parámetros de la dignidad y el decoro. En el poema “Identidad” encontramos
la mejor definición de sí misma. Ella es “Esa muchacha retraída/
que sale temprano a mojar sus rosas/ sus flores moradas y amarillas/
que casi no habla porque parece distante”. Su tono es de agua mansa,
líbrame Dios. Su tono es, quizás por eso, mitad admonitorio, preventivo,
mitad quizás premonitorio. Advierte “que el que insiste en ser feliz/
en una ciudad como esta/ debe prepararse para sus represalias”.
Piensa que “el sentido común es el arma/... de los vencidos.” Pero
no se deja vencer. Sueña con “una interpretación azul del amarillo”
y no se deja vencer. De alguna manera, dice la perdedora, “el Señor
vino a redimirme de la pasión/ y a ganar/ este juego que siempre
gano.” Entre revolución y cristianismo, gane o pierda es lo mismo.
Lo que cuenta es la lucha.
A diferencia de Vergés y la
Vicioso, otros poetas importantes como el ya comentado Luis Manuel
Ledesma y Carlos Rodríguez Ortiz, partieron para quedarse. El primero
se esfumó desde joven –ya se dijo- y el segundo murió a destiempo
recientemente, allá en Nueva York.
Ledesma podría ser un personaje
imaginario, y en cierto modo lo es: una especie de eremita, un misántropo.
Gómez Rosa lo dibuja y lo describe con unos tonos opacos y sombríos,
típicos de aquellas contrafiguras del cine negro: errático, errabundo,
descreído, taciturno, baldío. Un pesimista, en fin, desengañado
y burlón. “En él, como en Oliverio Girondo, las ideas más optimistas
se pasean en un carro fúnebre, contrapunteadas por una inconmensurable
carcajada...” Así, pues, en “Canción de la buenamuerte”, una
composición sutilmente necrofílica, en la que “El amarillo viejo
de otoño abunda en octubre”, aparece bien definido y logrado su
precario sentido de la vida. Dice aquí el poeta: “Se haga llama
el silencio de estar quieto”. Después hace ofrenda de sí mismo:
“Al flujo constante del saber de la rosa/ A la buena muerte doy
el largo del hueso”. Esboza una sonrisa finalmente, y piensa en
el escape imposible: “Con un poco de suerte me le voy a la muerte/
Adiós palabras”.
El poeta y bohemio Carlos
Rodríguez Ortiz vivió poco y deprisa, pero vivió sin, duda, intensamente
e intensamente escribió. Intensidad es, quizás, el rasgo más definitorio
de su poesía y su vida. Si corta fue su existencia, profunda es
la huella. Por lo menos notoria en nuestras letras de vanguardia,
digna de admiración y asombro, y de respeto. Los logros, los múltiples
aciertos del poeta tronchado en plena lid, permiten valorar al que
fue y permiten prefigurar al que no fue. Si el “si” condicional
–por antihistórico- no malograse el argumento, habría que pensar en qué cosas habría dado más adelante.
Rodríguez Ortiz asimiló a
Vallejo y otras influencias afines, traduciéndolas, sin embargo,
a un plano de realizaciones personalísimas. Un único libro, casi
perfecto desde el título, El ojo y otras clasificaciones de la
magia, le granjeó el Premio de Poesía Pedro Henríquez Ureña
1994, certero como pocos. Alexis Goméz Rosa –siempre Alexis- celebra
el texto con un juicio emocionado y consagratorio, definiéndolo
como “un poemario vigoroso, limpio, hermético y de inusitados recursos,
donde convergen y dialogan los planos de la mejor y más reciente
poesía latinoamericana.” Algo no menos sobresaliente es el hecho de que
en casi toda la escasa poesía de Rodríguez Ortiz aparece a retazos
una especie de biografía existencial, biografía intelectual, por
supuesto, hecha jirones, propia de un alma que se desangraba o consumía en el ejercicio
de la poesía y la bohemia. De
esa bohemia que lo mató habla, sin rencor, en términos de “cerveza
a las dos de la mañana y otras saludables horas posteriores”. En
otros versos, de antología, el poeta Rodríguez Ortiz (“siempre organizando
su desgarrante biografía”, como dice el Gómez) parece retratarse
y se retrata a sí mismo en un ingenioso inventario de emociones
y palabras, palabras y motivos, razones de su existir: “Hay una
voz casi trompeta en las configuraciones del escándalo/ y de mi
orgía guardada./ Tanteo este saber, esta abundancia de la carne
y no es que quiera/ descargarme, es que todo cae, se encaja delante
de mis ojos/ con un ritmo en el viento, una brizna, un orgasmo.”
Una tierna densidad humana,
y ya no el drama terrible, se manifiesta a veces en versos más apacibles,
pasajes de buen amor donde lo bucólico lo risueño y el humor -cierto
humor- se dan cita: “Los cuervos hablan hoy en la mañana y mi ventana
es un nidal./ El libro de estas cuerdas es una fiesta/ que acaba
a ratos./ Amanece y está el residuo limpio de la noche./ Una muchacha
duerme en la otra sala, /un amante en el sofá y mi mujer, que es
la del ronquido.”
Pcs no digital 1/11/2001.