Aferrado como un mono a la angosta y oxidada reja que servía de puerta
al Pabellón # 3 (el de "Los Alemanes") advertí, una
clara mañana, que el Pinty había trazado una recta raya de tiza en uno
de los pasillos del penal. Amenazó y apostó que quién la cruzara por
debajo, de un solo tirón y sin rozarla, conseguiría su inmediata libertad.
Todos nos miramos asombrados, convencidos de que se había vuelto loco.
Debía ser domingo.
Lo intuí porque algunos presos comenzaban a prepararse para lucir su
mejor ropa. Esto era para mí como asistir a un ritual o disfrazarse
para una fiesta de carnaval que solamente duraría dos horas. Otro día
más en que los familiares y amigos nos prometerían que pronto saldríamos
para la calle. Pensé (quise pensar) que todos los domingos en el mundo
son iguales, menos en este lugar.
Hace mucho calor, a pesar de
agosto ser tan blanco. Las gotas de sudor caen redondas sobre el suelo.
Las visitas han empezado a entrar. Hoy están entrando primero las mujeres
y los niños. ¿Por qué será que a las cárceles asisten más mujeres que
hombres? Será porque son iguales: hembras. ¡Ay de mí, que las he habitado
a ambas! Esta tarde están registrando a nuestras madres y esposas hasta
los pelos, una por una, incluso a las privilegiadas, a las que poseen
pases del Director y del Alcaide.
El problema
no es la droga, si no donde la encontraron. A sabiendas de que le están
restando mercado a los llaveros. ¡Ahora sí, estos guardias se están
poniendo un poco chivos! Han puesto espejos en el techo, en las paredes
y en el piso de la oficina, para verle por ahí hasta el olvido. Y más
aún, han traído perros que son capaces de olerle, incluso, la existencia.
Me imagino a
la Sargento del G-2, con esos dedos puntiagudos y grotescos, hurgando
violentamente cada
hueco. Estarán haciendo de las suyas. Deben ser sus días más felices
en el recinto.
Hay radios encendidos
por todas partes. Se escucha, sobre todo, bachata o algún bolero de
Julio Iglesias. Sí, boleros de Julio, que los pone un Guachimán que
asesinó a su novia. Siempre los pone a esta hora; no sé si para recordarla
o para burlarse de su memoria. Se está nublando. La tarde se ha tornado
plomiza.
El Pinty
no esperaba a nadie. Quién podría visitar un ser tan extraño, que violó
a su hijo de 3 años, a su mujer y al padre de ésta, al mismo tiempo.
Y que luego los quemó vivos a todos, todavía gimientes y sangrantes.
Creo que nadie se atrevería a venir a ver a semejante bestia rucia.
Este permanecía frente a la delgada línea de tiza, observándola, estático
como un niño emocionado que juega a la rayuela; ajeno al trajinar de
los otros reclusos y visitantes que, apiñados y presurosos, se desesperaban
por entrar a los callejones de sus parientes.
Ese día mi amante
y yo no pudimos hacernos el amor. Ella estaba excitada con lo de la
Sargento, se veía muy nerviosa, estaba seca. Nos sentamos en un banco
que yo alquilaba todas las tardes de visitas. Le hablaba de mis deudas
en el penal, de cómo iba marchando mi proceso. Le preguntaba que si
soñaba conmigo en esas noches de calor, que si dormía desnuda y acariciándose
para pensar en mí y esperar feliz el alba. Ella tenía las manos
frías, las tomé junto a las mías y comencé a hablarle de las
pretensiones del Pinty. Se quedó ensimismada, mirando fijamente hacia
el pasillo, parecía no entender lo que le hablaba.
—"Que cruce
el que quiera. Que cruce como quiera y como pueda"—gritaba
el Pinty, a todo pulmón.
Estaba desesperado,
provocante. No soportaba más esos trozos podridos de realidad que tanto
le dolían. (Hay gentes que no tienen valor para el suicidio, pero buscan
la muerte). Nadie le hizo caso. El mismo decidió realizar la insólita
hazaña: se subió en uno de los muros del pasillo y se avasalló con fuerza
hacia la línea. El suelo estaba duro y resbaloso. Un rojo charco de
sangre ensució la raya de tiza y a las visitas. Le echamos agua fría
pero no reaccionó. Esperamos un buen rato hasta que vinieron unos guardias
y lo sacaron. Lo vimos salir más allá de los barrotes. Pasaron varios
días y no trajeron al Pinty.
Pastor de Moya,
“Buffet para Caníbales”, Isla Negra Editores, San Juan – Santo Domingo,
2002, pp. 15-18.