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Primera parte
I
Heme aquí en una calle de mi pueblo Por ella he transitado
desde mi niñez, y todo esto tan familiar, tan amable ordinariamente,
de repente se me ha tornado extraño.
¿Extraño?
He dicho bien. Todo ha cambiado para mí; y sin embargo, estas casas
son las mismas de ayer, y las personas que ahora veo, las mismas que
me han visto crecer. He ahí al obeso señor Almánzar. Cuando yo nací
era regidor del Ayuntamiento y aún lo es. Allí se abanica tu brillantísima
calva don Justo Morales, prestamista durante toda su vida y presidente
del Club; alcanzo a ver dormitando la siesta en la acera de su casa,
sentado en cómoda mecedora, al ventrudo señor Salustio, siempre enfermo
del hígado y quejumbroso de su situación. Yo me palpo y soy el mismo.
Como el primer día me sigo llamando Daniel Compré; o mejor dicho: Daniel,
que es como me llaman todos. Y sin embargo, he de reconocer que todo
esto que me rodea, visto por mí a cada amanecer hasta hacerme hombre,
se ha tornado hoy en algo que me repele; y una gran sensación de soledad
se ha adueñado de todo mi ser.
Es indudable,
hoy no es ayer ni mañana será hoy. Esta lógica sencilla, pero irrebatible
e inmodificable existe, es palpable. Aquí estoy solo. ¡No lo puedo dudar!
¿No me lo justifican las últimas palabras de mi padre? Lo dijo bien
claro. Me parece oírlo. Lo oirá siempre:
—No deseo que turbes más mi paz. Molestas a mi mujer, me
molestas a mí; eres una sanguijuela que pretende chuparme la sangre.
¡Vete!
Sí. Eso fue lo que dijo. Y mientras sus duras palabras me
pegaban en el rostro, mi madrastra, con cara de Mefistófeles, sonreía
desde una puerta.
Y si no fuera por el hambre que me atormenta, creería que
todo fue un sueño, pero ¡demonios! aquella repleta mesa se perdió para
siempre...
Mas, pienso a renglón seguido: ¿es esto para un hombre joven?
Sí y no; o mejor dicho: no y sí.
No, porque siendo joven, natural es que se tengan fuerzas,
mucho orgullo y un aspecto agradable, por todo lo cual no se puede dudar
que se es dueño de la vida. Sí, porque si se tiene orgullo no se pide,
y hoy nadie ofrece; porque si se busca trabajo no se halla, y además,
porque en este pueblo cualquier extraño les roba el alma a todos, para
con los que conocemos nadie es aquel “noble y hospitalario dominicano”
que aparece en las crónicas y que según afirman existe en el Cibao.
El Cibao, ¡ah, el Cibao! Pero esa rica región está a muchos
kilómetros de aquí; endiablados kilómetros de carretera gris, quemada
por este sol tropical, que es ideal, cantado por los poetas, pero terrible
cuando se le soporta de lleno.
Si yo tuviera aquella lámpara de Aladino en mis manos para
frotarla :¡zis!... Y se abriría para mí el alma de algún mister del
central azucarero, o me caería del cielo una buena mesa con algún lechoncito
ricamente asado, y platos de ensaladas, y pan dorado, y... ¡ay! ¿Para
qué soñar?
Cierto es que frente a mí está el central de avenidas hermosas
y casitas de ensueño, pero sólo ofrece su “tiempo muerto” como un portazo
a todo el que solicite trabajo.
Pero, ¿se debe perder la calma porque su padre le haya dicho
a uno cosas como sanguijuela, y luego faltara poco para que le despidiera
a la francesa?
Pensemos en ello.
Es innegable que hoy no se tiene un centavo, que se está
sólo en el mundo —aún en este pueblo donde se ha criado uno—, que ya
los compañeritos de los dulces días de la infancia no aparecen. Unos
son señores licenciados, doctores, o simplemente grandes propietarios;
otros, herederos afortunados, por designios del destino o de la vida,
¡la vida! Ella nos junta en la escuela cuando somos inocentes, y allí
llegamos a la intimidad, practicamos la camaradería. ¡Se necesitaría
ser niño corrompido para tener noción de superioridad social en esa
época! Pero después... ¡Oh, las cosas cambian! Cada uno coge su rumbo.
Unos nacieron para esto y otros para aquello. Estos tienen dinero y
aquellos no. Cada cual toma su senda, éste hacia arriba, aquél hacia
abajo; quien se va metido en un cajón entre cuatro, hacia el cementerio.
De ése no se habla más. Y luego, los que fueron en contrarias direcciones,
se hallan un día en la vida:
— “Adiós”.
—“Adiós”.
Al más dichoso le queda una duda:
—“¿Nos conocimos?... Pero, ¿dónde? ¿cómo?... ¡Ah, sí!...
¡Fue en la escuela!”.
Y como en su rostro se reflejara una emoción pasajera, la
dama que va a su lado —bien esbelta, bella, traje fantástico— le pregunta
mimosamente:
—“¿Te molestó ese hombre, querido?”. El responde:
—“¡Oh, no, mi vida! Sólo me trajo un recuerdo...”
Y sin decir más, siguen... hacia una diversión, hacia el
hogar feliz.
El otro, desaliñado, envejecido antes de tiempo, murmura:
—“¡Es don fulano!”.
Y también sigue, pero ¿hacia dónde?..
Me he desviado un poco de mi centro. Decía que no se debe
perder la calma y trataré de conservarla. Allí viene el señor Andújar;
le ofreceré un saludo amable. Este señor siempre me ha distinguido,
porque es gran amigo de mi padre. Ya pasa rozándome... “¡Adiós!”, le
he dicho con amabilidad.
Me ha mirado a través de los cristales de sus espejuelos
y simplemente ha inclinado la cabeza con aparente dignidad.
¡Qué raro es esto! ¿Qué podrá ser? ¿Le habrá dicho mi padre
que yo una vez...? Pero no lo creo, porque cualquier hijo dispone de
unos cuantos pesos de su padre sin que esto sea motivo para merecer
el desprecio público, y sobre todo si el padre no es amigo de dar y
uno lo ha hecho con la idea de comprarse un traje nuevo, prestarle algo
a un amigo en apuros y asistir a una diversión. ¡Qué diablos! Esto es
poca cosa.
Sin embargo, parece que le ha dicho algo, porque ese gesto
no denuncia otra cosa. Estos señores son harto sensibles con sus bolsillos.
Yo reconozco que los muchachos que como yo tienen pretensiones
de escritores, poetas y cosas por el estilo, son mirados como verdaderas
alimañas y arrojados por inútiles e ilusos.
¡Qué gente tan incomprensiva! Desistiré del señor Andújar.
Pero pensemos en el señor Méndez, en don Justo, en el señor
Almánzar...
¡Ah, ah, querido! Ya verás que no te hallas tan solo en
la tierra. Esos señores tienen hijos a quienes aman, esposas, queridas.
Pagan sus cuotas en el club; están suscritos al “Listín Diario"
y a “La Opinión; satisfacen sus contribuciones al gobierno; son personas
civilizadas que comprenden que la sociedad está integrada por elementos
que no pueden vivir aislados entre sí, como decía mi profesor de octavo
grado. Ellos saben que la perfección del funcionamiento de los organismos
más complicados, se debe a la colaboración espontánea que existe entre
todos sus miembros, y más aún, a la que existe entre las partículas
vivas que forman los tejidos de esos miembros. ¡Gente así no me puede
faltar! Voy decidido a emprender la agradable tarea de proporcionarles
a mis semejantes una oportunidad de ser humanos, espléndidos, dando
muestra de su comprensión.
***
Han pasado unas pocas horas —¡unas pocas horas nada más!—
y cuán arrepentido estoy de haber pensado que estas gentes eran como
me las imaginé.
Todo es diferente. Aquí sólo hay... ¡Nada! Que las cosas
no son como uno las piensa.
Y yo que creí... Pero sólo una cocinerita me sonrió en una
de las casas que visité. Los hijos de esos señores parecían engolfados
en importantes lecturas, mientras yo conversaba con sus padres, exponiéndoles
mis sencillos planes de ayuda mutua. Ellos me prestarían dinero, yo
trabajaría y les pagaría sus haberes; luego yo quedaría solo, encarrilado,
dueño de mi destino.
Este sencillo plan reveló unas cuantas arrugas en las caras
de algunas señoras esposas, y los demás... ¡tan distraídos!
Y luego, las frases de don tal o don cual:
—“Joven, yo lo lamento, pero no me es posible; reconozco
sus buenas cualidades, pero usted comprenderá... Yo no puedo arriesgarme...
Además...”.
Ya, cuando han a esa parte, yo tenía el sombrero en las
manos y me hallaba en disposición de marcharme.
¡Así es la vida!
***
En estos momentos me hallo en la parte alta de la ciudad.
Al fondo se ven las inmensas chimeneas de las factorías del central
azucarero. No despiden humo. Parece que se caerán la una sobre la otra.
Tan altas son que esta ilusión se produce constantemente.
La arboleda cubre las viviendas de ensueño del central.
Allí mora gran número de empleados que ante mí se presentan como los
seres más felices de la tierra. Tienen esposas, hijitos. Son jóvenes
en su mayoría; viven en esas casitas tan lindas, todas pintadas de un
mismo color, con sus jardinillos en frente, llenos de flores, de vida.
¡Y con su pan tan a la mano! Rinden sus tareas en los diversos departamentos
de la compañía y cuando terminan sus jornadas, vienen a sus casas, besan
a sus jóvenes esposas, acarician a sus niños, toman el baño, y luego,
ponen la radio a tocar y leen un periódico, un libro... ¡Eso es vivir
feliz y humildemente!
Y seguiría soñando, si no me atormentara tanto el estómago,
pero... ¡Demonios! ¿Esto es lo que se llama hambre? Pues no tengo gusto
en conocerla, señora. Mejor quisiera aquella maravillosa lámpara...
Pero ya vuelvo a soñar y esto no es conveniente.
Ahora recuerdo que me queda un amigo. Se trata de un buen
hombre que fue peón de mi casa. Se llama Julio. Yo le defendí muchas
veces, le traté mejor que los demás y hasta le regalé alguna moneda.
Ahora tiene un ventorrillo; voy a ocuparla, pues por poca cosa que tenga
un ventorrillo, allí se pueden hallar guineos, mangos y naranjas.
Cuatro zancadas y ya veo la casa. Me acerco fingiendo que
paseo, tal como corresponde a una persona de mi condición. Llego a la
puerta y me detengo.
¡Oh, vale Julio! —exclamó en tono amable.
—¿Qué tal, don Danielito? —me responde sonriendo—. ¡Dichoso
los ojos que lo ven!
Y al instante agrega solícito:
—Epere que le limpie esa caja, caramba. Nosotro semo probe,
pero uté siempre aquí está bien llegao.
Ha dicho esto con tanta alegría, tan sencillamente, que
me ha conmovido. ¡Si supiera este buen hombre que no he venido por él,
sino por sus guineos!
—No se apure, vale. Yo no soy pretencioso.
Eso le digo, y luego, como quien acaba de comerse una gallina,
preguntó:
—¿Y esos guineos?
Y él responde:
—Son como azúcar.
Y comienza a desprenderlos del racimo.
—Vaya probándolo, —insinúa.
Me lanzo sobre ellos con tal avidez que me olvido de encubrir
las apariencias y trago desesperadamente, como un loco.
—Dulces, vale Julio, dulces... —murmuro engullendo.
A poco estoy lleno hasta la nuez.
Ahora es lo serio. Tengo que simular. ¿Qué hacer? Me he
creado una molesta situación. Pero logro dominar mis nervios y permanezco
durante media hora comentando la sequía o cualquier tontería con el
vale. Hasta que por fin llega el momento más oportuno para partir. Entonces
me pongo de pies, me llevo una mano al bolsillo y exclamo:
—¡Ah! —y lo digo con aire de tonto —. Vale Julio, olvidé
la cartera... ¡Qué cosa!
—No se apure. No se apure —corta mi noble amigo—. Me lo
paga luego. Eso no vale nada.
Y el buen hombre sonríe, sonríe.
—¡Diablos! ¿Por qué sonreirá así? ¿Sabrá el...?
No es del todo imposible. Las cosas se comentan mucho en
un pueblo. No puedo soportar esta idea y me marcho cuanto antes, verdaderamente
avergonzado.
***
La noche se me ha echado encima sin ninguna ceremonia. Hay
en las calles una profusión de vehículos, gentes y polvo, que me hace
daño. Creo que en el único sitio donde se puede estar más cómodo es
en el parque principal del pueblo y camino hacia allá.
Las aceras desunidas, están salpicadas de vecinos que en
chanclos y en mangas de camisa, leen los periódicas o comentan los chismes
del día, despreocupadamente, a la criolla usanza, mientras toman el
fresco. Los muchachos juegan a la luz de las bombillas del alumbrado
público.
A poco, la arboleda del parque se destaca a mi vista. Entre
las ramas juguetean los rayos de la luz eléctrica. En los paseos se
ven señoritas vestidas lo más elegantemente que les ha sido posible,
luciendo sus encantos a los hombres del pueblo. En algún banco, una
parejita integrada por los indefectibles “él” y “ella”, se enamoran
como pichones. Él, casi abrazándola, le murmura cosas al oído. Ella,
le oye como en un éxtasis y de rato en rato despierta riendo histéricamente.
En otro banco, un grupo de contratistas, colonos y otros individuos
que viven del central, hablan de política internacional o criolla, de
toneladas de caña, precios del azúcar, del poder de sus equipos de trabajo,
integrados por bueyes, carretas y hombres. Por allá, unos muchachos
vociferan y corren detrás de un loco mendigo. Suena monótonamente el
timbre del cine que está frente al parque. Las muchachas vestidas de
seda, siguen su paseo con aspecto de pavos reales. Algunos mocitos tímidos,
siguen tras ellas a una distancia que les deje entrever sus intenciones,
sin ocasionar protestas hipócritas. Las hembras se solazan y sus carnes
jóvenes y mórbidas tiemblan oprimidas por los ceñidos trajes.
Yo, desde un banco los contemplo a todos, felices, despreocupados,
seguros de que esta noche hallarán una buena cama donde dormir. Los
veo. Ellos desfilan indiferentes ante mí, como si yo no existiera.
De momento, aparece una figura que me es conocida y que
cruza el parque a largos pasos. No me equivoco, se trata de mi padre,
el señor Lope Comprés. Ya casi lo había olvidado, pero al verlo pasar
como un extraño cerca de mí, me siento sublevado y apenas puedo contener
el deseo de gritarle:—“¿Qué has hecho? ¿Por qué me dejas así? ¡Debiste
darme para el camino! Yo no estuviera en la tierra, si no fuera por
ti; y ahora me dejas solo, ¡solo!, sin profesión, sin oficio, ¡sin nada!”
Pero reprimo ese deseo y, a pesar de mi amargura, no digo nada. El profundo
conocimiento que sobre mi padre tengo, me ha cerrado la boca. ¿Qué ganaría
con hablarle? Nada. El viejo tiene sus ideas; no entiende esas cosas.
El hecho alarmante de haberle gastado algún dinero en ciertas ocasiones
y el no menor de haberle reclamado mis derechos de hombre y de hijo
delante de mi madrastra en momentos en que ella pretendía humillarme,
le han vuelto contra mí; o eso ha servido de pretexto para que descubriese
sus deseos de echarme porque adivino que en el fondo ya hacía tiempo
que tenía su resolución hecha. Se mostraba desconfiado. Me consideraba
un sujeto peligroso pera sus intereses, y como es un hombre endurecido,
jamás se ha explicado cómo a mi edad no vivo por mi cuenta.
Ahora recuerdo una historia —la suya— que me he contado
más de cien veces.
Mi abuelo —su padre— no fue con él todo lo bueno que se
debe ser con un hijo. Era hombre muy rudo, de campo, y desde pequeñín
dedicó al hijo a faenas durísimas. Mi padre creció casi a la intemperie,
perdido durante largos períodos, en los montes, en cortes de madera,
en conucos solitarios, abiertos en el corazón de montes inmensos. Los
cortos días que pasaba bajo techo, era sufriendo el desagradable trato
de una madrastra irascible. Y así, explotado, desconocido como ser humano,
llegó a hombrecito. Fue entonces cuando el viejo le dijo:
—Amigo, ya lo he criado. Vaya ahora por ahí a ver cómo vive.
Eso ocurrió en un campo. El muchacho se fue cabizbajo, mochila
al hombro, rencoroso, con ganas de incendiar la tierra. Luchó rudamente.
Como tenía personalidad, se hizo dueño de una sección rural. Allí fue
un verdadero cacique. No había moza que no se le entregara, porque además
de buena presencia, buenos caballos y dinero, poseía esos arranques
de macho ante los cuales se desmayan las hembras sin condición alguna.
Los hijos abundaron, pero ninguno vivió con él. Eran el
producto de cualquier cópula salvaje bajo la lujuria de los montes.
Uno de esos hijos soy yo. Y ahora, al compararme con mis
otros hermanos, y al recordar cómo mi padre fue criado y en qué forma
vivió, comprendo que mucho ha hecho con darme comida hasta hoy.
Mi indignación se ha apagado ante la evidente razón.
***
De un vagón de los que emplea el central para el transporte
de caña, he hecho mi dormitorio. Mi americana tendida en el piso, yo
sobre ella, y sobre mí, el cielo estrellado.
Las horas van lentamente. El sueño se me ha fugado. Cerca,
las grandes factorías muestran mil ojos sin luz, mientras las ranas
croan, croan, croan...
De rato en rato, un sereno lanza al espacio el grito de
su silbato. Ladra un perro. Canta un gallo. Silencio...