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Periplo nerudiano de un dominicano

José del Castillo

Conocí a Pablo Neruda, literariamente, en la primavera libertaria del 61, cuando muchos jóvenes abrazamos su credo poético, identificándolo como un instrumento eficaz a nuestras tempranas inquietudes políticas y como ámbito propicio a los dilemas existenciales propios de la adolescencia, plasmados estos últimos en sus versos de juventud (Crepusculario; Veinte poemas de amor y una canción desesperada). Su Canto General formaba parte fundamental del arsenal ideológico-literario que alimentaba la fragua del grupo Arte y Liberación, del cual era yo una suerte de mascota, capitaneado por el ímpetu multiplicador de Silvano Lora. En la voz espléndida de Miguel Alfonseca se articulaban los versos imponentes de este poemario raigal de nuestra América. García Lorca, Machado, Alberti, León Felipe, Guillén, Vallejo, Del Cabral, Mir y Carmen Natalia, completaban el elenco de poetas cuyos textos animaban las veladas de esa vanguardia cultural, celebradas en el patio del Palacio Consistorial, en El Conde ebulliciente de aquellos tiempos.

Cinco años más tarde, en una plomiza mañana de abril, conocí al poeta personalmente en Santiago de Chile, en el Teatro Baquedano. Acababa de leer en tono solemnemente cansino su Versainograma a Santo Domingo, desde el podium de un acto de solidaridad con nuestro país, todavía ocupado militarmente por la Fuerza Interamericana de Paz. A la salida lo abordamos un grupo de dominicanos, formado mayormente por estudiantes universitarios y cadetes de la Escuela Militar. Platicamos brevemente con esta figura casi mítica, a quien todos los chilenos reconocían como su par más universal. Algunos solicitaron que estampara su firma en el brochure en que se había impreso este poema memorable.

De temple apacible, distancia aristocrática, Neruda se manejaba en la conversación con cláusulas cortas y una fina ironía que reforzaba con una sonrisa a flor de labios y sus arcadas cejas. Jugaba, de algún modo, con la ignorancia del interlocutor, sabedor de su condición de semidiós de la poesía. En una ocasión, en su residencia de Isla Negra, un carpintero le preguntó curioso –al mover de posición un cuadro del poeta Walt Whitman- que si se trataba de su abuelo, a lo que Neruda contestó, con cierto simbolismo filial: “No, es un retrato de mi padre”.

Después de aquel encuentro –lector voraz de todo lo nerudiano-, tuve otros fortuitos o buscados cruces con quien naciera en Parral el 12 de julio de 1904, hace casi cien años, como Neftalí Ricardo Reyes Basoalto y se formara en Temuco, en el Sur forestal y lluvioso, en la Araucanía, que se cuela con fuerza telúrica inconfundible en la melancolía de su timbre (“Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”, nos dice el poeta). Hijo de ferroviario y huérfano de madre al mes de haber nacido, fue criado por la segunda esposa de su padre, a quien llamaba amorosamente la “mamadre”. A los 16 años adoptó el nombre literario que lo afamaría hasta llevarlo al Nobel en 1971.

En ese lapso, encandilaría a los enamorados con Veinte poemas de amor y una canción desesperada –obra publicada a la edad de 20 años y traducida a decenas de lenguas en cientos de ediciones-, con un romanticismo descarnado y fundamental. Atraparía al lector en la búsqueda existencial que encontramos en Tentativa del hombre infinito, El habitante y su esperanza y que todavía se percibe en Residencia en la tierra. Nos asombraría con el amor maduro de Los versos del Capitán, libro publicado originalmente en Italia en 1952 en edición limitada y anónima, cuando residía en Capri, acompañado e inspirado por Matilde Urrutia, su compañera definitiva. Sus Odas elementales repasarían una amplia gama de tópicos, desde la cebolla, la alcachofa y el caldillo de congrio, llegando hasta el jabón, los calcetines, la farmacia y las estrellas.

Vida del Poeta

Activista en sus años mozos de la Federación de Estudiantes de Chile, en Santiago -donde estudiaba en el Instituto Pedagógico-, colaborador frecuente de su órgano Claridad, fundador y director de revistas culturales. Flaco, bohemio de pensión universitaria, ataviado de una capita negra, nos dice: “Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.”

“Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo
y las hojas caían en el agua de tu alma.”

Es el Poema Seis dedicado a Albertina Azócar, compañera de la universidad y hermana de Rubén, amigo y poeta.

“Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos”. A los 22 años Neruda es designado cónsul en la remota Rangún, Birmania, donde conocería a fondo el sistema colonial británico y a Josie Bliss, una amante apasionada y peligrosa que le obligaría a escapar hacia un nuevo destino en Colombo, Ceilán. Esta fuga da origen al Tango del viudo, poema terriblemente doloroso.

En los años que definieron el siglo XX, Neruda fue también cónsul en Java –donde casaría con María Antonieta Hagenaar, Maruca, con quien procrearía a Malva Marina, fallecida a los 8 años-, Singapur, Buenos Aires, Barcelona, Madrid –donde Lorca lo presenta en conferencia y recital en la Universidad, funda la revista Caballo Verde y se involucra al lado del bando republicano durante la guerra civil. El asesinato de Lorca le conmociona y escribe su Oda a Federico. Hace causa común con Rafael Alberti, Miguel Hernández –quien residió en su casa madrileña-, León Felipe, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y otros intelectuales españoles. En estas circunstancias conoce a la artista argentina Delia del Carril (La Hormiga), quien sería su segunda esposa, 20 años mayor que él (Neruda 30, Delia 50). Destituido del cargo se traslada a París y coordina con Louis Aragón, Paul Eluard, Picasso, César Vallejo, los movimientos de solidaridad con España. Publica España en el corazón y es designado en 1939 cónsul en París para la emigración de los refugiados republicanos, labor que realiza con tesón.

En 1940 es nombrado Cónsul General en México donde establece estrecha amistad con pintores como Rivera y Siqueiros, a quien ayudó a escapar de la cárcel de su país otorgándole visado chileno. Este gesto le costó a Neruda la suspensión por dos meses de sus funciones. En cambio, Siqueiros pintó en la Escuela México de Chillán, en el Sur chileno, uno de sus famosos murales.

En el 43 regresa a Chile este viajero incansable -o “el viajero inmóvil” como le calificara Emir Rodríguez Monegal en un ensayo biográfico sobre su poesía-, no sin antes llegar a Cuba y leer su Canto a Stalingrado, visitar en el Cuzco las imponentes ruinas incaicas que le inspirarían su célebre Alturas de Macchu Picchu. En 1945 es electo Senador por las provincias nortinas y proletarias de Tarapacá y Antofagasta ingresando al Partido Comunista. Un año después es jefe de propaganda de Gabriel González Videla, candidato presidencial del Partido Radical a quien apoyan los comunistas. La guerra fría distancia a González Videla de los comunistas y se produce la ruptura con Neruda, quien pronuncia su pieza oratoria “Yo acuso” que provoca su desafuero como senador y la persecución y clandestinaje del poeta durante un año, hasta escapar por las estribaciones cordilleranas australes hacia Argentina. Esas vivencias van fraguando la épica del Canto General de Chile, que se transformaría en Canto General de América.

En los 50, Neruda se integra activamente al movimiento mundial por la paz (CMP) y recorre el globo en estas lides, incluyendo la URSS y el campo socialista, China, la India. Se convierte en una verdadera celebridad, aupado por su talento y la guerra fría cultural. Entrega y recibe los premios Lenin y Stalin de la Paz. Viaja en esos menesteres por Asia y Europa con Rivera, Guillén y Jorge Amado. En México se publica en 1950 su Canto General ilustrado por Siqueiros y Rivera, mientras que en Chile se edita clandestinamente.

Sus 50 años, coincidiendo con sus Odas Elementales, los celebrará en Isla Negra en compañía de Ilya Ehrenburg, Ai Chin, Emi Siau, sus camaradas escritores rusos y chinos y una amplia gama de intelectuales. En un acto de generosidad –siendo un bibliófilo consumado-, dona su biblioteca a la Universidad de Chile, así como su colección de caracolas.

Concluye La Chascona para Matilde, se separa de Delia del Carril (1955), viajes a los países socialistas, Brasil, Uruguay, Argentina (donde es apresado), regreso a Birmania, Ceilán (motivo de Estravagario), las tierras misteriosas de su juventud. Publica dos libros adicionales de odas, así como Navegaciones y regresos, y Cien Sonetos de Amor.

En el inicio de la década del 60 Picasso ilustra con 14 aguafuertes su composición Toros y se publica en Cuba Canción de gesta, en tiraje de 25 mil ejemplares. Participa en la campaña electoral a favor de Allende. Traduce a Shakespeare (Romeo y Julieta). En su juventud lo hizo con Anatole France y William Blake. Es investido doctor por la Universidad de Oxford y como Académico de mi Facultad de Filosofía y Educación –que fuera también la suya-, ponderado por el poeta Nicanor Parra.

Entrega el Premio Lenin en la URSS a Rafael Alberti. Escribe Comiendo en Hungría con Miguel Angel Asturias. Visita Estados Unidos, invitado por el Pen Club presidido por el dramaturgo Arthur Miller y graba su voz en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.

Recuerdo que esa visita a los Estados Unidos, en 1966, en plena guerra de Vietnam, fue motivo de una carta pública condenatoria de intelectuales y artistas, encabezados por Nicolás Guillén –a quien justamente conocí en Chile en compañía de Neruda y quien en sus años chilenos había recibido albergue en la casa del poeta. Este gesto no sería perdonado por Neruda, quien en sus memorias  (Confieso que he vivido) lo distingue del poeta Jorge Guillén, señalando a éste como “el bueno” y a Nicolás como Guillén “el malo”.

Tras esta navegación esencial por la multifacética aventura de una figura cardinal del movimiento cultural internacional del siglo XX, viajero incansable, contertulio, gastrónomo entusiasta, que cultivó la amistad de lo mejor de la intelectualidad de su época, retornemos al motivo personal de estas notas de gratitud. Mis vivencias nerudianas directas.

Vivencias nerudianas personales

En la librería de la Universidad de Chile –institución a la que asistí por cinco años y cuyo local estaba ubicado a dos cuadras de mi apartamento en Plaza Bulnes-, me reencontré múltiples veces con el poeta, detenido en el repaso de las estanterías, por largos ratos. Bibliófilo apasionado, éste era uno de los ritos que realizaba cuando se hallaba en Santiago, en su casa de La Chascona, construida en la falda del cerro San Cristóbal. Aunque yo hacía otro tanto, nunca osé molestar su atención, norma que observaban con estricto cumplimiento desde empleados hasta estudiantes, respetuosos de su privacidad.

En otra ocasión, lo divisé en el mercado de pulgas que funcionaba en las inmediaciones del Mercado Central, frente al río Mapocho, curioseando antigüedades, una de sus aficiones. Sus casas, La Chascona, La Sebastiana (Valparaíso) y particularmente su residencia en la arena, en Isla Negra, frente al azul intenso y misterioso del Pacífico, constituyen testimonios vivos de esta vocación de coleccionista insaciable.

Otro encuentro lo proporcionó la residencia del escritor Francisco Coloane –una suerte de Jack London chileno, ballenero en los mares del Sur y ovejero en la Patagonia-, cuyo hijo Pancho era mi compañero de estudios, y donde el poeta gustaba tomar “once” (designación que los chilenos dan a su suculenta merienda). Cuando Neruda estaba en Santiago frecuentaba a su viejo amigo y camarada, hombre vital y carismático, de trato cálido, quien al igual que su invitado gustaba de la mesa abundante.

Con motivo de la visita del poeta ruso Yevstuchenko –excelente dramatizador de sus versos-, asistí al Estadio Nataniel, sobre cuyo ring de boxeo se presentó un magnífico recital a dos voces: la del enérgico y brillante ruso y la monótona atiplada de Neruda. Acudí a la puesta en circulación de su obra Arte de Pájaros, ilustrada por Nemesio Antúnez y otros artistas chilenos, efectuada en Bellas Artes. Fui el primero en la fila en la premier de su única incursión en la dramaturgia, Fulgor y muerte de Joaquín Murieta,  montada por el Teatro de la Universidad de Chile en la sala Antonio Varas.

Mi primer encuentro con Guayasamín y su obra pictórica fue en la primavera de 1969, en Santiago de Chile, en el Museo de Bellas Artes. Han pasado 35 años y todavía retengo en la retina aquellas esquemáticas figuras humanas de rostros atormentados. Sus manos huesudas y deformes, dominando el primer plano, parecían brotar desde la tierra como raíces terribles, ora para expresar espanto y horror, ora para suplicar ayuda. O al empuñarse, clamar dramáticamente por justicia. Era la serie Las Manos, parte del ciclo la Edad de la Ira. Y en Chile, quién mejor que Pablo Neruda, rodeado de los pintores Nemesio Antúnez y Roberto Matta, para presentar la impresionante muestra en formato mural de la obra plástica de su amigo Guayasamín, definido por él como “uno de los últimos cruzados del imaginismo”.

Eran tiempos de utopía. Los socialismos y las promesas de redención social flameaban por los continentes y América Latina no era la excepción. En el Chile mineral y oceánico de Neruda y Gabriela, plural por tradición institucional (“o la tierra será de los libres o el asilo contra la opresión” reza su himno), bajo la democracia cristiana de Eduardo Frei (padre) se vivía en plena ebullición política, presagio de la gran confrontación que llevó a Allende y a la Unidad Popular al poder en 1970.

Atraído por una curiosidad enorme de oír al poeta en traje circunstancial de candidato me encontraba entre los que acudieron al único mitin que realizó en Santiago como candidato presidencial del Partido Comunista, desde los balcones de esta organización en Teatinos, a escasos pasos de La Moneda. Nunca he escuchado un discurso de campaña poéticamente tan malo y políticamente tan aburrido. Neruda sabía que su gesto era “un saludo a la bandera”, como se dice en Chile, ya que el objetivo de su partido era presionar una candidatura unitaria, que sería finalmente la de su amigo Salvador Allende, en su cuarto intento, exitoso y trágico, por alcanzar la presidencia.

El derrocamiento de Allende en septiembre de 1973 y la muerte de Neruda pocos días después –quien fuera su embajador en Francia- reactivaron mi compromiso con la causa chilena. Ya antes, al regresar a Santo Domingo en 1971 como egresado de la Universidad de Chile y amigo personal de Allende y su familia, había organizado junto a Andrés María Aybar Nicolás un Instituto Dominico-Chileno, con la participación de la embajada de ese país. En Moscú, en el Congreso Mundial de la Paz, me encontré en noviembre de 1973 con Hortensia Bussi e Isabel Allende y juntos lloramos el deceso del esposo, padre y amigo. Así como con Volodia Teitelboim y algunos ministros socialistas de la Unidad Popular. Al igual que millares de delegados de todos los continentes, escuché conmovido en el Palacio de los Congresos el discurso vibrante y valiente del presidente mártir, pronunciado semanas antes desde La Moneda bombardeada.

A raíz de estos fatídicos sucesos, me enrolé en la coordinación de diversas actividades de solidaridad con Chile en las cuales Juan Bosch desempeñó un papel destacado. Una fue el homenaje a Neruda, realizado en el Centro Cultural de los Brea Franco, en el que intervino Pedro Mir y Juan Bosch y que posteriormente motivara el poemario del primero, Huracán Neruda. Todos mis libros de y sobre Neruda les fueron suministrados a Pedro para esa conferencia, devueltos religiosamente conforme a lo prometido. Otra actividad, con la participación de Vicente Bengoa y quien esto escribe, se realizó en el Club Universitario de Güibia, de la cual surgió un Comité de Solidaridad con la causa chilena frente a la dictadura de Pinochet. Asimismo, presenté en un local sindical el Libro Negro de Chile, editado por Taller.

Al regresar a Chile en 1990, luego de 19 años de ausencia, visité como un santuario la residencia de Isla Negra, hoy convertida en museo nerudiano. Fue un reencuentro sobrecogedor con la belleza que me había cautivado de este hombre inmenso como su mar. Recorrí cada detalle de la casa como si fuera la concreción perfecta de un sueño que había vivido tantas veces, recostado en mi cama o sobre el césped, al leer sus versos. Toqué sus mascarones de proa, sus objetos más entrañables, sus instrumentos de navegación, admiré las perspectivas marinas que había construido en cada ángulo de la casa. Me senté en el sillón de piedra, frente al mar Pacífico, donde declamaba a Matilde sus viejas y nuevas odas o sus sonetos de amor. Me sentí Neruda.

El próximo mes de julio, a los 12 días, este chileno universal cumplirá 100 años de su infinito nacimiento. 

Conferencia ofrecida por José del Castillo en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo dedicada al centenario de Pablo Neruda, en un panel compartido con León David y Tomás Castro Burdiez, el martes 27 de abril de 2004.