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MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
I-Poesía de la guerra y la posguerra
Pedro Conde

EL NUEVO REALISMO

           

En términos de práctica social puede comprobarse, como se dijo al principio, que la literatura criolla de la segunda mitad del siglo XX empezó a gestarse a raíz del tiranicidio de  mayo, aunque debe su impulso vital a la revolución de 1965. Las tropas yanquis que aplastaron la insurrección constitucionalista, impusieron graciosamente en el poder a una de las figuras más potables del remanente de la tiranía: el Dr. Joaquín Balaguer, heredero de Trujillo y principal beneficiario de la fracasada contienda. Estos hechos gravitaron (y gravitan) trágicamente sobre la conciencia y la realidad de los dominicanos, hasta el punto de convertirse en factores determinantes de nuestra historia reciente. Los principales registros poéticos de la época recogen por lo menos el eco del conflicto, la intervención yanqui, la represión balaguerista durante la dictadura de los 12 años (1966-1978), así como la resaca de la dictadura y las frustraciones subsiguientes. Abril y sus consecuencias fueron los temas dominantes.

De aquí la emergencia de esa escritura rabiosa, estridente y muchas veces panfletaria de los años 60 y 70, la misma que tanto malestar produce en las claves de lecturas y lectores. ¿Cómo podía ser de otra manera?

Andrés L. Mateo, uno de los protagonistas del momento, explica que “Los hombres que comenzaron a hacer literatura en el país inmediatamente después de la muerte de Trujillo enfrentaron en un período relativamente corto y brusco la desmesurabilidad de una época que sacaba a la luz contradicciones que habían ido madurando a lo largo de cientos de años. De un golpe, como tomados por el cuello, se nos lanzó al escenario de la lucha política. La época de las revoluciones se abrió de pronto y nos sorprendió con piedras y palos en las manos, con un arsenal teórico siempre de ocasión, con la rapidez del que echa mano de la cita precisa para entusiasmar al auditorio. Y allí donde el simplismo épico sustituía la complejidad dialéctica, la realidad, por encima de las consideraciones emotivas, imponía sus determinaciones” [1] [1].

El imperativo histórico dictaba, en efecto, sus condiciones sobre estos jóvenes autores desvinculados -aislados literalmente en la isla, por obvias razones de censura- de las corrientes de pensamiento universal. La natural reacción antitrujillista implicaba el rechazo de la cuasi oficial Poesía Sorprendida del régimen, al tiempo que la vinculación con el postumismo y la poesía social de los llamados independientes del 40, corría pareja con la búsqueda e inhalación del oxígeno que representaba (y representa)  la poesía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Blas de Otero, García Lorca, Nazin Hikmé, Vallejo, León Felipe, incluso Huidobro y muchos otros que, como los anteriores, ya habían matrimoniado en la verdad poética la sensibilidad y la pasión revolucionarias.

En cuanto a las mencionadas influencias locales de los independientes del 40, Pedro Mir representó por algún tiempo la fuente nutricia y el modelo por excelencia (una influencia, por cierto, poco menos que paralizante, debido a su incapacidad de evolución).En medida menor influyó Héctor Incháusteghi Cabral, el de Poemas de una sola angustia de 1942, otro independiente. Se apreció, por igual, la presencia anárquica, prolífera, exuberante de Juan Sánchez Lamouth, especie de poeta puente entre los postumistas y el 60, con gran ascendiente entre los miembros de La Antorcha, por lo menos.

Pocos, en principio, repararon en la obra de Franklin Mieses Burgos o simplemente no la asimilaron, quizás porque no se prestaba a las intenciones y a las necesidades del momento. Su técnica poética, una de las más depuradas de la literatura dominicana del siglo XX, tampoco era del dominio de principiantes. 

Está claro que el elenco de autores no es casual ni gratuito: más bien traduce una modalidad social, una exigencia y un sentir históricos, la exigencia de un realismo comprometido, realismo social y político, exigencia de una visión no mediatizada de la realidad, no intervenida, auténtica en su descarnada inmediatez. Después del reino del silencio se impone el imperio del grito.

José Alcántara Almánzar tiene razón cuando afirma que la literatura del período bélico y posbélico “se caracterizó por la agresividad, el compromiso con la circunstancia política, la espontaneidad, el carácter de crónica y la capacidad para testimoniar unos hechos sangrientos”, así como por “el panfleto político desembozado, la descripción de experiencias personales, y la frustración provocada por la ocupación militar yanki y sus consecuencias.” [2] [2]

Son esos, sin duda, los rasgos típicos del movimiento, rasgos naturales de una poesía que aspira a seguir el ritmo de los tiempos. De ahí que en el registro de la época se incluyan preferentemente el pasado inmediato y el presente, es decir, la historia en movimiento. Alcántara Almánzar se refiere, con propiedad, a un texto de Miguel Alfonseca en términos de “reseña poética”. [3] [3] El hecho es que el poeta se convierte ahora en reportero de la historia (que es como convertirse en reportero de la vida), una historia de la que en ese momento se siente protagonista y responsable. Exalta y reivindica las grandes hazañas revolucionarias en emotivos cantos de guerra, pero también el heroísmo anónimo de los inmigrantes cocolos. Rescata la memoria del compañero caído, al tiempo que denuncia la injerencia extranjera, deplora la alienación del hombre común o la desolación del intelectual sometido al  viento frío de la derrota. La cotidianidad, el diario acontecer, cobran un sentido inusitado.

En sentido estricto, la novedad del movimiento es relativa. Nuevo en el espíritu, no lo es en la letra. Es nuevo en la actitud, en la exigencia de cambios, en lo que trae de apertura, en su emoción libertaria, incluso en su intransigencia, en su rechazo del pasado y en su visión de futuro. Pero en la forma no aporta variaciones o novedades trascendentales. Imposible decir que el nuevo realismo produce un salto cualitativo hacia un estilo superior o completamente diferenciado de poesía. De cualquier manera, el vino nuevo en odres viejos tiene un sabor especial, como también fue especial la intensidad y el inmediatismo que, sin desmedro de lo conceptual, se manifestó en ciertos textos de esa época. “Si el salto no fue cualitativo en términos formales, es decir, si no hubo una completa ruptura con la tradición literaria dominicana (hay que admitir que muchos no la conocían), por lo menos podría decirse que apareció una manera distinta de ver y tratar las cosas, una nueva sensibilidad, e incluso un decir diferente que habría de consolidarse posteriormente”. [4] [4]

El nuevo realismo representa, eso sí, una específica experiencia literaria. Si no es original, es inconfundible, si no es químicamente puro, tiene personalidad propia, es hijo legítimo de su tiempo, hijo de abril, producto y subproducto de un tiempo de agitaciones y de cambios. El hecho es que, la guerra de abril, conjuntamente con  la revolución cubana, aquellas jornadas de la sociedad Arte y Liberación y la propia efervescencia cultural de la época  posibilitaron el conocimiento y posterior discusión de las coordenadas históricas e ideológicas que gravitan sobre la producción artística y literaria, proporcionando así, a la poesía, una función utilitaria que marcaba un deslinde con la producción anterior . [5] [5] Las circunstancias que le dieron origen, las grandes coordenadas históricas, ideológicas y culturales, determinaron ese carácter funcional, carácter doméstico, si se quiere, o de servicio. En una palabra: ancilar.


[1] [1] Andrés L. Mateo, Poesía de postguerra/ joven poesía dominicana, Santo Domingo, 1981, p. 7.

[2] [2] José Alcántara Almánzar, “Abril del 65 en la Literatura Dominicana”, revista Impacto socialista, 2da. Época, Año I, No. 1, abril-mayo, 1985, pp. 55 y 57.

[3] [3] José Alcántara Almánzar, Antología de la literatura dominicana, Santo Domingo, p. 59.

[4] [4] José Alcántara Almánzar, art. cit.,p. 57.

[5] [5] Véase Pedro Conde, “Dos décadas de poesía dominicana (1965-1985)”, revista Impacto socialista, 2da. Época, Año I, No. 2, julio-agosto, 1985, pp. 47-53. Alexis Gómez Rosa contribuyó, con su inapreciable agudeza, a completar y darle forma final a este trabajo.


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