LETRAS PENSAMIENTO SANTO DOMINGO ESPACIO CARIBE EDICIONES

Rita de Maeseneer: “Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea”, Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2006, 261 págs.

Miguel D. Mena

 

Hubiese querido comenzar quejándome por la falta de delimitación del concepto “narrativa dominicana contemporánea”, pero luego me doy cuenta de que en el título está la respuesta. En este libro de la profesora belga Rita de Maeseneer se trata de un encuentro, no de una historia. A pesar de lo exhaustivo, no es un tratado, sino la puesta en escena de obras en relación a hitos históricos del pueblo dominicano.
Aún así lo “contemporáneo” entre nosotros corre el riesgo de abarcar mucho o de no tocar lo que cierto sentido común podría definir como lo más reciente. ¿Es contemporánea la matanza de haitianos de 1937 y su texto clave, la novela de Freddy Prestol Castillo, “El masacre se pasa a pie” (1973)? ¿Es necesario enfrentar la nostalgia rural de Ángela Hernández frente a las devastaciones urbanas de Rita Indiana Hernández?
De Maseneer no trata de responder estas preguntas, pero se hace otras, y las hace y se las responde de una manera bastante valiente, precisa, impensable para un dominicano. Sí, impensable para un nativo de esta Isla, porque en estos predios lo que menos se perdona es diferenciar el valor de las letras del peso de la amistad, siendo lo más frecuente el tráfico, cuando no el manoseo de los conceptos.
Lo que en esta media Isla es rumor, supuesto, idea, en esta obra es evidencia. Rita de Maesneer no tiene empacho en diferente el valor documental de una obra de su riqueza literaria. Quizás desde “Another Master for Another. Populism as Patriarcal Rhetoric in Dominican Novels” (1983), de Doris Sommer, no conocíamos un texto que de manera tan sustancial nos brindara una visión de la narrativa local, en correspondencia con las últimas tendencias del pensamiento literario crítico.
El primer capítulo se titula “La Hispaniola en la brega con el pasado”. La negritud dominicana se concibe bajo el prisma de la violencia en la que se ha desenvuelto. La misma arrancaría con los levantamientos negros a finales del siglo XVIII –recreada por Carlos Esteban Deive en “Viento negro, bosque del caimán” (2002)- y la masacre de 1937, tratada por la narrativa de Prestol Castillo, el documental de René Fortunato en “El poder del Jefe I” (1991), “El hombre del acordeón” (2003) de Marcio Veloz Maggiolo, el cuento “Llanto de cactus en una noche interminable” (1999) de Ligia Minaya, y en textos del peruano Mario Vargas Llosa, el haitiano René Philotecte y la norteamericana de origen haitiano Edwige Danticat.
Tal vez debido a su experiencia con los textos del cubano Alejo Carpentier, sobre quien escribió su trabajo de doctorado, seguro que por su capacidad de lanzar continuamente una precisa mirada al resto de la literatura caribeña que se implica en el denominado “realismo mágico”, de Maeseneer pone en la balanza la narrativa dominicana. La pregunta sería sobre los márgenes de la Historia, como dato preciso y fuente, y la literatura, como corpus de ficción. No deja de ser curioso notar la manera en la que el historiador y el literato a veces son la misma persona, como en el caso de Deive y Veloz Maggiolo. A veces se produce lo peor: cuando el creador sucumbe a sus tareas como cronista. Y algo más peor: cuando de la historia no se saca el suficiente jugo como para crear néctar propio, sino uno deudor –como en el caso de Deive- de la gastronomía carpenteriana.
Lo mismo acontece cuando se señala la manera de armar la ficción en Avelino Stanley, de quien se señala que “el conjunto de los temas y procedimientos adoptados en… [sus] cuentos para abordar el tema del dictador resulta demasiado conocido” (p. 41).
Revisando el listado de obras señaladas o estudiadas, se llega a la conclusión de que la narrativa dominicana desde lo años 60 ha estado circunscrita a los temas históricos. La casi totalidad de los autores citados en “Encuentro…”, entre los que tenemos a Manuel Rueda, José Enrique García, Andrés L. Mateo, Manuel Salvador Gautier, Julia Álvarez, estarán más pendientes de explotar una veta que de sacar de sí mismos una fuente. Sólo la novela “Aquiles Vargas: fantasma” (1989), de Manuel García Cartagena, vendría a distanciarse de semejante maelstron, si bien “muy bien escrita [, es] un tanto deudora del marco ideológico-temporal de los setenta/ochenta” (45).
La erótica del poder y las calas del autoritarismo son los fundamentos de una narrativa que no se destaca precisamente por la ligereza en la expresión y la contundencia de las imágenes. Mal antiguo ese de contar y perder la gracia del golpe en el ojo que podría ser el cuento o la tensión que conllevaría la novela.
Al encuadrarnos, de Maeseneer está pendiente a los paradigmas sicoanalíticos, mitológicos y de la literatura caribeña insular. Es más jungiana que freudiana. Podría haber un “más allá” caribeño, un ethos que transcendería fronteras y lenguas.
Cuando lee “lo dominicano” a través de Jacques Stephan Alexis,Vargas Llosa, Danticat y Philoctete, disecciona el gran producto de la exportación literaria dominicana: el trujillato. La matanza de haitianos de 1937, por ejemplo, permite hacer una lectura distinta a la de Andrés L. Mateo, quien considera “la frontera como línea épica de la dominicanidad” (104). Para nuestra autora, el célebre “Corte” posibilita “indagar más en la problemática de los bordes, la inestabilidad de fronteras, las transgresiones, la definición de identidades y posiciones in-between, pérdidas…” Y aún más: plantea como hipótesis que la práctica ausencia de obras dominicanas que toquen este tema “ se debe en parte a esta mancha, esta vergüenza, esta dificultad de enfrentarse a un hecho cruel e inexplicable” (107).
El segundo capítulo se titula “La media Isla en expansión”. La pertinencia y la pertenencia de lo rural y lo urbano, tema caro a la antropología de la pobreza, serán el nervio de esta parte. Dentro de lo autores de la denominada “diáspora” –concepto que en lo personal aún no llega a convencerme- se estudia a Loida Martiza Pérez (“Geographies of Home” 1999), Julia Álvarez (“Yo” 1997) y Junot Díaz (1996). El factor común de ambos será el desarraigo insular y la recreación que harán de un país idílico, que se habrá quedado en la infancia y en el lenguaje que se conservará como peces prehistóricos en acuarios impulsados por motores made in Hong Kong.
La contrapartida de estos autores estará formada por Pedro Antonio Valdez (“Carnaval de Sodoma” 2002) y Ángela Hernández (“Charamicos” 2003). Nuevamente de Maeseneer tiene la oportunidad de sacar su viejo expediente carpenteriano y esta vez leer a Valdez. Razón no le falta. Como buena cirujana entresaca las definiciones de lo nacional, las deudas que tiene que tiene con el puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, destacando incluso que “el variado juego intertextual  [de Valdez] es a veces jocoso, a veces pedante” (136). Mientras, en el caso de Ángela Hernández, destaca que su fuerza consiste de “esta extraña mezcla de lo excéntrico y lo cotidiano” (141).
A continuación encontramos a Aurora Arias y a Rita Indiana Hernández, dos de las autoras que sin lugar a dudas han hecho de Santo Domingo un mito postmoderno insular. Finalmente, volvemos a un tema trágico de la historia más reciente dominicana, que nos une indefectiblemente con otras literaturas y realidades e imaginarios. Es de la yolas, el de los viajes ilegales a Puerto Rico, en un ir y venir y quedarse de-en las islas potenciando una balcanización del alma, los sentidos, la vida misma.
En el tercer capítulo de “Encuentro…” esta media isla suena gracias al bolero. Una vez más será estudiada la novela “Sólo cenizas hallarás (Bolero)” (1980), de Pedro Vergés, acompañándose de dos autores relativamente nuevos en el área: Enriquillo Sánchez y su “Musiquito. Anales de un déspota y un bolerista” (1993), y del cuento “Vellonera de sueños” de Luis Martín Gómez. Sobre Vergés es difícil decir cosas nuevas, luego de 26 años de aparecida su obra. De Maeseneer es incisiva con Sánchez –y con razón-, pero es muy complaciente con Gómez. Llega a lamentare –y también con toda la razón-, de que la literatura dominicana no explote lo suficiente “toda la ambigüedad genérica, que también puede conllevar el bolero” (223), lo que sí hacen textos como el de la puertorriqueña Mayra Santos-Febres con su “Sirenita Selena se viste de pena” (2000).
Lo que de Maesneer no se explica en esta parte creo haberlo comenzado a contestar en mi texto “René del Risco, lo moderno, la dominicanidad” (1986): nuestra literatura ha adolecido de un principio del yo, que aún no se libera del ello trujilloneano, lo que es razón de que tanto las diferencias sexuales y aún el tema de los alucinógenos, por ejemplo, no sean lo suficientemente explotados como corpus literarios.
Salvo algunos errores menores –considerar a Alexis Gómez como poeta de los ochenta (18)- y alguna que otra errata –dar en 1932 y no en 1952 el texto de Balaguer “Dios y Trujillo”-, este texto de Rita de Maeseneer ya es esencial para comprender lo que hemos sido en el siglo XX y tal vez motivo de reflexionar para buscar otra manera de ser en el siglo que comenzamos.
En “Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea lamentamos algunas ausencias –como la Miguel Alfonseca y René Rodríguez Soriano en lo referido al pasado trujillista, la cuestión urbana y el bolero. Sin embargo, la capacidad de síntesis y la precisión en sus formulaciones críticas convierten el texto de Rita de Maeseneer en una referencia obligatoria para comprender nuestra contemporaneidad literaria.