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LEYENDO POESÍA EN EL CEMENTERIO DE LA AVENIDA INDEPENDENCIA.
Miguel D. Mena

La poesía está aquí, en estas piedras.

Que cada quien busque su tumba, sus tíos, que pesque la palabra que le faltó algún día en medio de estas lápidas o ante la imposibilidad de salvarse de tantas hormigas por los alrededores.

En la amistad está presupuesta una espacialidad. Imposible tirarse por la vida sin un doblar por la esquina, sin la espera en algún café o la sorpresa por algo inesperado en un balcón, sea de El Conde, la Mella o la Avenida Bolívar.

Hay un ritual permanente donde se tensa la amistad: el acceso a los espacios abiertos.

En cada caída en Santo Domingo siempre tendrá que haber un malecón, el inevitable Conde, y si alcanza la paciencia, también se incluirá un paseo por el Mirador.

Es una cuestión de compartir sudores, de que la vida salga de esa modorra de oficinas, supermercados, de los parques neurotizantes, la casa enrrejada, los inversores que desde ayer no funcionan, los compromisos inevitables, de que King Kong se quede con la incógnita de si le gusta el pingpong o hay que buscar otro manjar con champaña.

La poesía vuelve a la calle. Al recuperarse el espacio público se está ampliando la sujetividad. La ciudad se hace más grande y sentida por la posibilidad de implicarse uno, con su presencia, en sus dimensiones.

Frente al humo de los carros y la celeridad del primermundismo que insistimos en estrenar, está el golpear de las palabras, el jazzeado de lo siempre probable y ojalá que acontezca, las hojas que no se tendrán que deshojar porque todo te querrá por estos lados.

El Cementerio de la Avenida Independencia fue uno de los centros de estas actividades poéticas alguna vez, y con seguridad que luego, de repente, volverá a serlo.

Se caía en pareja o en grupos. Se compartía con los perros las virutas que restaron de la fritura, o el susto que nos sobró de la última versión de Psycho. Se tomaban fotos, Alejandro se aparecía con la primera parte de Carmina Burana y alguien que llegaba tarde traía su casete con las trompetas inaugurales de la quinta sinfonía de Gustav Mahler, para luego azotarnos con el mismo fragmento con el que comenzaba Muerte en Venecia.

Por ahí estaban las tumbas de niños italianos o de familias judías procedentes de Curazao. Al fondo Jim Smith y los marinos del Maine hundido en la costa de Santo Domingo. Dando a la calle se localizaba la estatua en dolo recordando a la profesora Luisa Ozema Pellerano, mientras en el otro extremo estaban figuras prominentes de la ocupación haitiana.

En el centro del cementerio, amontonados, como sin dolerle a nadie, ¿los muertos con tierra tienen?, se encontraba cantidad de héroes de la Revolución de Abril. Enfrente, borrada ya, estaba la tumba del gran maestro Abelardo Rodríguez Urdaneta.

La poesía estaba aquí, en epitafios catalanes, franceses, ingleses. Tanto mármol había soportado más de un siglo de ciclones, lluvias, guerras, ocupaciones.

Y por ahí estaban los poetas, sacando filo a sus almas.

Cada quien buscaba sus tumbas como decir que alguna pieza del más viejo rompecabeza faltaba, como que algo debía uno desprender del sitio y llevárselo en alguna parte del aliento como para que la respiración allá afuera, en la Avenida Independencia, pudiera ser más soportable.

El aire de Santo Domingo se hizo más fresco desde entonces. El espíritu de Edgar Lee Master y su Antología del Spoon River con seguridad que hubieran aumentado de personajes. El personaje de El Muro de Sartre con seguridad que no hubiera muerto en estos ámbitos.

Que cada quien encuentre sus tumbas, que sienta estos espacios como la confirmación del Eclesiastés, sí, que todo es vanidad.

Vanidad de vanidad, todo es vanidad.

La poesía tuvo su aire en el Cementerio de la Avenida Independencia.

Con seguridad que nos veremos por ahí y que todos traigan sus velas, que enterraremos una parte de la pesadez de vivir en Santo Domingo y claro que todo será a pesar y en contra de los billeteros que afuera no comprenderán tanto ruido, de los empleaditos que todavía no se quitan la corbata y no entienden esta alegría por estar aquí, haciendo de la palabra algo que acerca y de la ciudad algo por compartir y de las horas el abrazo necesario y de estas velas lucecitas a contracorrientes y de esta poesía justamente lo que faltaba.

Sí, la poesía de Santo Domingo.

6.05.2001

De izq. a derecha: Jimmy Hungría, Carlos Castro, Ángela Hernández, Gabina Alcántara, Alejandro Moliné, una poeta que no recuerdo, Remedios, Plinio Chahín, otro amigo que se me escapa, Basilio Belliard, y en el centro, Pavel Moliné. Yo estoy de espalda, justamente frente a la tumba de un"Miguel De Mena" muerto en 1918. La lectura fue en 1994, si mal no recuerdo.