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MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
I-Poesía de la guerra y la posguerra
Pedro Conde

SURGIMIENTO DE LOS EQUIPOS DE PRODUCCIÓN

 

La literatura posterior a la muerte de Trujillo responde a necesidades emergentes dentro de un clima de renovación y cambios en el que germinaron grandes esperanzas  destinadas a convertirse en grandes frustraciones. Hoy resulta claro que no podía ser de otra manera. El proceso de transformación se operaba a nivel epidérmico, no en la estructura real de la sociedad, de modo que sólo afectaba las relaciones de subordinación y mando. Es decir, la transformación se llevaba a cabo en el sentido auspiciado por el Príncipe de Salinas, flamante protagonista de El gatopardo: “cambiar un poco las cosas para que todo siga como antes”. Lo que parecía una revolución era un cambio de mandos dirigido por las altas instancias del imperio. De cualquier manera, un cambio de mandos no dejaba de ser una revolución política después de 31 años de tiranía.

En materia de apertura y libertad se respiraba un aire nuevo que venía al encuentro de nuevas exigencias, un aire cargado de curiosidades de feria que hacían abrir los ojos al más indiferente. Así penetran a chorro los libros prohibidos, circulan libremente las ideas prohibidas. Los poetas prohibidos y los escritores prohibidos regresan del exilio. Al cabo de una larga noche, asoman las primeras luces del alba.

Los poetas, narradores y artistas plásticos que salieron a la luz pública en aquel escenario posterior al descabezamiento de Trujillo, asumieron un compromiso a voces con la sociedad: comprometieron el arte y la vida, se declararon solidarios con la humanidad doliente. Eran, por definición, voceros de un orden más justo. La mayoría escribía en condiciones apremiantes, enfebrecida por la  urgencia de transformar el mundo, algo que entonces parecía mágicamente próximo y posible: un sueño, una utopía al alcance de la mano. En semejante estado de ánimo, había poco espacio para el individualismo, a pesar de que connotados héroes políticos del momento eran notoriamente individualistas. Aun así, el heroísmo, el sacrificio individual, respondía al llamado social. Escritores y artistas actuaban o decían actuar en función colectiva, Cuando no estaban organizados se organizaban en un partido político o en una organización cultural. Si esta no existía, la fundaban. Arte y Liberación, que fue la primera en su género, representó un caso típico. Más que asociación, se constituyó en grupo de acción, grupo de choque y agitación cultural. Agrupaba a “poetas, narradores, ensayistas, pintores, autores y acciones teatrales, artistas plásticos y músicos” [1] [1]. Entre los integrantes se destacaba la figura ecuestre de Silvano Lora, principal orientador y animador. Las actividades públicas incluían “exposiciones pictóricas, recitales, conferencias, espectáculos musicales y en general se consiguió audiencia entre la clase obrera y la pequeña burguesía” [2] [2].

Al mismo tiempo, la poesía de Pedro Mir se convierte en un fenómeno de masas. La edición estudiantil del grupo Fragua de Hay un país en el mundo y seis momentos de esperanza (1962), penetra y se difunde como torrente: en pocas semanas  se agotan cinco mil ejemplares. El hecho da lugar a un fenómeno extraño, inédito en un país donde escasos autores sobrepasan ventas superiores al primer nivel de los cuatro dígitos. Algo aun más insólito: Pedro Mir se convierte en ídolo de multitudes. Los recitales del poeta en centros obreros concitan a millares de personas que hacen suya su poesía y la erigen en bandera porque se reconocen en ella.

Pedro Mir  fue un caso aislado, es cierto, aunque también los autores noveles cosecharon éxitos importantes a lo largo de la década del 60. Algunos lograron alcanzar un reconocimiento poco menos que fulminante, a veces inmerecido, pero siempre explicable. Había, sin duda, un público receptivo y una actitud receptiva. Ciertas obras hicieron impacto sobre la sociedad desde el momento de su aparición y fueron acogidas con entusiasmo, un entusiasmo sincero, visceral. Sólo en períodos como estos, de tantas agitaciones sociales, participa la poesía con tal intensidad en la historia. Fue ciertamente un momento feliz para la literatura y el arte, un momento irrepetible, el inicio de una nueva experiencia.

Los primeros poetas que precipitaron sus inquietudes en folletos y cuadernos insertos en la nueva temática social, fueron Grey Coiscou y José Goudy Pratt. Los autores de Raíces (196?) y Vértice (l962) se adelantaron, en este sentido, a sus compañeros de generación, pero no perseveraron muy más allá en el oficio, no trascendieron el hito histórico. En general, “la avanzada de los poetas de 1965” [3] [3], como define Baeza Flores a los pioneros, en términos castrenses, muy apropiados, se inició y se congregó desde temprano en la revista Brigadas Dominicanas, dirigida por Aída Cartagena Portalatín, y más tarde en las páginas del suplemento literario de El Nacional de ¡Ahora!, dirigido por Freddy Gatón Arce. En la revista de Aída, aparte de los mencionados, se dieron a conocer o se conocieron mayormente  Antonio Lockward Artiles, Juan José Ayuso, René del Risco Bermúdez y un tal Miguel Ángel Alfonseca Sorrentino, el futuro Miguel Alfonseca, poeta detonante o, si quiere, catalizador, de la nueva poesía. 

En virtud de la euforia y disponibilidad epocal,  no sorprende que una parte representativa de los nuevos escritores, poetas y artistas plásticos tomara parte en la contienda del 65, junto a varios de sus predecesores. Jacques Viau Renaud, poeta dominico-haitiano, patrimonio de la dignidad insular y combatiente de primera línea, dejó en ella la vida tras ser alcanzado por fuego de mortero.

En el fragor de la contienda, Alfonseca publica su histórico poemario Arribo de la luz (l965), que data de 1963, seguido de La guerra y los cantos (1965), en el que sobresale, vibrante, el poema “Coral sombrío para invasores”. Juan José Ayuso, ya conocido por sus Cantos rudimentarios y otras entregas poéticas (y sobre todo por un cuento de antología titulado “Deliríum tremens”), publica unos belicosos, o igualmente belicosos Cantos de guerra, que hacen causa común con los acontecimientos.

Al calor de la refriega nació también el Frente Cultural, “comando del espíritu en el cual estaban hermanadas al fusil las ideas que movieron el fusil” [4] [4]. En el Frente Cultural, donde brilló de nuevo la iniciativa de Silvano Lora, se aglutinó buen número de pintores, fotógrafos e intelectuales de diferentes promociones en calidad de “trabajadores de la cultura”. El frente tuvo a su cargo la propaganda gráfica de la zona constitucionalista, incluyendo caricaturas, fotomurales, consignas y anuncios. También organizó exposiciones pictóricas, ciclos de cine forum, lecturas de poesía. En el mes de julio, el más crítico de la guerra, puso a circular el folleto Pueblo, sangre y canto, “fruto fecundo de la plena identificación de los escritores dominicanos con la heroica lucha del pueblo por su libertad e independencia” [5] [5]. El folleto recoge textos plurigeneracionales de René del Risco, Abelardo Vicioso, Juan José Ayuso, Rafael Astacio Hernández, Pedro Mir, Miguel Alfonseca, Máximo Avilés Blonda, Pedro Caro y Ramón Francisco.

Esta rica experiencia de participación en equipos plurigeneracionales e interdisciplinarios, dio frutos más allá de los límites físicos y temporales del levantamiento. En el triste diciembre de ese mismo año, concluida la contienda y con tropas de ocupación en cada esquina, el Frente Cultural editó un segundo folleto, Permanencia del llanto, con poemas del desaparecido Viau Renaud. Un emotivo prólogo de Antonio Lockwad Artiles, acompaña la obra, destacando valores de quien en vida fuera su amigo y una presencia única.

Después de la guerra vino El viento frío (1967) de la frustración en la palabra de René del Risco, acaso el más dotado de los escritores de su generación. Es curioso notar que El viento frío (como dijera Vicens Vives a propósito del Quijote) expresa el desgarramiento del personaje atrapado entre la retórica del pasado y la realidad del presente. Ya he dicho, a saciedad, que ninguno de los autores que vivieron las jornadas de abril ha dejado de sentir el soplo del viento frío. Esto es, la resaca de la guerra, la aceptación obligada de las limitaciones del ambiente, el reingreso a un presente sacudido pero intacto, medianamente soportable por la confianza en un futuro.

En ese mismo contexto, Andrés L. Mateo da a conocer los poemas de Portal de un mundo, con los que ganara justo y merecido reconocimiento. Portal de un mundo es una obra de aliento, optimista y vigorosa, que opera en sentido contrario a El viento frío y se hermana con algunos textos de Ayuso en la presentida y “secreta alegría del triunfo” [6] [6]

Es importante destacar que a partir de l967 los registros  comienzan a multiplicarse y se produce una polarización de las poéticas. Las vías, en cuestión, se bifurcan o multifurcan hasta conformar el margen de participación plural de la etapa siguiente. La madurez, el estudio, la investigación producen nuevas opciones de realización del signo poético que se niegan a ser encasilladas en títulos genéricos. Primera y significativa manifestación del fenómeno fue la publicación de Sobre la marcha (l969), de Norberto James Rawlings, a la cual seguiría La provincia sublevada (1972). Con esta primer texto se abre de pronto una ventana que amplía el horizonte de los artistas del verso y por primera vez entran, en plan épico, los inmigrantes cocolos a la poesía. El poema “Los inmigrantes”, que es la pieza fuerte del libro, constituye, junto a las obras anteriormente mencionadas, uno de los hitos históricos indiscutibles de la década. Es a partir de aquí –insisto- que empieza a resquebrajarse el bloque monolítico: la unanimidad del coro de las primeras voces, y a manifestarse más o menos claramente las nuevas tendencias. (Dígase, por ejemplo, “La patria montonera”, de Ramón Francisco, poema en que acontece una tentativa de fusión por vía experimental de lo criollo con lo clásico). Los poetas de la avanzada cantaban como quien dice a una sola voz. Ahora hay contrapunto, simultaneidad de voces cantando. Es cierto, sin embargo, que por lo menos un grupo representativo de poetas permanece anclado por convicción a la poesía de denuncia y de protesta, la temática social a rajatablas, pero con un lenguaje más depurado que reduce o dosifica, sin eliminarlo nunca del todo, el léxico bélico y denota mayor conciencia del oficio. En esa dirección se mueve Pedro Caro con el Nuevo canto (1968), Asombro de la muerte (l969) y Del diario acontecer (1972). Héctor Díaz Polanco ensaya, con éxito, el género panfletario en Los enemigos íntimos (1969), donde destaca su “Canto al hombre común”, mitad admonición, mitad condena. Jeannette Miller, en cambio, con sus Fórmulas para combatir el miedo (l972), vuelve al tema de la ciudad y la frustración, objetivando la realidad urbana en cámara lenta. Con ella se cierra un capítulo de esta historia.

A fines de la contienda, incluso antes en algunos casos, los activistas del arte y la literatura comenzaron a reagruparse en organizaciones que respondían al mismo espíritu, al mismo contenido histórico que animaron la formación del Frente Cultural. Primero en el tiempo, El Puño fue el primero en importancia tanto por la calidad de sus integrantes como por la calidad de su producción. Al grupo adhirieron Miguel Alfonseca, René del Risco Bermúdez, Marcio Veloz Maggiolo, Iván García, Ramón Francisco, Enriquillo Sánchez, Alberto Perdomo Cisneros, Armando Almánzar Rodríguez, Antonio Lockward Artiles y los pintores José Ramírez Conde y Norberto Santana.

Antonio Lockward posteriormente renuncia al grupo y funda La Isla, integrado por Wilfredo Lozano, Fernando Sánchez Martínez, Jorge Lara, Andrés L. Mateo, Norberto James, Pedro Caro y Héctor Amarante.

En La Máscara se agrupan Aquiles Azar, Ángel   Haché, Hector Díaz Polanco, Piedad Montes de Oca, Lourdes Billini de Azar y otros.  En La Antorcha participan Alexis Gómez Rosa, Enrique Eusebio, el mítico Mateo Morrison, Soledad Álvarez y Rafael Abréu Mejía. Otros grupos, que sería prolijo enumerar, se forman por igual en las provincias: algunos bajo la dirección e inspiración de Manuel Mora Serrano.

Junto a ellos publicaron otros jóvenes y no tan jóvenes como Pablo Nadal, Orlando Gil, Héctor Dotel, Juan Carlos Mieses, y los poetas de la generación del 48 de la última etapa  de la revista Testimonio: Luis Alfredo Torres, Lupo Hernández Rueda, Rafael Valera Benítez, Rafael Lara Cintrón, Víctor Villegas. Y entre otros, el exhuberante, anárquico y prolífero Juan Sánchez Lamouth, de quien se dirá más adelante.

La actividad de estas agrupaciones atrajo un festival de concursos artísticos y literarios, que fue, quizás, lo más significativo del período. En ellos, a través de ellos se expresó lo mejor de la producción en cada género, una producción artística y literaria de resistencia al retroceso político. Es decir, a contrapelo del poder que en muchos casos patrocinaba o auspiciaba de alguna manera los concursos.


[1] [1] Alberto Baeza Flores, Los poetas dominicanos del 1965, una generación importante y distinta,  Santo Domingo, 1985, p. 69.

[2] [2] Idem.

[3] [3] Op. Cit., p. 50.

[4] [4] Declaración de la Comisión de Poesía del Frente Cultural en la solapa de Jacques Viau Renau, Permanencia del llanto, 1965.

[5] [5] Idem.

[6] [6] José Alcántara Almánzar, Antología de la literatura dominicana, p.59.


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