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Pastor de Moya, pequeño saltamontes.
Miguel D. Mena

 

Siempre he desconfiado de los cánones, las antologías, los promotores de la cultura, los evangelistas de la identidad nacional, los fieros defensores de las raíces, los que insisten donándole sangre a los occisos que siguen sospechando aún son las luminarias, los elegidos de George Steiner o Richard Rorty o Jacques Derrida o cualquier otro gurú que esté de moda, con razón o sin ella, los bibliófagos que te asaltan con un griego, un francés o Umberto Eco en la cola de un motor, en el caso, dicho sea, que los apocalípticos recuperen la vieja fama y los integrados se queden ahí, en sus nombres y sus rosas.

Tiro este tremendo párrafo -hasta a mí me cansa ahora que lo releo-, sólo para decir que leo a Pastor de Moya, y lo leo con gusto, con recuerdos, con buenos recuerdos.

Leo "Altares y profanaciones" (2006), una bellísima edición bajo una editorial con un nombre que terrible: "Ediciones contextualista". ¿Qué es eso, Pastor? ¡Te caíste, Pastor! ¿Hay que seguirse inventando escuelas y tendencias e insistir en el cibaeñismo ancestral, ese de las pequeñas parcelas y el conuquismo?

Pero no importa. Asumamos la tranquilidad. Continuemos con la alegría de un texto que es prosa poética, ensayo, confesión, apunte del profesor que deja que el paciente siga en el sofá mientras otros gallos estarán cantando.

Es complicado leer textos de los amigos. Uno tiende a la dulzura, a concluir con un "interesante" cualquier atisbo de ejercicio crítico. No siempre se puede leer el texto con un "en sí". Se compara con otros textos, se recuerdan hechos pasados, la memoria se debate con el gusto por lo nuevo, lo asombroso, la novedad.

Hacía un tiempo que un texto no me entraba y sacaba de la realidad tan de pronto y tan radicalmente.

En la memoria tengo presente al de Moya de hace más de veinte años, arrogante, como todo vegano que lee a Huidobro, preciso en la palabra, como el Concho Primo de la mocedad, irreverente.

Tantos años después me topo con un personaje tan tranquilo y tan loco como una cabra pero por ahí María se va, tan creativo, ahora y más que nunca.

Los cuentos de "Buffet para caníbales" (Isla Negra editores, San Juan, 2002) fueron una osada recuperación del cuento negro que nunca tuvimos. Mucho antes, los poemarios "El humo de los espejos" (1985), "El alfabeto de la noche" (2001) y "Jardines de la lengua" (2002), fueron los pisos de una poética formulada en base a la diferencia y al asalto: diferencia de formas y contextos, asalto a un sentido común que tenía que dejar de serlo.

Pastor de Moya nos ha acostumbrado a las sorpresas, a los sustos gratos.

"Altares y profanaciones" se deja leer como diario de un funcionario venido a menos, como si fuese el escribano del agrimensor de "El castillo" de Kafka. Son textos armados en la estridencia del surrealismo más radical, la recuperación de un fantasma que no ha soplado lo suficiente y que ahora está entre nosotros, el Lautreamont y sus "Cantos de Maldoror".

De Moya me hace volver a los textos del Conde y a Gastón Bachelard y su "Lautreamont" y a un pasaje de esos que no te dejan tranquilo, como aquel donde se dice que un elefante se deja acariciar, pero un piojo no, y que si "se encuentra un piojo en su camino, siga adelante".

Entre ensoñaciones zoofílicas y alucinaciones típicas de las montañas de Jarabacoa, Pastor de Moya se pone y se quita cantidad de trajes, como el guasón de Batman. Está el funcionario recién destutanado –lo cual es tremenda realidad, porque en verdad que pocos se han dedicado y ha logrado maravilla como ha sido el funcionario de Moya; está el niño frente al abismo lezamiano, el joven a quien lo ha dejado la guagua destino a Samaná, el que se burla de los estructuralistas y neogramatólogos y prefiere el canto de los gallos descalabrándose luego del penúltimo picazo y el ruido que es peor y las lágrimas que son aún peor, ¡carajo!

Pastor de Moya no deja de teorizar sobre su trabajo y recordarnos sus horas ante las fogatas del ego. Está bien. Lo hace bien. El problema es cuando se pone el traje del ventrílocuo y se pone a dialogar ficticiamente con Tony Raful, Cayo Claudio Espinal y Andrés L. Mateo, por cierto, el primero y el último fueron dos de sus antiguos empleadores.

Raful suena como Zaratustra volviendo por su finca, Espinal recuerda al personaje de Kung Fu (David Carradine) cuando era un pequeño saltamontes y entonces se tenía que estar pendiente del chorrito en la fuente. Mateo aparece como un jubilado de la UASD y de alguna guerrilla que no salió de su mente o que al menos nunca arrancó de Villa Mella.

Al final, quien no tiene idea de estos tres personajes ni de este medio paisaje se salvará de la memoria. Decir Raful, Espinal o Mateo será como hablar de Gregor Samsa o Melquíades o Pedro Páramo. Es lo mismo. De Moya logra dar las estocadas certeras del crítico, del creador, del sujeto que asume en todas sus extensiones y que no deja ninguna intención afuera.

"Altares y profanaciones" debe ser leído por todos aquellos que se preocupen por la cartografía del alma nacional contemporánea. Estamos frente a un lúdico ejercicio de situar una cotidianidad delirante, detrás de un motor camino a Estancia Nueva y con una isla que se puede poner al revés o al derecho, no importa, lo que sí importa es el principio de tensión. Y justamente este es logro evidente de este texto: hacernos dudar de nuestros saberes comunes, removernos de esta mecedora que ya parece convertirse en una licuadora.

Pastor de Moya es nuestro pastor y nada nos faltará, por sendas de reposo tal vez no nos conducirá, pero justo ese es el secreto de esta creatividad exaltada, que brinca y ojalá no te me quedes en esa nube.