EL NUEVO REALISMO
En términos
de práctica social puede comprobarse, como se dijo al principio,
que la literatura criolla de la segunda mitad del siglo XX empezó
a gestarse a raíz del tiranicidio de
mayo, aunque debe su impulso vital a la revolución de 1965.
Las tropas yanquis que aplastaron la insurrección constitucionalista,
impusieron graciosamente en el poder a una de las figuras más
potables del remanente de la tiranía: el Dr. Joaquín Balaguer,
heredero de Trujillo y principal beneficiario de la fracasada
contienda. Estos hechos gravitaron (y gravitan) trágicamente sobre
la conciencia y la realidad de los dominicanos, hasta el punto
de convertirse en factores determinantes de nuestra historia reciente.
Los principales registros poéticos de la época recogen por lo
menos el eco del conflicto, la intervención yanqui, la represión
balaguerista durante la dictadura de los 12 años (1966-1978),
así como la resaca de la dictadura y las frustraciones subsiguientes.
Abril y sus consecuencias fueron los temas dominantes.
De aquí la emergencia de esa
escritura rabiosa, estridente y muchas veces panfletaria de los
años 60 y 70, la misma que tanto malestar produce en las claves
de lecturas y lectores. ¿Cómo podía ser de otra manera?
Andrés L.
Mateo, uno de los protagonistas del momento, explica que “Los
hombres que comenzaron a hacer literatura en el país inmediatamente
después de la muerte de Trujillo enfrentaron en un período relativamente
corto y brusco la desmesurabilidad de una época que sacaba a la
luz contradicciones que habían ido madurando a lo largo de cientos
de años. De un golpe, como tomados por el cuello, se nos lanzó
al escenario de la lucha política. La época de las revoluciones
se abrió de pronto y nos sorprendió con piedras y palos en las
manos, con un arsenal teórico siempre de ocasión, con la rapidez
del que echa mano de la cita precisa para entusiasmar al auditorio.
Y allí donde el simplismo épico sustituía la complejidad dialéctica,
la realidad, por encima de las consideraciones emotivas, imponía
sus determinaciones”.
El imperativo
histórico dictaba, en efecto, sus condiciones sobre estos jóvenes
autores desvinculados -aislados literalmente en la isla, por obvias
razones de censura- de las corrientes de pensamiento universal.
La natural reacción antitrujillista implicaba el rechazo de la
cuasi oficial Poesía Sorprendida del régimen, al tiempo que la
vinculación con el postumismo y la poesía social de los llamados
independientes del 40, corría pareja con la búsqueda e inhalación
del oxígeno que representaba (y representa)
la poesía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Blas de Otero,
García Lorca, Nazin Hikmé, Vallejo, León Felipe, incluso Huidobro
y muchos otros que, como los anteriores, ya habían matrimoniado
en la verdad poética la sensibilidad y la pasión revolucionarias.
En cuanto
a las mencionadas influencias locales de los independientes del
40, Pedro Mir representó por algún tiempo la fuente nutricia y
el modelo por excelencia (una influencia, por cierto, poco menos
que paralizante, debido a su incapacidad de evolución).En medida
menor influyó Héctor Incháusteghi Cabral, el de Poemas de una
sola angustia de 1942, otro independiente. Se apreció, por
igual, la presencia anárquica, prolífera, exuberante de Juan Sánchez
Lamouth, especie de poeta puente entre los postumistas y el 60,
con gran ascendiente entre los miembros de La Antorcha, por lo
menos.
Pocos, en principio, repararon
en la obra de Franklin Mieses Burgos o simplemente no la asimilaron,
quizás porque no se prestaba a las intenciones y a las necesidades
del momento. Su técnica poética, una de las más depuradas de la
literatura dominicana del siglo XX, tampoco era del dominio de
principiantes.
Está claro que el elenco de autores
no es casual ni gratuito: más bien traduce una modalidad social,
una exigencia y un sentir históricos, la exigencia de un realismo
comprometido, realismo social y político, exigencia de una visión
no mediatizada de la realidad, no intervenida, auténtica en su
descarnada inmediatez. Después del reino del silencio se impone
el imperio del grito.
José Alcántara Almánzar tiene
razón cuando afirma que la literatura del período bélico y posbélico
“se caracterizó por la agresividad, el compromiso con la circunstancia
política, la espontaneidad, el carácter de crónica y la capacidad
para testimoniar unos hechos sangrientos”, así como por “el panfleto
político desembozado, la descripción de experiencias personales,
y la frustración provocada por la ocupación militar yanki y sus
consecuencias.”
Son esos, sin duda, los rasgos
típicos del movimiento, rasgos naturales de una poesía que aspira
a seguir el ritmo de los tiempos. De ahí que en el registro de
la época se incluyan preferentemente el pasado inmediato y el
presente, es decir, la historia en movimiento. Alcántara Almánzar
se refiere, con propiedad, a un texto de Miguel Alfonseca en términos
de “reseña poética”. El hecho es que el poeta se convierte ahora
en reportero de la historia (que es como convertirse en reportero
de la vida), una historia de la que en ese momento se siente protagonista
y responsable. Exalta y reivindica las grandes hazañas revolucionarias
en emotivos cantos de guerra, pero también el heroísmo anónimo
de los inmigrantes cocolos. Rescata la memoria del compañero caído,
al tiempo que denuncia la injerencia extranjera, deplora la alienación
del hombre común o la desolación del intelectual sometido al
viento frío de la derrota. La cotidianidad, el diario acontecer,
cobran un sentido inusitado.
En sentido estricto, la novedad
del movimiento es relativa. Nuevo en el espíritu, no lo es en
la letra. Es nuevo en la actitud, en la exigencia de cambios,
en lo que trae de apertura, en su emoción libertaria, incluso
en su intransigencia, en su rechazo del pasado y en su visión
de futuro. Pero en la forma no aporta variaciones o novedades
trascendentales. Imposible decir que el nuevo realismo produce
un salto cualitativo hacia un estilo superior o completamente
diferenciado de poesía. De cualquier manera, el vino nuevo en
odres viejos tiene un sabor especial, como también fue especial
la intensidad y el inmediatismo que, sin desmedro de lo conceptual,
se manifestó en ciertos textos de esa época. “Si el salto no fue
cualitativo en términos formales, es decir, si no hubo una completa
ruptura con la tradición literaria dominicana (hay que admitir
que muchos no la conocían), por lo menos podría decirse que apareció
una manera distinta de ver y tratar las cosas, una
nueva sensibilidad, e incluso un decir diferente que habría
de consolidarse posteriormente”.
El nuevo realismo representa,
eso sí, una específica experiencia literaria. Si no es original,
es inconfundible, si no es químicamente puro, tiene personalidad
propia, es hijo legítimo de su tiempo, hijo de abril, producto
y subproducto de un tiempo de agitaciones y de cambios. El hecho
es que, la guerra de abril, conjuntamente con la revolución cubana, aquellas jornadas de
la sociedad Arte y Liberación y la propia efervescencia cultural
de la época posibilitaron el conocimiento y posterior discusión
de las coordenadas históricas e ideológicas que gravitan sobre
la producción artística y literaria, proporcionando así, a la
poesía, una función utilitaria que marcaba un deslinde con la
producción anterior . Las circunstancias que le dieron origen,
las grandes coordenadas históricas, ideológicas y culturales,
determinaron ese carácter funcional, carácter doméstico, si se
quiere, o de servicio. En una palabra: ancilar.