LETRAS | PENSAMIENTO | SANTO DOMINGO | ESPACIO CARIBE | EDICIONES

JIMMY HUNGRÍA INVITA A HELADOS QUE SE ESFUMAN SI UNO NO SE APURA.
Miguel D. Mena

En el país del helado, quien tiene a un banilejo es casi un rey.

Me explico para los que llegaron tarde a la hora antigua de la dominicanidad: el que era de Baní sembraba hielo, el que era de San Juan era brujo, el barahonero platanero y en la Capital se hacían los cheques.

A Jimmy Hungría nunca le ha interesado esta dominicanidad de capa y espada. Es más, no sé por qué tengo que referirme a todos estos artilugios de la memoria, a menos que sea para luego sacar el as o las copas y acabar con la partida, y decir de una buena vez que Jimmy Hungría es la mejor estampa de cuando alrededor de un helado estallaba lo más granado de la amistad, y que los territorios que le interesan tienen y no tienen que ver con esta Isla, que lo suyo es la imagen, no importa de donde venga, la precisión del dato, lo que pasó en la pantalla y la cantidad de rositas de maíz que alguien dejó de comerse, y esa memoria más precisa que la de Funes, y también esos chistes que nunca dejan de contarse y hacer gracia.

Jimmy Hungría ha recogido sus escritos del  último decenio en un libro titulado “Helados que el tiempo derritió”.

La imagen es refrescante.

Cuando paso por la Calle Hostos y veo que sólo quedan par de mosaicos de Helados Imperiales, la memoria no deja de convertirse en una licuadora y sacar casi un ruido infernal. Eran aquellos años de helados también los del cine, los rituales del amor pasando por el helado uva de playa o almendra si era en Nevada del Conde o de Níspero en la vieja Rex.

Pero cuidado: no estamos frente a un glosario de lamentaciones por el tiempo que como el plátano madura, no vuelve a verde.

Si hay alguien que ha recorrido las largas, profundas y sentidas extensiones de este Santo Domingo que se nos hace y deshace, ese es el autor de esta obra que comentamos.

Difícil que es haber estado en cualquier antro, galería, sala de exposiciones, de conciertos, de fiestas, de cumpleaños, en bodas, mortuorios, puestas en circulaciones, gimnasios, tras el carrito de compra, en cafeterías con capuchinos que se respeten, en resorts con descuentos los días de fiestas, y no detectar algunas de sus múltiples huellas.

Lo que pasaba por ahí, por allí y aquí, ahora se condensan en las páginas de un libro que se lee a saltos, o mejor, que se relee. No sólo está esta ciudad que nos arropa en su mundo subterráneo, ya lo dije, aquí hay de todo.

Los “Helados” de Jimmy son todo una maleta de viaje. Podrás ponerte esa ropa en Nueva York, no sentirte tan lejos aunque estés en Ulan Bator, recuperar lo que nos queda: la memoria.

Aquí están contenidos años de artículos, cartas, aclaraciones, notas, recomendaciones, entrevistas.

No es un libro de nostalgia sino de recuperación. No hace historia, pero nos cuenta lo que pasó, el dónde era la cosa, qué pasó con qué y con quien.

Hay héroes furtivos, como Pedro Peix o Arturo Rodríguez Fernández. Hay temas que pueden ayudarte, como el arte de comprar libros en Nueva York. Hay textos que recuperan momentos de decisión en la cultura, en la cotidianidad moderna, postmoderna y cavernaria del buen dominicano.

La prosa está bien cuidada. Avanzamos sin darnos cuenta. La manera de armar los temas nos da la sensación de estar frente a un autor de autoayuda, pero no: los barcos de Jimmy Hungría toman otras direcciones.

En un tiempo en que los libros son toda una marejada por lo mucho que mueven y lo poco que conmueven, es bueno subrayarr la manera en que nos hemos estado constituyendo.

No es fácil semejante reflexión. El campo intelectual dominicano cada día está más atenazado por las ganas de gloria, el escándalo, la venta, el ruido. Hay dificultades para expresar y expresar. El pensamiento tranquilo, ¿a quién le interesa?

Semejantes correrías pueden advertirse en el estilo, en las tropelías cometidas contra el idioma, la candidez de las imágenes, la fluidez del pensamiento.

Es frecuente leer con una sensación de estar en los minutos finales de alguna carrera de caballos que se largan a la nada.

En medio de este paisaje es refrescante leer a Jimmy Hungría.

También es un riesgo si es que se sigue actuando de “la dominicana manera”, es decir, con la imprecisión, la invención, porque eso sí, estamos frente a un autor vigilante del dato preciso, de la localización donde pasó esto o aquello, más vigilante que un miembro de la guardia suiza o algo así, así que cuidado.

“Helados que el tiempo derritió” es una crónica de la cotidianidad dominicana desde los años 90, contada de una manera amena y refrescante. Es un texto de gran utilidad para estudiosos literarios si es que se quiere hablar de la historia de los premios de literatura, por ejemplo, desde La Máscara hasta los de Casa de Teatro. También le sirve al antropólogo urbano, al espectador de cine, al funcionario que quiere captar la fina sensibilidad de quien sólo quiere disfrutar la ciudad, con todos sus riesgos y con un sentido de comunidad.

La edición de “Helados que el tiempo derritió” es otra cuestión. ¡Sólo treinta ejemplares en su primera edición!

Estamos frente a un gran esfuerzo y un logro significativo. Jimmy Hungría nos devuelve la alegría de vivir en esta ciudad. Él sabe cómo sacarle filo a la felicidad. Gracias por estos helados, y por suerte que no todos se derriten y que de todos modos, hay tantos banilejos alrededor como buenos amigos y buenos helados.