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FATALIDAD DEL PENSAMIENTO CÓMODO

Miguel D. Mena

¿Es suficiente la frase lúcida, la salida casi aforística, la asunción y el apropiación de la ironía de la esquina, ahora convertida en alguna máxima de vida?

También el pensamiento, cuando quiere ser incisivo y trascendente, necesita de nuevas aguas, tal vez aguas más profundas que estas del periódico, la chanza, la queja, la vuelta por la mesa cinco de cualquier restaurante de supermercado.

El “pensamiento dominicano”, dicho así entrecomillas, ese que formalizó un conjunto de conceptos globalizantes y de toda pinta desde finales de los años 60, y que tuvo a sociólogos, politólogos y antropólogos como adalides, todos bajo el manto de “cuentistas sociales”, en los albores de este siglo parece haber vuelto al viejo redil del Salmo 23.

Estructulistas, marxistas, tel-quelistas, funcionalistas, existencialistas, las escuelas quedaron en el armario. Parece que las teorías que ya no sirven para entender, mucho menos para entendernos. Para qué el pensar, se pregunta cualquiera.

Aquí no hago un mea-culpa, o tal vez sí, lo estoy haciendo.

No hablo de “responsabilidad de los intelectuales”, ni del “deber”. Cada quien elige y se inserta o se queda donde le parece. El problema es que el camino del pensamiento, en el caso nuestro, ha sido por naturaleza y vocación de apertura a lo público. A falta de filosofía, aquí hemos tenidos sociólogos y politólogos. Y aquí, justamente en el mundo de las etiquetas, puede comenzar a dilucidarse el problema.

¿Hay saberes que no tengan expresión? ¿Qué define a un automóvil: sus ruedas o la capacidad de arranque de su motor?

La sociedad dominicana ha ido más rápida que la posibilidad de pensarla.

Mientras tanto, todavía no hemos comenzado a valorar las consecuencia de aquello que comenzó en 1978 y que me atrevería a llamar el último arranque moderno de la sociedad dominicana.

La ascensión del PRD y la figura de Antonio Guzmán, así como la debacle que comenzó alrededor de la consigna “El Estado somos todos”, no ha merecido una atención, no digamos siquiera “una justa atención”.

La cuestión ahora no es buscar los orígenes de la problemática nacional de cara al siglo XXI en aquellos años. El fijar raíces sólo lleva a una constatación física, avance de poca monta en verdad si de lo que se trata es de valor eso “moderno” que somos. Sin embargo, a la hora de emprender una genealogía de la modernidad nacional, hay que pensar en ese momento de tránsito de estructuras, imaginarios, cotidianidades, percepciones y redefiniciones del sujeto.

El pensamiento crítico dominicano, aquella batería de cientistas sociales que enfrentaron un proyecto imperialista y bonapartista, que supo tratar las caras de Trujillo, los Estados Unidos, Bosch, abril del 1965, Balaguer, sólo llegó a mostrar su lucidez hasta los farallones que fue el 1978.

Si el Estado lo éramos todos, entonces había que servirse del Estado. No se trató en el momento de si el pensamiento se mantenía en aquella barricada de 12 años de dolor y terror y aspavientos modernizantes. Desde 1978 no se tuvo en verdad necesidad de sentir al Estado como el opuesto. Sin embargo, el gran fallo de este pensamiento crítico fue su incapacidad de mantenerse como foro de pensamiento.

Lo acontecido en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y sus departamentos de Sociología y Ciencias Políticas fue paradigmático en aquellos años.

Luego de haber agrupado a lo más sistemático y profundo del pensamiento crítico en el Centro de Estudios de la Realidad Social Dominicana (CERESD), gracias a los afanes de Luis Gómez, y de haber publicado la revista más importante de la que tengamos recuerdo, de repente nos quedamos huérfanos de estructuras, de apoyos a la investigación, por lo tanto, de comunicación de ideas críticas. Pese a las intenciones del Grupo X de Intec, el pensamiento crítico sólo habría de salir en fechas especiales, como en carnaval: elecciones, día de la mujer o de la violencia.

El pensum de aquellas carreras “críticas” no fue más allá de la teoría de la dependencia, el estructuralismo cepalino. El pensador más actual que se pudo estudiar fue a Antonio Gramsci. En sociología urbana lo único que se discutía era la importancia de comprar corbatas en Chicago.

De repente algo comenzó a diluirse en aquel paisaje. Las librerías comenzaron a desaparecer, el populismo tomó nueva forma a partir de los solidarios profesionales con Nicaragua y El Salvador. La fotocopia de un capítulo de un libro que nadie tenía sustituyó definitivamente al libro. Aquella expresión de “pase ahora y estudie después” se convirtió en una verdadera consigna de lucha. El CERESD se esfumó. Luis Gómez se fue para Santiago –una de las pérdidas más sensibles de aquellos años. Los pensadores críticos, luego de haber pasado por una miríada de partidos y células y círculos y de ser cuadros y otras figuras geométricas, se pusieron al tono de la época con las estrategias oenegistas de sobrevivencia. Luego de aquel relumbrón de “la revolución inminente” –la más grande genialidad de Fafa Taveras-, los nuevos pensadores –en los que me incluyo-, confirmamos nuestra orfandad. Aquella burla gratuita que se hacía del pensamiento crítico en el personaje del “sociólogo”, representado por Freddy Beras Goico, parece que hizo mella. O se debía entretener payasísticamente hablando de lo que todos sabían, o se hacía gárgaras con un lenguaraje que mejor y ponerse a brincar la tablita. Parecía ser que el pensamiento debía ser como un tirijala entre el difunto Teófilo Barreiro y la profesora Vanna Ianni.

Mientras tanto, el verdadero proceso de educación estaba por otra parte: en la gramita de Economía en la UASD –ahora convertida en parqueo-, o en las mesas de la mítica Cafetería el Conde o en algún bar de la Zona, con “si me dejas ahora”, con José José al fondo.

Nietzsche, Simmel, Habermas, McLuhan, Debord, Deleuze, Foucault, Baudrillard, y tantos otros, tuvieron que leerse afuera y de lejos, para no contrariar la ortodoxia de aquellos que no podían dejar de amarillentarse con aquellas fichas para las clases.

Mientras tanto, el PRD daba los últimos coletazos con Salvador Jorge Blanco, el presidente más mediocre que hemos tenido desde la muerte de Trujillo. Balaguer volvía al poder en 1986, ahora con más tacto, con manos más suaves y menos indiferente, a completar sus sueños de niño.

De repente el Doctor resurgía de sus cenizas gracias a los trompetazos esquizos de aquellos que fueron sus víctimas. Y así las cosas, en el 1996 con Leonel Fernández y en el 2000 con Hipólito Mejía.

Los años 90 nos han pasado por la puerta, las ventanas, nos han reconstituido el alma, y no encuentro un bibliografía, un estudio, una ponderación que me de puntualmente algunos rasgos de estos años. Parece que sólo las estadísticas son las que pueden hablar de nosotros.

¿Dejadez, desinterés, falta de referentes, de paradigmas? Como no soy sicólogo y ya el sentido de la prestidigitación no me interesa, le dejo las respuestas a los otros.

La figura del opinador ha sustituido a la del pensador. El pensamiento de cien palabras y la apelación a la anécdota sustituyen cualquier esfuerzo de delimitación, de profundidad, de valoración. Los músculos cerebrales parecen sobre-estresarse cuando se trata de evitar la simple queja o la ironía o la apelación de este paradisíaco y deseado mundo donde todos somos estrellas refulgentes por un par de horas, y no aquellos quince minutos que profetizaba Warhol.

¿Fatalidad del pensamiento cómodo? ¿Confesión de esterilidades?

Bien que podría decirse, como lo profetizaba el maestro Joseíto Mateo en 1970:

“Que llamen la patrulla, que me quiero entregar”.

Abril 2004