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NOTAS PARA UN PENSAMIENTO CRÍTICO DE LAS RELACONES INTER-INSULARES (R. DOMINICANA - HAITÍ)

Miguel D. Mena

 

LA BANDERA, ENTRE ALADINO Y OTRAS FÁBULAS

La bandera dominicana se ha puesto de moda.

En abril del 2005 buscaba en El Conde alguna banderita y sólo encontré una, de escritorio. Unos meses después, a mi vuelta en octubre del mismo año, en todos los gift-shops de El Conde la bandera era uno de los objetos más visibles.

Ese lienzo tricolor contiene nuestra historia más reciente, en sus buenas y en sus malas.

Es sustento del imaginario, techo de una historia en la que nos cobijamos y que nos habla de paces y de guerras, de derechos y sueños, de algo que al ponerse en alto nos devuelve a cierto mito fundador. También convoca sombras, como la de los dictadores en retroactivo, Trujillo, Lilís, Santana. Si, personajes magros como Pedro Santana, símbolo de la nacionalidad decimonónica, criminal como ninguno –mandó al paredón a sus principales enemigos políticos, incluidos María Trinidad Sánchez y su sobrino, Francisco del Rosario, trinitarios de primera fila-, y quien paradójicamente reposa en el Panteón Nacional, junto a figuras tan señeras como Salomé Ureña y Eugenio María de Hostos.

Peculiar que es la historia de nuestra bandera. Al diseñarla, Juan Pablo Duarte no hizo más que retomar la haitiana, que a la vez era una versión de la francesa. Los haitianos habían suprimido la franja vertical blanca, dejando sólo el rojo y el azul. Duarte le agregó la cruz blanca, reorganizando la disposición del azul y el rojo en posición alternativa. Como escudo, colocó la Biblia en aquel capítulo de Juan 8:32: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Supuestamente los colores habrían de alterarse –el rojo en la parte superior izquierda- en caso de guerra… Al menos eso es lo que cuenta el mito.

La bandera dominicana nos entra por la ventana. Ahí está la pantalla transmitiendo el juego de Grandes Ligas, el desfile, y ahí están los dominicanos ausentes levantando lo que más le levanta el ánimo patriótico. El relanzamiento de la bandera comienza afuera, donde más se necesita. Ahora, de repente, y con el nacionalismo excluyente que nos arropa, hay bandera para todo y para todos.

Hemos entrado en el siglo XXI. Sentimos la presión de lo que se llama globalización, las migraciones, los que no puede deparar el tratado de libre comercio, los procesos de integración, que serán caribeña, latinoamericana, con Europa. Para no diluirnos, tenemos que sacar a flote aquello que nos diferencia, que nos presenta, que nos identifica.

Somos dominicanos. La patria es esta tierra. También es la que se dejó allá abajo, hormigueando, tras migración, en Las Américas, en Puerto Plata o Santiago o Punta Cana. Todos tendremos una patria.

¿Hay que estar orgullosos de esta tierra? ¿Se reduce el ser a la tierra?

Vista desde una óptica cristiana, budista, musulmana, es decir, dentro de las principales religiones del mundo, la tierra es una construcción perecedera, sino es que la visión se extrema y se dice que es pura ilusión. Nacemos y nos podemos corresponder con lo que nos rodea. La persona no echa raíces, como las plantas. Hay que estar orgullosos de las buenas acciones que se pueden emprender, de la capacidad de crear una comunidad solidaria, comprensiva, alrededor de nosotros, pero no con la idea de que posesión ni de un para siempre.

La patria es la tierra. La tierra se mueve. La tierra siempre será una elección. Muchas veces coinciden la tierra, la patria. Para los que tienen que vivir fuera de República Dominicana –uno de cada ocho tiene que hacerlo-, la sensación de pertenencia se refuerza, atraganta. A todos los que nos hemos ido nos saben como a nadie las galletitas con la cruz de Semana Santa para la habichuela, las mentas. Nuestra Señora de la Altagracia se ve mas bella que nunca cuando al fondo cae la nieve. El himno nos hace llorar si es que sólo uno es quien lo entiende mientras todo mundo habla inglés o sueco o japonés o está subiendo al podium Félix Sánchez para recoger su medalla.

En la Biblia las imágenes urbanas se concentran en las figuras de Babilonia y la Nueva Jerusalén. El mensaje es claro: la persona no tiene que aferrarse a las alturas que crea, porque, por más altura que haya, nunca podrán tocar las nubes.

Las banderas son la alfombra de Aladino, el techo que nos marca la habitación, la carta que sacamos a la hora en la que todos tienen las suyas en la mesa o en el rostro o en la frente y hay que apostar por la gravedad o la gravidez del rostro, la expresión.

Necesitamos las banderas porque ellas son nuestras sombras. Debemos comprender, sin embargo, que ni el rojo ni el blanco ni el azul, son nuestra exclusividad. Cada quien tiene los suyos. Si las sacamos en algún estadio de New York o en los desfiles de Miami o en la fiestecita de Madrid o Milán, no tiene que ser porque ese territorio aureático que creamos en el momento sea la confirmación de un aislamiento o una fortaleza o una erradicación. Debería ser una celebración de la diferencia, de la variedad que es el ser sobre esta tierra, pero no la reafirmación violencia de ningún particularismo.

CÓMO SE MALOGRA LO MÁS PURO DE LA BANDERA

Comenzamos el siglo XXI con el resurgimiento de lo más autoritario y salvaje del nacionalismo dominicano. Los razonamientos formales de un Manuel A. Peña Batlle o un Joaquín Balaguer, se han transformado en las arengas de Manuel Núñez y Consuelo Despradel. Las ideas en torno a lo haitiano no son nuevas, pero tienen un nuevo vehículo: la instantaneidad de los medios de comunicación, la facilonería en su tratamiento, el crear miedos con la única intención de ganarse el sustento o la legitimidad con esa macabra industria.

Los años 90 fueron el terreno propicio para el resurgimiento de esos planteamientos.

La publicación del libro “El ocaso de la nación dominicana”, de Núñez, fue el detonante. Diez años después de su primera publicación, aprovechando la confusión del PRD y el peso de las mafias intelectuales, logró con el mismo un segundo premio literario, esta vez el Nacional de Literatura. El caso no hubiera tenido mayor impacto de no haberse congeniado autor y texto en una campaña no sólo mediática: el mensaje llegaría a los cuarteles militares y a una de sus publicaciones, donde su autor retomaría la tesis del “espacio vital”, que fue justamente de las que, gracias a “Mi lucha”, de Gustav Adolf Hitler, trató de legitimar el Holocausto judío.

La tesis central de ese texto era como meter en la licuadora a Thomas Robert Malthus (1766-1834), a Robert Darwin (1809-1882) y de ñapa hasta al Terminator: la Isla es muy pequeña, los haitianos no tienen ni naturaleza ni economía, los haitianos están obligados a invadirnos porque están  reproduciéndose como conejos, de un lado y otro de la Isla, razón por la cual es posible que el país reviente un día de estos por lo extremo de la población.

Lo que pudo haber sido un conjunto de chistes de mal gusto, de un razonamiento para-sociológico y para-filosófico, sirvió como argumento a un grupo de comunicadores sociales y especialistas del escándalo.

Tales posiciones, si bien enfrentadas por un conjunto de valiosos cientistas sociales de aquí y de allá, se convirtió en el libro que más o menos orgánico que el pensamiento autoritario necesitaba.

El mismo tomaría fuerza en unos años en los que el pensamiento crítico y sus instituciones –pienso en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y algunas ongs- perdieron terreno, tanto en sus trabajos de investigación, como de exposición y de opinión pública. Desaparecieron figuras carismáticas del pensamiento, como Juan Bosch y Pedro Mir. Los que asumieron una visión incisiva sobre el tema desde los setenta –pienso en Hugo Tolentino Dipp, Roberto Cassá y Rubén Silié, entre otros-, se dedicaron a otros temas no directamente relacionados con la cuestión racial. Del lado haitiano, se nos fue en el 2004 una figura tan carismática como la de Gerard-Pierre Charles, que tanto hizo en busca del diálogo entre nosotros.

El terreno intelectual de los 90 fue ganado por el pensamiento fácil. Los sociólogos y politólogos comenzaron a desaparecer de los medios de comunicación, porque la farándula y el deporte se convirtieron en objetos de grandísima utilidad pública. Los periodistas y comunicadores se convirtieron en la nueva conciencia nacional.

Mientras tanto, y a pesar de la facilonería y el nihilismo en la expresión, el país se fue complejizando. Su desarrollo escapaba a las escuelas hasta entonces dominantes. El marxismo ya no brindaba las herramientas necesarias. El mundo ya no era el de las luchas de clases, aunque las clases existían, el poder se ejercitaba, existían obreros, burgueses, campesinos, chiriperos. Sin el respaldo del campo socialista, había que darle la espalda a Marx, a la dialéctica, a la crítica del poder, a los símbolos de status.

En medio de este panorama el tema de la nación se ha cafeinizado. Los dominicanos del afuera son más dominicanos que nunca gracias a Samuel Sosa, Pedro Martínez, -los dominicanos 100 por ciento que se iban y venían-, y los híbridos que son Félix Sánchez, Alex Rodríguez y Alberto Pujols –un pie lleno de cadillos y otro en la nieve.

Ya tenemos medalla de oro olímpica, nos ganamos un nicho en la historia, además, con dos reinas de bellezas ítalo-dominicanas, y eso, descontando a Oscar de la Renta y el favor que nos hace el jet set de Punta Cana. ¡Hasta en la serie Scrubbs tenemos una dominicana! “I call Altragacia Guzmán, but you can call me Tatica”, dice aquella viejita inolvidable –Altagracia Guzmán- de la película “Raising Víctor Vargas”, que no sé si han visto nuestros ultra-nacionalistas, pero quién sabe.

Lo dominicano anda a millón. La bandera son los pies, las manos, el rostro. Ni los leceístas ni escogidistas tendrán tantos partidarios como los de la bandera tricolor.

Lo digo por última vez para concluir el tema de la bandera: cuando la veo en el escritorio de mi hija, así tan chica, cuando la encuentro en alguna foto de la sede de la UNESCO en París o en cualquier libro de historia, no dejo de emocionarme, de recordar mi infancia y el malecón y el desfile y yo subiendo la bandera dominicana en el Liceo Estados Unidos, y el paquete de gente en el Pico Duarte, en el Monumento, sintiéndose aireado, alto.

NOS GLOBALIZAMOS

Los dominicanos vinimos de todas partes. Tenemos 500 años yendo y viniendo. En una Conferencia del Caribe, celebrada recientemente en Viena (del 1 al 4 de diciembre del 2005), hablé brevemente sobre la manera en que los grandes textos de la literatura dominicana, salvo unas rarísimas excepciones, habían sido escritos en el extranjero.

No he visto ninguna protesta por la presencia de extranjeros en nuestro país. Eso es una suerte, en verdad, porque demuestra que somos abiertos, plurales, que podemos interactuar, aprender, compartir, hacer de la isla un mundo bien amplio y no aquello que está al fondo del anuncio de Barceló que aparece en El País, de España.

Nadie se queja de los 35 mil alemanes en la zona norte, de los más de 25 mil franceses, de los miles de italianos, españoles, que residen entre nosotros. Nadie protesta porque la gran propiedad inmobiliaria de las Terrenas esté en manos de franceses, de que Samaná y Puerto Plata sean emporio alemán, que los escandinavos y canadienses y norteamericanos tengan la principalía en Cabarete, de que los hoteleros alemanes y franceses concentren toda la capacidad hotelística de la Zona Colonial de Santo Domingo. A nadie le molesta la cantidad de cubanos trabajando en los medios de comunicación y en el sector servicios, ni de los colombianos en la ingeniería y arquitectura, ni de los brasileños en la publicidad, ni de los coreanos en las zonas francas, ni de los sudamericanos en Casa de Teatro ni de los chinos en la gastronomía y el limpiado de uñas.

Se me dirá que esta migración es legal, que trae finanzas, conocimientos, activa la economía, el mercado, aunque también saque beneficios, hace disparar los precios inmobiliarios, controla la producción, el comercio, exporta ganancias. Todo es cierto.

No sólo el país dominicano, ningún país en esta tierra sería concebible sin la presencia de extranjeros. También eso es cierto.

¿Y qué pasa con los haitianos? ¿Son extraterrestres?

Los haitianos siempre han estado aquí. Tal vez sean más visibles que los demás extranjeros porque el color y la situación económica. Pero los mismos, en sentido general, ¿no son parte de este desarrollo que mal que bien hemos adquirido en estos últimos cuarenta años?

DECIR LO DOMINICANO, DECIR LO HAITIANO

Decir nación dominicana es incluir a Haití como una de sus variables fundamentales. La ideología más autoritaria plantea que la nación dominicana está en proceso de disolución debido al aumento de la población haitiana en el suelo nacional, suponiendo que la simple devolución de estos inmigrantes podría resolver algunos de los problemas nacionales.

Si bien el señalamiento del aumento considerable de indocumentados es cierta, las falsedades tejidas alrededor del tema están teniendo consecuencias fatales.

Y lo peor: las tragedias que esas falsedades pueden provocar aún son imprevisibles, aunque ya comienzan a manifestarse.

Al hablar de “más de un millón de haitianos”, se piensa que los mismos han atravesado las fronteras de un tirón. Esa es la primera mentira. Lo primero sería diferenciar la composición de este conglomerado, revisando tanto las políticas migratorias como laborales desde 1961.

Se habla de “ilegales”, y ciertamente una gran parte de los mismos no ha dispuesto de la documentación legal necesaria. Sin embargo, ¿no fue culpable el Estado dominicano desde los primeros tiempos de Balaguer (1966-1978) de esta anomalía? ¿Estaba ajustada a las leyes y al orden constitucional la contratación de braceros haitianos? ¿Era específica y se practicaban las disposiciones legales sobre la descendencia de estos inmigrantes?

Las políticas migratorias y laborales, dentro de los procesos de modernización que arrancan en 1961, tras la caída de la Era de Trujillo, han estado mediados por los intereses particulares.

El espacio que ocuparon los haitianos en los 60 fue el dejado por los dominicanos, que no podía más soportar la miseria de los campos, y mucho menos, las condiciones de trabajo en los ingenios azucareros. Por más intento que hizo el balaguerismo de entonces, con aquello de “corta la caña, dominicano”, nada se logró. Hasta principios de los años ochenta, hasta cuando se vio que el monocultivo azucarero ya no era rentable, hasta ese momento los mismos gobiernos habían legalizado con su peso una política que a todas luces no se ajustaba a un Estado de derecho.

Mientras tanto, los haitianos, como todo conglomerado humano, buscó la manera de sobrevivir, creó familia, muchas veces familias binacionales.

¿Cuántos nacionales haitianos se quedaron de aquellos años de zafra? Eso es bastante difícil de cuantificar. Ni siquiera en los censos de los últimos 25 años se ha incluido a esta población flotante, otra muestra de la falta de interés por traer claridad al tema.

¿Tenían que o podían regresar a su tierra? ¿No pasó lo mismo con los que provenían de las islas inglesas a principios del siglo XX, que finalmente crearon la hoy bien respetada comunidad cocola? ¿Volverán los dominicanos que se fueron en yola a Puerto Rico, que arriesgaron su vida en la frontera mejicana?

Tanto la política del Estado ante esta migración como la interpretación de lo que era constitucionalmente el nacional dominicano tuvieron tal lasitud. Recién es en estos días de diciembre del 2005 cuando la Suprema Corte de Justicia decide que el nacido de indocumentado no obtiene la nacionalidad de manera automática. Aún así, el tema sigue en debate.

A pesar de que tal discurso está dominado por la arenga y las consignas, el mismo ha mostrado una gran efectividad en algunos círculos de la población que de repente se ven amenazados e incluso, en determinadas circunstancias, pueden actuar con una violencia tal que desdice de todo el sistema democrático que tratamos de construir desde 1978. En la edición del periódico Hoy del 30 de noviembre del 2005 se lee lo siguiente: “En la mayoría de los dominicanos prevalece la idea de que el gobierno debe utilizar el recurso de la repatriación para manejar el tema de la inmigración haitiana. Unos consideran (36.2%) que solamente deben ser extrañados los ilegales, estén trabajando o no, y otros (33.8%) opinan que todos, los legales e ilegales, según los resultados de la encuesta Gallup-HOY.”

Las relaciones entre ambos países han estado dominadas por las ignorancias de los devenires mutuos, por la idealización de un pasado colonial y aún pre-colonial, por el establecimiento de políticas de explotación que no han respetado las condiciones más mínimas de la persona.

Por el lado de Haití, se podría hablar de indiferencia de la cuestión dominicana.

Estando en Puerto Príncipe en el 2001 y al coleccionar los cuadernos que sirven como material educativo para la clase de historia del bachillerato, pude confirmar la manera en que de la parte dominicana no había prácticamente ninguna referencia. A juzgar por estos textos escolares, los dominicanos existimos como existen los egipcios o la cultura mesopotámica.

A esta ignorancia programada se le agrega la parcialidad en aspectos comunicacionales.

Desde los 80 han aparecido Organizaciones No Gubernamentales que, al protestar por la sobreexplotación y la situación a veces esclavista a la que es sometido el bracero haitiano en República Dominicana, con mucha frecuencia ocultan parte de la verdad: también los diferentes gobiernos haitianos se han aprovechado de tal contratación, tanto porque las mismas les ha representado un capital como porque con ella se liberan de una parte de la población que de manera presionaría aún más al ya debilitad campo laboral en Haití.

Por el lado de la República Dominicana la imagen de Haití es prácticamente la de la Ocupación entre 1822-1844. Se presenta como la amenaza a los valores de la lengua, la raza, la nacionalidad, es decir, aquello que eventualmente debería identificar a lo dominicano. En esto no supera el discurso trujillista, que luego de realizado el terrorífico Corte en 1937 –que se saldó con una cantidad de víctimas aún no cuantificadas, pero que pasaría de cinco mil-, acabó concediéndole a Haití una porción del territorio dominicano que si bien habitado por los nacionales del otro país, en los acuerdos fronterizos era parte inalienable del territorio dominicano.

Al suponer a lo dominicano como pasto exclusivo de lo hispánico y lo católico se borra el carácter multitucultural de los dominicanos, aquella zona donde se es inglés y protestante –pienso en los cocolos y en los ingleses, de Puerto Plata, de Samaná…

Si a estas incomprensiones, idealizaciones y falsificaciones mutuas le agregamos la falta de institucionalidad jurídica –ya sea en su formulación, comprensión o ejecución de algunas leyes, como aquella que define al dominicano a partir del lugar de nacimiento-, entonces advertiremos la complejísima situación a la que estamos enfrentados.

A los más de ocho millones de dominicanos habría que agregarle una población que rondaría el millón, y que estaría compuesta por documentados, indocumentados, trabajadores temporales y una población nacida aquí, que habla castellano, pero que muchas veces es discriminada por la piel negra.

Ciertamente las principales ciudades dominicanas han visto cómo en sus calles han aparecido mendigos haitianos junto a los mendigos dominicanos –los cruces de la Avenida 27 han sido el escenario de todo tipo de impedidos físicos, puntualmente depositados por verdaderos negociantes de semejantes limitaciones, desde que tengo memoria… Se han producido conflictos, muchas veces magnificados por la prensa, y que algunas veces no han sido fruto más que de elucubraciones periodísticas, como aquella quema de bandera dominicana durante una fiesta de gagá en la región Este.

Ciertamente hay brotes de violencia que en nada conducen a una mejor convivencia, pero las mismas no son una exclusividad haitiana. ¿O no es que por mes estamos recibiendo a más de cien condenados dominicanos por la justicia norteamericana, por los más distintos hechos de violencia o narcotráfico?

La cuestión no es exculpar a los que no se ajusten a las reglas de convivencia y democracia. No es tildar de pro ni en contra a los que tengan el coraje de expresar alguna opinión, sino de tener una visión crítica ante una situación bastante compleja, que no se resolverá con ningún golpe de mano.

Es evidente que Haití no ha podido consolidar un sistema democrático en su historia. Sus limitaciones institucionales lo han conducido a ser un país pasto de los despotismos locales y del abuso de las potencias imperiales. En la actualidad nuestras fronteras son bastante porosas, pudiendo filtrarse por ella todo lo posible: ilegales (de todo tipo, a veces hasta promovidos por la parte oficial dominicana, como el famoso diputado traficante de chinos), armas, drogas.

Este es el lado negativo. Hay otro, sin embargo, al que le debemos prestar atención, a esa frontera donde también hay convivencia, negocios, donde sólo gracias al tráfico con Haití ha podido darse cierto nivel de sostenibilidad económica, paliándose así, parcialmente, la pobreza histórica de la región que se ha debido al descuido histórico de los diferentes gobiernos.

¿Cerrar la frontera? ¿Militarizarla aún más? Ninguna de estas medidas ha podido resolver el problema, aunque se hayan intentado una y otra vez.

Al control que todo Estado está obligado a ejercer sobre sus límites, debería agregársele, en este caso, políticas de desarrollo económico más consistentes en esta región, de modo que no sea tan dependiente del intercambio comercial, sumándose así a un mejor estado de derecho.

Hasta el momento la frontera aparece en nuestro imaginario como la tierra de nadie, más del otro que de uno mismo.

Aquí la comunidad internacional podría jugar un papel de importancia, en el aspecto económico, social y ecológico. No solamente se necesitan helicópteros sofisticados y personal armado: más que la idea de frontera como separación, la misma debería comprenderse como la de límite: no algo que distancia o simplemente divide, sino el de espacio propio.

La región fronteriza podría servir como modelo de convivencia. El desarrollo de zonas francas, los programas de riego, de reforestación, de producción agrícola, podrían potenciar a una población que hasta la fecha sólo se limita al intercambio pasivo de ropas, alimentos, muchas veces puro contrabando, siendo pasto así de eventuales medidas de coerción o prácticas de corrupción.

Todavía queda la arenga cada vez más publicitada de la expulsión pura y simple. ¿Se han preguntado estos cronistas, periodistas y opinadores, en cuáles condiciones ha venido parte de esta población?

La producción azucarera actual emplea a unos 11 mil braceros, la inmensa mayoría haitianos, debido a que los procesos de mecanización no se han desarrollado lo suficiente.

Las manos recolectoras de café también son haitianas. Los cafetaleros de Villa Trina y de San Francisco de Macorís, los arroceros de Santiago, entre otros, han advertido el daño que le está causando a la producción la repatriación pura y simple de estos trabajadores.

En la edición de Hoy del 19 de diciembre pasado leemos:

La Federación Nacional del Arroceros (Fenarroz) planteó ayer que luego de la expulsión de los haitianos les falta de mano de obra para sembrar, por lo que gran parte de la producción de la próxima primavera será afectada. La presidenta de Fenarroz, Bernardita Hernández, dijo que los empresarios agropecuarios subieron el jornal hasta RD$300 y RD$350, y, en ocasiones, ofrecen además la comida para atraer obreros, pero aún así los trabajadores agrícolas son “muela de garzas”.

Hernández dijo que los dominicanos rechazan trabajar en la cosecha arrocera a menos que les paguen sobre los RD$400 diarios. Dijo que la escasez de mano de obra hace que los haitianos que aun permanecen en las zonas arroceras condicionen trabajar entre las 6:00 de la mañana y las 3:00 de la tarde. “

Dos días antes y en el mismo periódico, el turno le tocó a los cafetaleros:

“Los empresarios cafetaleros de la región del Cibao dijeron que “están desesperados” para conseguir obreros agrícolas dominicanos, luego que los haitianos fueron expulsados por organizaciones de la comunidad. Están, dijeron, ofreciendo hasta el doble del salario promedio a cada obrero agrícola.

Mario Cáceres Rodríguez, presidente de la Asociación de Caficultores de Villa Trina, en la provincia Espaillat, indicó que están ofreciendo el doble de los jornales para recoger la cosecha de café y aún así no han conseguido suficientes obreros.”

Viendo el panorama así, desde un punto de vista capitalista, del burgués dueño de los ingenios y las plantaciones: ¿podrían echarle azúcar y aún podrían tomar el café mañanero los dominicanos si es que a todos los haitianos los expulsan?

¿Quién ha levantado buena parte de los condominios y torres que plaguean en nuestras grandes ciudades dominicanas? ¿Alguna instancia oficial ha condenado a ingenieros y contratistas por el contrato de ilegales haitianos en las construcciones y de edificios y carreteras y túneles?

La mano de obra haitiana ha sustituido a la dominicana bajo prácticas de sobreexplotación capitalista. ¿No fue Balaguer uno de los grandes importadores de braceros a pesar de la consigna aquella de “dominicano, corta tu caña”?

La burla de los capitalistas locales a las leyes laborales, el desconocimiento de las tarifas y la exclusión del sistema de seguro social, ha generado una especie de sentido común del construir, del que la contratación de haitianos ha sido una constante.

Con un marco jurídico de garantías suficientes, con sueldos razonables, con un respecto a los dictados de seguridad laboral, tal vez hubiésemos logrado que más dominicanos se integrasen a estos renglones laborales. La historia, sin embargo, ha sido otra.

Buena parte de la presencia de haitianos en nuestro país es fruto de las condiciones creadas por el capitalismo salvaje local, el que no se atiene a reglas de juegos trasparentes y sólo considera a la persona como un factor de ganancia.

También hay una parte que accede a nosotros desde las mafias locales e incluso, en algunos casos, de la criminalidad. Todo el espectro que va de los partos en nuestros hospitales, algunos secuestros en la zona fronteriza, el narcotráfico, también golpean nuestra cotidianidad y nuestros recursos.

No podemos negar que una parte considerable de nuestros recursos en cuestiones de salud se dedican a nacionales haitianos.

El tema de las relaciones domínico-haitianas, lo repito, es sumamente complejo. El mismo no tendrá ninguna solución si es que no tomamos en cuenta su complejidad, si no diferenciamos sus ámbitos, y sobre todo, si no hay una voluntad de rellenar los baches de nuestra insuficiencia en cuestión de control jurídico y laboral, de respeto de los derecho humanos. No se logrará llevando al gobierno a los juzgados internacionales –como pasó en Costa Rica-, porque al final será una medida que se presta a la extorsión, cuando no al absurdo. Porque, ¿cómo defender la causa de los ilegales cuando la solución pretendida es que el Estado pague miles de dólares a esta víctimas, y de pasos, al paquete de abogados y ong’s con sus velas?

Aspiramos a una Isla de comunicación, de aceptación de las particularidades locales, de comprensión de vivir en un espacio que estamos obligados a conservar porque esta será nuestra casa.

No podrá haber una “solución final” a la “cuestión haitiana”. Los viejos argumentos de “espacio vital”, de “desaparición de la nación dominicana”, deben cederle el puesto a apreciaciones más racionales del tema, a políticas de desarrollo sostenido, no de exclusión.

El camino es largo, complejo, a veces con muchos recodos, pero no tenemos otro camino.

Se debe seguir insistiendo en la comunidad internacional en torno a su responsabilidad con Haití, y más ahora cuando una de las primera gobernantes de Canadá es de origen haitiano.

Se podría pensar en un proceso de regularización de un conglomerado que de alguna manera ya está integrado al país, tanto por el nacimiento, como por la cultura adquirida.

Un programa de regularización, como el llevado a cabo por el gobierno español en los últimos años, podría corregir un mal que no se arreglará por la fuerza.

Al mismo tiempo, debemos combatir las expresiones de racismo, de autoritarismo y de exclusión que muchas veces tiñen nuestra cotidianidad, y que ven en Haití la fuente de nuestros males.

Hay que reforzar día a día nuestra democracia, nuestras instituciones, insistir en la implantación de reglas justas de convivencia, porque al final, la Isla será de todos.