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Pedro Henríquez Ureña

DIEGO RIVERA.

PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

 

Hace cinco años, conversando en California con Walter Pach, el pintor y crítico norteamericano que entonces no había visitado a México, me dijo:
—Diego Rivera es uno de los hombres esenciales de la pintura moderna.
¡Era verdad, pues, declarada por extraños, lo que de tiempo atrás presentíamos, en gran parte con el deseo, los amigos de Rivera!
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Diego Rivera lo ha estudiado todo, lo ha ensayado todo. Nada de lo que es pintura le es ajeno. Posee juntamente el don de la mano y el don de la cabeza, ambos por igual. El don de pintar, como en los venecianos o en los españoles; el don de pensar la pintura, como en los florentinos o en los franceses.
Las cualidades de Rivera son, a primera vista, españolas: la mano fácil, el vigor masculino, el fuerte dominio sobre la realidad exterior. Pero el mexicano, en él, mide, calcula, se impone disciplinas. Y su genio personal lo lleva a penetrar en la estructura de los objetos, en las formas fundamentales de cuanto el mundo ofrece a sus ojos.
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Si se me preguntara qué distingue a Rivera entre los pintores contemporáneos, yo diría que es su profundo sentido — sentido arquitectónico—de la estructura de las cosas. ¡Pero todos los pintores se preocupan de eso! —se me objetará.— Todos, sí; es la boga, es la moda; todos quieren simplificar, sintetizar. Pero ¿cuántos atinan con las formas fundamentales, esenciales? Aquel, ingeniosísimo, las sorprende a ratos, pero a ratos se pierde en caprichos desesperantes; aquel otro, meditabundo, cuando cree atraparlas por el camino de la sencillez, las reduce a decoración plana y sin volumen; uno desmenuza los objetos; otro los amon­tona, los enmaraña... En Rivera podremos discutir la validez o la belleza de los accesorios; pero las formas fundamentales son justas, con justeza rara, como de quien ha sabido entender la lección que da Cézanne al mundo moderno.
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Era la pregunta obligada, en México, hace dos años, si Diego Rivera hacía aún cubismo. Y la respuesta era fácil, si había de ser superficial: no, lo que hace ahora Rivera puede llamarse clásico... o como se quiera. Igual sucede con Picasso, con la mayoría de los antiguos cubistas militantes. Pero Rivera, y Picasso, y todos, aseguran que siguen siendo tan cubistas como antes fueron, aunque sus cuadros de ahora parezcan Goyas o Ticianos. Ha cambiado la apariencia; pero el modo de atacar los problemas, de estudiar las líneas y los tonos, no ha cambiado. El cubismo fragmentario o analítico, que partía los objetos en tantos trozos como aspectos significativos ofrecían al pintor, ha cedido la plaza al cubismo integral (si se ha de llamar cubismo aún). Aquel cubismo, el primitivo, ha dejado obras que a nuestros sucesores les parecerán mucho menos extrañas que a nosotros, y fué un aprendizaje a que ningún pintor joven e inteligente renunció del todo. Su huella está en todas partes— hasta en los cartelones de anuncio de los Estados Unidos—y quien sepa ver advertirá que a loa buenos pintores les ha sido útil aquel modo paradójico, o demasiado lógico, de pintar; porque él representaba el punto culminante, aunque excesivo, en el movimiento de retorno al estudio de la forma, después del predominio, excesivo también, que el impresionismo dio al color.
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Cuando el artista ahonda en los problemas de su arte, cuando ahonda hasta la raíz, llega a resultados imprevistos, pero, en realidad, necesarios, inevitables. Uno de ellos es coincidir espiritualmente con artistas del pasado, de quienes en apariencia —en apariencia sólo— nos separan siglos. Si yo tuviese que colocar a Rivera entre sus afines del pasado, no lo colocaría ya entre los españoles, sino cerca de aquellos grandes italianos cuya energía viril se ejerce sin alardes: Cosimo Tura, Cossa, Mantegna. Sus retratos de Elie Faure, el orientador de la estética contemporánea, del pintor Paresce, del matemático Rosenblum, tienen vigor singular. Pero declaro que Rivera me contenta aún más porque ha realizado obras como La Vendimiadora, como El Niño que escribe, como los retratos de las hermanas Naux, donde su fuerza de ferrarés o de castellano se tiempla con la delicadeza, hija del amor; delicadeza que trae a la memoria al incomparable Renoir o al Goya de los retratos yde las escenas campestres.
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Y por fin, lo que hace de Diego Rivera, hoy, mayor artista todavía que antes, es su amor y su honda comprensión de las cosas de América, acrecentada por la visión penetrante de quien llevaba diez años de ausencia —y de labor— en Europa. Los dibujos en que, desde 1921, comenzó a estudiar las formas que en fastuosa profusión le ofrece México, eran ya promesa de obras definitivas. La primera de éstas ha sido la decoración del Anfiteatro de la Escuela Preparatoria, su labor de 1922: hay allí amaneramientos que desconciertan  al público acostumbrado al cromo, pero a ellos tiene derecho el pintor. Como dice Roger Fry, las gentes que más atacan una obra de arte comparándola con el natural son precisamente las que menos conocen el natural. En la obra sorprende, aun más que la valentía del color o la solidez de la construcción, la pericia con que están resueltos toda suerte de problemas de la figura, en una especie de alarde veneciano de virtuoso del dibujo. Ahora, la decoración de los corredores en el edificio de Educación Pública va más lejos: la obra se desarrolla con admirable soltura, y la vida mexicana se desenvuelve ante nuestros ojos con vigor que ningún otro artista supo darle hasta este día.

 

El Mundo, México, 6 de julio de 1923; Repertorio Americano, 1923.