LUIS DÍAS, ¡SIGUE ECHÁNDOLE GAS!
Miguel D. Mena
Corredor de pistas largas, “el hippie” para la gente de 
Maimón y Bonao, él mismo llamándose “Terror” desde 1974, por los 
mosquitos-monstruos picándole a todo dar y por el terror peor del balaguerato 
–ahora borrado del panorama por la amnesia del buen dominicano de principios de 
siglo XXI-, porque se mataba y torturaba y se ocultaba. Luis se quitó la z del 
apellido. Luis ha sido demasiada conciencia, muchas manos agarrándonos del 
cuello para señalarnos lo negro, lo pobre, lo digno, lo trabajador, lo dolido, 
lo molido, lo rabioso, lo tierno, lo vital que somos, lo verdadero y honestos 
que podemos –y tenemos- que ser.
 Vida más que intensa la suya: A los 18 años 
estudios de sicología en la UASD, correderas entre el Cibao y la Capital. Traía 
su guitarra, sus tennis desastrosos, una curiosidad casi enfermiza. Ya había 
oído lo suficiente a los Beatles y “esta navidad va a ser candela”. Las noches 
de aquel Santo Domingo antes de 1978 olían a sangre. Entre aquel campo del que 
venía y la ciudad que nunca más lo dejó, se tendió un puente: el grupo Convite, 
creación del sociólogo Dagoberto Tejada, cuya misión era recuperar la música 
popular, lo negro que éramos y que había sido como raspado de aquella propuesta 
trujilloneana de buena dominicanidad.
Vida más que intensa la suya: A los 18 años 
estudios de sicología en la UASD, correderas entre el Cibao y la Capital. Traía 
su guitarra, sus tennis desastrosos, una curiosidad casi enfermiza. Ya había 
oído lo suficiente a los Beatles y “esta navidad va a ser candela”. Las noches 
de aquel Santo Domingo antes de 1978 olían a sangre. Entre aquel campo del que 
venía y la ciudad que nunca más lo dejó, se tendió un puente: el grupo Convite, 
creación del sociólogo Dagoberto Tejada, cuya misión era recuperar la música 
popular, lo negro que éramos y que había sido como raspado de aquella propuesta 
trujilloneana de buena dominicanidad.

Gracias a Convite –y al antropólogo 
  Fradique Lizardo de lejitos, en la teoría-, se rescataron ritmos, creencias, 
  letras, dejándose fluir esa sangre contenida en nuestros cuerpos y que nunca 
  antes se nos había hecho consciente: congos, guloyas, baquiníes, prí-prí, todo 
  se puso en el tapete.
  Para Luis Días la experiencia duró cerca de cuatro 
  años. El anuncio en 1977 de que abandonaba Convite fue una hecatombe. Aunque no 
  dejó de tocar en aquella recta final de los 70 con Ana Marina Guzmán y Miguel 
  Mañaná, formó la primera experiencia dominicana de música moderna: Madora. 
  Cuquito Moré al bajo, Wellington Valenzuela en la percusión, Luis Ruiz en la 
  flauta y en el saxo: aquello fue como un salto en paracaídas desde el pico 
  Duarte. 
  1977 fue un año clave. En los conciertos conservados en casetes oigo 
  el concierto de los tres “luises” –Días, Luis Tomás Oviedo y Juan Luis Guerra-. 
  “Mamá Tingo” es un canto a la rebeldía campesina. “María Guabá” recupera la 
  dignidad de la mujer. Con “Candelo” acentuamos la africanidad. El Luis de 
  entonces era heroico, volcado a esas tradiciones de lucha y rebeldía, en aquella 
  pólvora aún caliente de abril de 1965.
  Hacia 1980 comienza una nueva 
  experiencia, definitiva: Días llega a Nueva York. Rayazos de Basquiat, camisetas 
  rosas de Sex Pistols, los vagones del metro deslizándose entre estridencias 
  hacia los huesos más solitarios, el punk contrariando los encajes de la Factoría 
  Warhol, el aprendizaje de un inglés que tira a Poe y a Whitman, en todo se 
  implica el estudiante, el músico, el compositor, el ya Luis Terror Días, 
  acompañado entonces por Laura Sklar, un ser fundamental en su vida. 
  Par de 
  años después vuelve a una Isla y a un mundo revuelto por los sandinistas. Luis 
  emprende en 1982 una gira super absurda por la misma Unión Soviética. Luis 
  escandaliza con sus pantalones cortos, con sus jeans casi reventando, con unos 
  conciertos en Casa de Teatro donde a veces no habíamos más de quince personas, 
  haciendo joyas de diseños para la publicidad, hablándonos de la oxidez, el 
  absurdo, lo simpático, de sus días newyorkinos que fueron como un estar subiendo 
  y bajando por inmensos carruseles rusos mientras los niños de Botero disfrutaban 
  sus helados, que “hoy me he despertado muy temprano / he abierto la nevera / a 
  ver si tenía parido / arroz con habichuelas”.
  De Luis esperábamos el enojo 
  porque siempre se le rompían las cuerdas de la guitarra, porque “lo que como son 
  batatas, son batas sancochadas”. También esperábamos deslizarnos por los barrios 
  de la parte alta, subir por la Juana Saltitopa, pasar por la zona K. Luis 
  denunciaba el maltrato de las mujeres “para que una Herminia viaje a Nueva 
  York”, ponía en boca de Sonia Silvestre una canción fundamental, “Mujer de 
  cualquier parte”, no nos complacía nunca si le pedíamos “Muchacha de pino 
  verde”, no nos consentía –como tampoco Miles Davis lo hacía- porque siempre 
  había cosas nuevas, porque mejor no regodearse en el coro, lo 
  relamido.
  Surgió entonces la experiencia fundamental del ya Terror, el grupo 
  mítico del rock dominicano: Transporte Urbano, con Juan Francisco en la 
  guitarra, Héctor Santana en el bajo –luego sustituido por Peter Nova, porque 
  Papito pasó al Evangelio-, Duluc y Guy Frómeta en la percusión, Bruno Ramson en 
  el saxo. Con “Vickiana”, “La bomba”, “El carrito gris”, “Anaísa”, “Tangamana”, 
  se estaban subrayando los más densos extremos de la extra-modernidad dominicana: 
  el ícono lascivo de “que tiene entre sus piernas un bombillito donde van los 
  presos a lamer frigoríficos”;la cultura de violencia y carnaval en la vida 
  cotidiana, el circo de los políticos sirviéndose a dentelladas a costa del 
  sufrimiento y el sudor, “allá por Salvadorlandia anda una criminala”, los 
  extremos de aquellos años ochenta, entre un violento PRD –no olvidar abril del 
  1984- y un Balaguer no pudiéndose limpiar la sangre y sin embargo, “vuelve y 
  vuelve” para aquellos plácidos diez años finales de su mandato y “Balaguer 
  for-ever”.
  Músico, poeta, intérprete, ¿qué más pedir? A Luis puede leérsele 
  en “Tránsito entre Guácaras” (1987), un poemario sobre mitos taínos, que le 
  permitió en parte mantenerse en ese año durísimo, porque sí, porque Luis 
  entonces tuvo que vender su libro mano a mano para poder sobrevivir, porque a 
  Luis muchísimas veces le cerraban las puertas por ser como él era: auténtico, 
  honesto, consecuente consigo mismo.
  Como Dylan, Morrison o Waits, Luis Días 
  ha logrado darle suficiente fuerza a sus textos como para poder despegarlos de 
  la guitarra. Estamos frente a un gran poeta, tal vez el más consciente del dolor 
  en su generación. En sus versos, una imagen clave: el estarse yendo. El verbo 
  “ir” o el “irse” es lo más frecuente en la poética terrorífica-diurna. Todo 
  mundo está viajando. Luis es el gran cartógrafo del “irse”, como si fuese una 
  trágica condición de nuestra modernidad. Una vez develó uno de sus secretos: sus 
  imágenes eran flashes, recortes que iba sobreponiendo. Su mejor ejemplo, “Mi 
  guachimán”. 
  Antropólogo, cuentista, defensor de la mujer, ¿falta algo? Poner 
  cualquier casete o disco o cd de Luis es viajar por una inmensidad de universos: 
  Aquí la dureza de la calle Barahona, allí lo moteles quemándose en el 9, por 
  allá la epifanía del placer. Muchos han sido los beneficiados de estos grifos 
  abiertos por Luis Días. ¿Sería posible la obra de Raúl Recio y de Juan Luis 
  Guerra sin la pavimentación previa de Luis Días? No sé. Lo dudo. Traer la 
  bachata de la parte alta, revelar las zonas esquizas de la dominicanidad 
  oficial, remachar a estos “negros pintados de blancos”, hacer de los guloyas 
  seres nacionales, revelar lo variopinto que somos  –y no sólo lo tricolor 
  de la bandera-, todo ha sido obra de Luis Días, el Terror, el autor de “Las 
  pausas del silencio”, el indomable, el que se burlaba de todo, haciéndonos reír, 
  vivir, sí, vivir, y ahora el Luis, ido, pero no para siempre.