DEL NUEVO REALISMO A LA POESÍA
SOBRE LA PÓLVORA
Los grupos que dieron vida a la primera fase de la literatura
de posguerra se dispersaron a principios de la década del 70,
una década contrasignada por la muerte de René del Risco y Bermúdez.
Este fenómeno, unido al surgimiento de la llamada Joven Poesía
a fines de 1969, anunció el comienzo de la degradación de los
ideales de abril en términos de exponentes de calidad y, por
ende, en términos de ideología estética. Esto es, en términos
vitales.
René del Risco y Bermúdez, el más dotado
de los insurgentes del 65, murió trágicamente en la Navidad
de 1972, pero no fue la única víctima. Domingo de los Santos,
poeta en cierne, ex combatiente, también murió a destiempo.
Otros, como Miguel Alfonseca, eligieron una muerte histórica
en el silencio y el exilio interior. Algunos fueron seducidos
por el poder o simplemente doblegados por las necesidades económicas.
Varios se agotaron o desinflaron antes de producir la obra que
prometían, o produjeron una obra insignificante y fuera de época,
o bien colgaron los hábitos y se dedicaron a la investigación,
la enseñanza o la publicidad. Uno se convirtió en usurpador
y traicionó a su poesía, haciéndose reo de plagio (un plagio
inexcusable, sin duda, a pesar de sus motivos razonablemente
románticos). El resto se dividió entre emigrantes voluntarios
e involuntarios, sin olvidar a un pequeño equipo que fue a parar
a Cuba con fines de estudio: Norberto James, entre ellos, y
Andrés L. Mateo.
En manos de
la Joven Poesía y su retaguardia de poetas de choque con pretensiones
de vanguardia, el nuevo realismo no tardaría en desnaturalizarse,
dando inicio a un proceso de involución irreversible, inequívocamente
irreversible, que conducirá a su desplazamiento por la poesía
de redoblante y a su virtual extinción histórica. De ahí que
el nuevo realismo se identifica, erróneamente, o se confunde
a veces con lo que Mercedes Santos Moray ha llamado, en su libro
homónimo, “poesía sobre la pólvora”, entendida como realismo
de barricada. Estaríamos así en presencia de un filón espúreo
donde se mezclan el oro, la plata y la escoria en proporciones
similares a las que se registran en la naturaleza.
Desgraciadamente,
los mismos elementos que dieron vida al nuevo realismo, contribuyeron
a darle muerte, una muerte sin duda prematura, que reveló su
frágil naturaleza. De esta suerte, el pasaje del nuevo realismo
a la poesía sobre la pólvora tuvo lugar en forma de un proceso
brusco, de incontenido descenso de calidad. La intensidad y
el inmediatismo característicos de la primera etapa, la etapa
del despegue, se reducen de pronto al registro de trivialidades
altisonantes, y el enfoque se hace superficial, desprovisto
de profundidad de campo. El grado de la escritura, cada vez
menos elaborada, remite a un lenguaje de expresión rasante,
pura crónica periodística. El tono se vuelve más estridente
y panfletario en la medida en que se descuida y se pierde lo
conceptual. Los títulos de libros y poemas son, por eso, intercambiables:
Huellas del dolor, Huellas de la ira, Aniversario
del dolor. Por añadidura, el sentido de la historia comienza
a limitarse o se limita, principalmente, a la caza de efemérides.
A veces el poeta se anticipa al destino y escribe, por ejemplo,
un texto “en memoria” de un héroe vivo para ponerse presente
a la mañana de su muerte en las páginas de los suplementos literarios.
Quizás no fue casual que Marcio Veloz Maggiolo compusiera, en
1972, una Elegía a Juan Lockwad, cuyos primeros versos
pueden ser interpretados a manera de sátira contra la literatura
de efemérides:
Este Juan
Lockward se morirá, sin dudas.
Habría que pensar en su
epitafio
Nada tiene de extraño que la
literatura y literatos de esa época, contrario a lo ocurrido
en los años 60, hayan sido ignorados por su público potencial.
Ellos mismos, los literatos de la edad dorada de la Joven Poesía,
la década del 70, se arrinconaron y se marginaron por incapacidad,
porque el arte no surte efecto social si no surte, primero,
efecto artístico. En ese detalle está contenida la diferencia
entre los poetas de avanzada del nuevo realismo y los cultores
de la poesía sobre la pólvora, la diferencia entre los pioneros
y los poetas de choque.
Queda, pues, entendido que el
apostolado de la Joven Poesía es un crimen de lesa cultura.
Nada pudo oponer al pluralismo, que no fuera su propia oquedad.
Nada pudo legar a las nuevas generaciones, al margen de una
lección de arribismo como fenómeno literario. De hecho, la Joven
Poesía es un salto hacia atrás, no una síntesis dialéctica como
propone o parece proponer Andrés L. Mateo en su mencionada antología:
“Cada uno de estos grupos expresaba
una postura en el amplio espectro ideológico de la nación dominicana,
y la incorporación de otros, así como el cedaceo de los novísimos
y la desaparición en pleno de los agrupamientos, originó lo
que se conoce ahora como Joven Poesía, o Poesía de Posguerra.”
Otro punto en el que difiero de Andrés L. Mateo concierne precisamente
a la génesis y valoración de este fenómeno.
En primer lugar, no puede aceptarse
la afirmación de que esa Joven Poesía es hija del “cedaceo de
los novísimos y la desaparición en pleno de los agrupamientos”
de posguerra. Esto equivale a inferir que los exponentes de
la Joven Poesía decantaron y superaron los niveles de realización
artística de los pioneros del 60, lo cual es falso, razonablemente
falso, y falaz. En opinión de Miguel D. Mena, sociólogo y poeta,
“La Joven Poesía, como grupo despresionado, instala la
imagen de un no-deber-ser, de vacío, en tanto su legado como
colectivo no marcó un punto trascendente con respecto a la literatura
de los 60, traduciéndose sus actos a un activismo cultural despreocupado
de nuevas propuestas estéticas o éticas.”
En segundo lugar, tampoco es
demostrable que la Joven Poesía constituye movimiento o escuela
con suficiente personalidad para ser englobada en un aparte
histórico-literario (sino más bien sociológico), y mucho menos
como ejemplo de buena poesía. Lo que se entiende por Joven Poesía
nunca fue más que una agrupación de amigos y “enemigos íntimos”
con posiciones teóricas disímiles, enfrentadas, cuando las hubo.
Nunca estuvieron de acuerdo ni –interesados- en definir una
estética común. En la práctica, y en cuanto Joven Poesía, nunca
lograron insertarse en un espacio poético propio.
Por otro lado, Andrés L. Mateo
se resiente en su, antología, por el “juicio liquidacionista
que cabalgó sobre esos textos” de la Joven Poesía “en los años
setenta”, el cual era, a su entender, “extemporáneo e interesado.”
En abono de la verdad hay que decir que
el juicio liquidacionista se encargó de darlo la historia, quizás
no con silencio, pero al menos con una indiferencia poco menos
que apabullante. Tal vez haya que reprochar, en cambio, el exceso
de elogios referidos a principiantes que apuntaban a más de
lo que dieron.
La antología de Mateo no recoge,
por cierto, la labor de poetas de un mismo universo. Reúne,
sin distinción, a pioneros, poetas de choque, epígonos y experimentalistas.
Por una parte discrimina y por otra incrimina. El criterio de
selección es tan errático que deja fuera del molde a escritores
de mayor valía que algunos de los que figuran en el texto. Pienso
en Wilfredo Lozano, Rhadamés Reyes-Vázquez y Luis Manuel Ledesma
(un meteoro, este último, que dejó ciertas huellas). En sentido
inverso, la inclusión de José Enrique García, Soledad Álvarez
y Cayo Claudio Espinal sería excusable si pertenecieran a ese
ámbito. Mi idea es otra: “Persevero”, como dice José Mármol,
“en distanciar de todo cuanto atiene a la poesía de posguerra
a Cayo Claudio Espinal y José Enrique García, pues, aunque coetáneos,
provienen de otro estilo escritural, que deriva de concepción
distinta de la literatura, centrada en la preeminencia del lenguaje
como problema fundamental de ésta.” Ahora bien, está claro que, si no pertenecen
al dominio de la poesía de posguerra, aun menos pertenecen al
dominio de la Joven Poesía. Al ámbito y dominio de la Joven
Poesía pertenecen, de hecho y de derecho, Tony Raful, Mateo
Morrison, Federico Jóvine Bermúdez y otros poetas de choque
independientes, como el celebérrimo Candido Gerón, que no figura
en la antología y lo merece. Casi todos los demás sumaron, desde
temprano, a sus registros poéticos las búsquedas experimentalistas
y no caben, no se corresponden, simplemente no encajan en este
capítulo, por lo que deberían figurar en letra aparte.
Para peor, en los entresijos
de la retórica que coloca a la Joven Poesía en un marco de calidad,
también se la sugiere, sutilmente, cual depositaria del legado
de los pioneros del 60. La sugerencia, desde luego, no sorprende,
en boca de un integrante que es el máximo teórico y antólogo
de la cofradía.
Menos, muchos menos que depositarios
de esa trayectoria, los jóvenes poetas fueron usurpadores, aves
de presa y ni siquiera epígonos. La escasa buena poesía de los
60 pasó por ellos, no a través de ellos. A título de gloria
permanecerán, si permanecen, como punto de referencia, cultores
de una poética que raramente cuajó, si acaso cuajó, en obras
representativas de un momento, de una situación, una época.
Para concluir, puede decirse
que, en cuanto ideología estética, la poesía sobre la pólvora
representó una corriente y un dogma dominantes durante la década
del 70, en la que sobrevivió a golpes de audacia, degradada,
estridente, sobre los hombros de los poetas de choque, y paulatinamente
empezó a ceder el paso a tendencias innovadoras experimentalistas,
con las cuales ya cohabitaba. Aún a finales de los 80 mantenía
el movimiento su precaria existencia, en base a publicaciones
que parecían vivir fuera de la historia, cuestionadas –como
se ha visto- con acritud por integrantes de la que Andrés L.
Mateo ha llamado, entre cariñoso y despectivo, generación de
“puñitos rosados” : Miguel D. Mena, José Mármol, esos muchachos...Es
decir, los poetas de la crisis, poetas de la hora 25: los ochentistas.
Precisamente José Mármol, uno
de los críticos más severos de la Joven Poesía, cierra el tema con desenfado y aspereza:
“Aquellos jóvenes poetas subyugaron
la palabra a la sociedad, ignorando así la preeminencia de la
lengua, que no sólo es el elemento esente del hecho poético,
sino además, el verdadero fundamento de la sociedad y la cultura.” A juicio de Mármol, “De ese yerro se obtuvo el que los poemas de
posguerra se levantaran sobre una basamenta ética radicalmente
perecedera; vale decir, extraliteraria y extraestética, al punto
que hoy día no parecen tener autores vivos aquellos desesperados
y desesperantes textos patrióticos y revolucionarios.”
Ahora bien, al margen de un depositario
histórico de pacotilla como pretendió ser la Joven Poesía, la
saga de abril repercutió de alguna manera en voces que mantuvieron
un vínculo muy especial de continuidad en la ruptura, unión
y desunión a la vez. Voces como quien dice del purgatorio, marginadas
o automarginadas, en todo caso marginales, independientes. Voces
que en algún momento tomaron distancia de esa experiencia poética,
objetivizándola, ganando en perspectiva, observando en detalle
lo que otros percibían como bulto. De este coro de voces forman
parte Enriquillo Sánchez, por ejemplo, y Radhamés Reyes-Vázquez,
epígonos y sepultureros, a la vez, de la poesía de la guerra
y la posguerra.
Ambos poetas coinciden, mayormente,
en sus divergencias. El primero es un dandy, y el segundo un
bohemio, para decirlo así, eufemísticamente. Enriquillo Sánchez
se separó de sus compañeros de ruta, desentendiéndose del mecenazgo
de alabanzas que orquestó la Joven Poesía, y salió en pos de
un más alto mecenazgo: el que correspondía a sus aspiraciones
de poeta homérico. Reyes-Vázquez fue rechazado, de plano, por
razones políticas, y nunca entró en el redil de la Joven Poesía,
a pesar de haber presentado credenciales de poeta de choque
en sus libros de iniciación. Uno y otro, sin embargo, echaron
raíces en el mismo patio.
Durante cierto tiempo, el registro
poético de Enriquillo Sánchez anduvo parejo (o a la saga) con
el de Juan José Ayuso, trillando el sendero de las buenas intenciones,
y alguna vez se malquistaron por la propiedad del título de
un libro (entre “menudo para devolver” y poesía “de once varas”
anduvo la cosa, nada trascendente, pero en fin...).
Posteriormente Enriquillo Sánchez
se hizo de una voz propia, o por lo menos apropiada. A golpes
de inteligencia, que le sobra, se fabricó una identidad literaria:
eso que Plinio Chaín llamaría “señas secretas de un escritor”,
el toque inconfundible, definitorio: ese decir las cosas medio
en serio y en broma, un poco típico de Cortazar, su maestro.
Rápidamente se estableció como
polemista, con un estilo entre vainero y burlador que es la
mejor definición de su poesía y de su prosa. Alguna vez, por
supuesto, leyó a Marx, sin pasión, otro maestro, del cual abominó.
De Marx lo sedujo el estilo, más que la letra, en cuanto estilo
venenoso y jodedor. La esencia del estilo de Enriquillo Sánchez,
en cuanto estilo vainero y burlador, es un poco herencia de
Marx en cuanto estilo venenoso y jodedor, mutatis mutandis.
Desde su columna “Palotes” en
la extinta revista ¡Ahora!, Enriquillo Sánchez emergió
en los años 70 como un “dandy” y un “policía de las letras”:
así lo presenta Baeza Flores . El dandy coqueteó por algún tiempo con
las ideas revolucionarias. El policía terminó por adherir al
nuevo orden.
De acuerdo con el diagnóstico
certero de Baeza Flores, Enriquillo Sánchez “quiere ser ‘diferente’
y para serlo subraya la ‘ligereza’, el humor”. La boutade es su fuerte, la ocurrencia
brillante, y, sobre todo, la burla, especie de macana. “La burla,
este paso de ballet mental, de mente muy aguda, es un gracioso
decir de Enriquillo Sánchez...”, dice Baeza Flores . Enriquillo Sánchez, en efecto, se burla
de todos y de todo, aunque nunca ha aprendido a reirse de sí
mismo.
En el párrafo final de su tesis
universitaria, la burla remite a un juicio liquidacionista.
Enriquillo Sánchez decretó la muerte de la joven poesía dominicana
y de la “poesía bisoña” en general, y pidió para ellas “el tiro
de gracia” y dio las gracias. La publicación de Maguita
(1976) –otro tiro de gracia-, le granjeó, por supuesto, un nicho
aparte. Proclamado por Bosch poeta homérico, da por difunto
un mito y crea el suyo propio.
Reyes-Vázquez, al igual que Enriquillo
Sánchez, comulgó en su poesía iniciática con los temas heroicos
de la época. En su primer libro, estridente desde el título,
anunció El imperio del grito (1971), con el que se acreditó
como poeta de choque independiente. Después cantó a la muerte,
La muerte en el combate (1972), en el más dulce estilo
rafulesco morrisoniano. Fueron errores de juventud, sin duda,
productos de una terrible confusión de orden ético-estético.
Ni el heroísmo ni la dignidad conmueven las fibras de Reyes-Vázquez.
El encuentro del poeta con la auténtica materia de su poesía
se produjo a partir de libros como Las memorias del deseo
(1985 ) y, sobre todo, El hombre deshabitado (1987),
su obra clave, su mejor biografía existencial. Aquí ya es otro
el poeta, el verdadero. Ahora es el poeta que, a la manera de
Proust, traduce la experiencia del pasado como función y realización
de la memoria, memoria y deseo, evocación y conjuro, magia y
exorcismo. Sobre esta base, el rescate o reconstrucción de las
vivencias cobra vida en una atmósfera alucinante y, paradójicamente,
lúcida. Igual que Enriquillo Sánchez, Reyes-Vázquez recrea las
ilusiones de la década del 60 y les da cristiana sepultura.
El hombre deshabitado es otro tiro de gracia, especie
de epitafio, mortaja y panegírico de la poesía “bisoña”.
Epígonos y sepultureros a la
vez, Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes-Vázquez trascendieron
y finiquitaron la poética del nuevo realismo, superando las
instancias de pobreza o indigencia intelectual demostradas mil
veces por los poetas de la Joven Poesía hipotecados a la poesía
sobre la pólvora. En adelante, sólo habrá que esperar que las
circunstancias no vuelvan a requerir de su caudal sonoro, por
cierto menos caudal que
sonoro en la época de la decrepitud.