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MÁS ALLÁ DE LA LÍNEA.

Pastor de Moya

Poeta, narrador y santiaguero, Pastor de Moya (1965) continúa en su agitada tarea de sorprendernos. Ofrecemos aquí un fragmento de su "Buffet para Caníbales", toda una fiesta para seguir en ese camino de locuras y de no te tardes, que la vieja Belén ya sabrás. Prometemos futuros comentarios... Esta obra hay que leerla más de una vez y sin otras agitaciones que la de sus gnomos.

Aferrado como un mono a la angosta y oxidada reja que servía de puerta al Pabellón # 3 (el de "Los Alemanes") advertí, una clara mañana, que el Pinty había trazado una recta raya de tiza en uno de los pasillos del penal. Amenazó y apostó que quién la cruzara por debajo, de un solo tirón y sin rozarla, conseguiría su inmediata libertad. Todos nos miramos asombrados, convencidos de que se había vuelto loco.

Debía ser domingo. Lo intuí porque algunos presos comenzaban a prepararse para lucir su mejor ropa. Esto era para mí como asistir a un ritual o disfrazarse para una fiesta de carnaval que solamente duraría dos horas. Otro día más en que los familiares y amigos nos prometerían que pronto saldríamos para la calle. Pensé (quise pensar) que todos los domingos en el mundo son iguales, menos en este lugar.

Hace mucho calor, a pesar de agosto ser tan blanco. Las gotas de sudor caen redondas sobre el suelo. Las visitas han empezado a entrar. Hoy están entrando primero las mujeres y los niños. ¿Por qué será que a las cárceles asisten más mujeres que hombres? Será porque son iguales: hembras. ¡Ay de mí, que las he habitado a ambas! Esta tarde están registrando a nuestras madres y esposas hasta los pelos, una por una, incluso a las privilegiadas, a las que poseen pases del Director y del Alcaide.

El problema no es la droga, si no donde la encontraron. A sabiendas de que le están restando mercado a los llaveros. ¡Ahora sí, estos guardias se están poniendo un poco chivos! Han puesto espejos en el techo, en las paredes y en el piso de la oficina, para verle por ahí hasta el olvido. Y más aún, han traído perros que son capaces de olerle, incluso, la existencia.

Me imagino a la Sargento del G-2, con esos dedos puntiagudos y grotescos, hurgando violentamente cada hueco. Estarán haciendo de las suyas. Deben ser sus días más felices en el recinto.

Hay radios encendidos por todas partes. Se escucha, sobre todo, bachata o algún bolero de Julio Iglesias. Sí, boleros de Julio, que los pone un Guachimán que asesinó a su novia. Siempre los pone a esta hora; no sé si para recordarla o para burlarse de su memo­ria. Se está nublando. La tarde se ha tornado plomiza.

El Pinty no esperaba a nadie. Quién podría visitar un ser tan extraño, que violó a su hijo de 3 años, a su mujer y al padre de ésta, al mismo tiempo. Y que luego los quemó vivos a todos, todavía gimientes y sangrantes. Creo que nadie se atrevería a venir a ver a semejante bestia rucia. Este permanecía frente a la delgada línea de tiza, observándola, estático como un niño emocionado que juega a la rayuela; ajeno al trajinar de los otros reclusos y visitantes que, apiñados y presurosos, se desesperaban por entrar a los callejones de sus parientes.

Ese día mi amante y yo no pudimos hacernos el amor. Ella estaba excitada con lo de la Sargento, se veía muy nerviosa, estaba seca. Nos sentamos en un banco que yo alquilaba todas las tardes de visitas. Le hablaba de mis deudas en el penal, de cómo iba marchando mi proceso. Le preguntaba que si soñaba conmigo en esas noches de calor, que si dormía desnuda y acariciándose para pensar en mí y esperar feliz el alba. Ella tenía las manos frías, las tomé junto a las mías y comencé a hablarle de las pretensiones del Pinty. Se quedó ensimismada, mirando fijamente hacia el pasillo, parecía no entender lo que le hablaba.

—"Que cruce el que quiera. Que cruce como quiera y como pueda"—gritaba el Pinty, a todo pulmón.

Estaba desesperado, provocante. No soportaba más esos trozos podridos de realidad que tanto le dolían. (Hay gentes que no tienen valor para el suicidio, pero buscan la muerte). Nadie le hizo caso. El mismo decidió realizar la insólita hazaña: se subió en uno de los muros del pasillo y se avasalló con fuerza hacia la línea. El suelo estaba duro y resbaloso. Un rojo charco de sangre ensució la raya de tiza y a las visitas. Le echamos agua fría pero no reaccionó. Esperamos un buen rato hasta que vinieron unos guardias y lo sacaron. Lo vimos salir más allá de los barrotes. Pasaron varios días y no trajeron al Pinty.


Pastor de Moya, “Buffet para Caníbales”, Isla Negra Editores, San Juan – Santo Domingo, 2002, pp. 15-18.

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