Buscando a Kafka y sin sombrilla. Praga y sus laberintos. Texto y fotos: Miguel D. Mena · Lo kafkiano. Peculiar que fue ese estar suyo en el centro y en los bordes, en el centro de Europa y de Praga, en los bordes del Imperio Austro-Húngaro y de la cultura checa. Sus personajes también comparten esta oblicuidad, ese espejismo. Está Gregorio Samsa en "La Transformación" -erróneamente traducido como "La Metamorfosis", colgado de un techo y sin saber a qué reino insectívoro pertenece. Encontramos al Señor K. en medio de un proceso, en "El proceso", justo en el centro de juzgados en los que él no sabe que es punto medio y una línea elíptica. En "El desaparecido" -también erróneamente traducido como "América", verdadero desliz de su albacea, Max Brod-, el joven se larga al sueño americano, aterrizando finalmente en el circo de Oklahoma. Se dice con frecuencia, y con toda la razón del cosmos, que el siglo XX fue un siglo "kafkaesco". Incluso ya se asume el concepto "kafkiano" como "referido a una situación, que resulta angustiosa y absurda" (En "Clave - Diccionario de uso del idioma español", SM. Madrid, 1997). · La única certeza: lanzar los dados. Al leer miramos de reojo lo que el autor estaba escribiendo y leyendo. No a todos los escritores les es posible recrearnos su ciudad y su tiempo, y a la vez, dejarnos ese margen de creación, como si de repente Santo Domingo o Santiago pudiesen ser Praga o Berlín. Aquí radica uno de las fuertes de Franz Kafka: trazar las variables de una época convirtiéndola en todas las épocas. Su obra narrativa, la correspondencia, los cuentos, diarios y aforismos, están sustentados sobre una experiencia del yo como tensión. El ser es urbano por esencia, lo que quiere decir, que sólo se constituye en un proceso de alteridad. El otro es el yo. Yo no existo sino es por la suma, la yuxtaposición, el agregado, de innumerables yoes, que al mismo tiempo son ellos. Entre finales del siglo XIX y primer cuarto del XX, ya la ciudad y el sujeto no eran ese principio de optimismo y liberación que prometían la revolución industrial y las utopías socialistas. Mientras Kafka está desmigajando el sentido del ser y sus territorialidades, también Picasso lo está haciendo con el rostro, el dadaísmo y el surrealismo con las palabras, Schönberg y tropa vienesa con la música. No hay certezas. Stephan Mallarmé ya lo habría profetizado con aquella imagen de la poesía -y la vida- como un lanzar los dados. La única certeza es que quedará algún número al final, pero antes habrá un movimiento en esa materia, una línea trazando una trayectoria, algo imaginario, pero no por ello menos material, vital. · Si Praga no te deja salir, no salgas. A Praga no se puede llegar sino es con estos rollos conectados en alguna región del alma. La imagen de Kafka centellea. Sus irónicos personajes, el flaco que se traga su risa, el ratón que nos mira con cara de abogado que no tiene tiempo, Josefina y sus cantos en escondrijos. No será suficiente ni uno ni tres viajes. Nunca llegaremos a nada seguro. Praga es un punto y seguido más que un punto para mover el mundo. Y sin embargo, aquí estamos, kafkianamente, entre una masa de turistas prestos a fusilarte con un flash, a hacerte parte de sus videos, único chance para que sepan de tí en Nebraska o en Osaka, para darte una esquinita en algún diario local de Bankok, mientras el abuelo estará en el centro de la foto en sus últimos años de vida y las estatuas del puente Carlos al fondo. Estamos en la Staromestské namĕstí, una plaza con siete bocacalles. En el mapa que nos consiguió nuestro amigo Fidel Munnigh no hay nada de Kafka, pero el chorro de turistas con seguridad que nos irá orientando. Hay que poner oídos atentos. "Por aquí adelante comenzaba el guetto judío en el último cuarto del siglo XIX", comenta el guía. "Praga no te deja tranquilo", le escribió Kafka a su amigo Oskar Pollak en una postal sellada el 20 de diciembre de 1902. "A ninguno de los dos", continúa: "Esta mamita tiene garras. Ahí se tiene uno que meter, ¿o? Por ambos lados tenemos que arrancar, por el de Vyšehrad y por Hradschin, entonces sería posible largarnos. Quizás te pones a pensar en esto hasta el carnaval". Lo que podría ser a simple vista una manifestación de desgarramiento, no es en el fondo una ironía lacerante. Praga, centro de Europa y última ciudad de un imperio multicultural que se desmora, tiene en ese primer decenio del siglo una atmósfera que se podrá sentir con las sinfonías de Mahler y la poesía de Rilke, dos paisanos del Franz. Salir o no salir, ese no es dilema. Duro es advertir que no hay ni dilema porque tampoco hay alternativa. Ese fue su sino. · Sus casas, la tumba. Dejamos al guía turístico y su grupo de malayos. Nos acercamos a otro de bávaros, pero tenemos que desistir. Que Praga y Kafka nos deparen lo que tienen que depararnos. Seguimos de largo por el viejo Ayuntamiento, chequeamos el reloj de los apóstoles, el que a todo público le devuelve la alegría infantil de los sonidos. Volvemos al puente Carlos, cruzamos el río Moldava, un trío entona algo de Neil Young que no logramos localizar en nuestras neuronas. Más adelante una chica con atuendos de campesina ucraniana canta algo aún más complicado de descifrar. Los venduteros están en sus buenas. Grabados, mandalas, piedras de la suerte, camisetas con el castillo y las punticas de la Catedral, rostros de Kafka como salido de un campo de concentración, todo está enfrente de tus narices, en tus oidos. Pero al fin cruzamos, subimos, no hay pausa posible, los pasos del Franz nos persiguen, hay que imaginarse los años que estos mismos trechos fueron recorridos, entonces tan grises, no tan exageradamente grises como Sodenberg nos quiere hacer creer en su película "Kafka" y Jerome Irons con una pinta más franziana que el mismo hijo de Hermann Kafka. Tenemos que subir al barrio de Hradschin -que el pragálogo Ariosto Sosa nos diga si la ubicación es correcta-, darle una y dos vueltas a la Catedral de San Vito, sentir como un baño de línea en ese gótico tan clásico, tan de Dios alcanzado en sus alturas. Llegamos a la casa más famosa de Kafka, la del callejoncito dorado. Era el verano de 1916 y nuestro autor buscaba un sitio tranquilo para escribir. Junto a su hermana Otla van a parar al extremo pobre de Praga. Un año vivirán en esta casita, tiempo de intensa creatividad, en la que escribe "Un médico en el campo", "Informe para una academia", entre muchos otras narraciones cortas. A pesar del poco tiempo aquí vivido, el mismo corporiza el imaginario kafkiano, en el que de repente también hay mucho de clisé, como si todo Kafka no fuese más que neurosis, angustia, la estampa que necesitamos para consolarnos en nuestra bonhomía. Uno está entrando aquí y el cuerpo es de otro, es uno de hace casi cien años, más frágil y sensible a las texturas, a los sonidos. La búsqueda del silencio fue fundamental para oir el avasallamiento de las máquinas, los territorios en los que no queda nada sin marcar. Estamos en un mundo kafkino, ¿o no? Lo más curioso del caso es que después de un año de vivir aquí, se mudó no muy lejos, en un apartamento de dos habitaciones, en el Palacio Schönborn, justo en el mismo edificio que hoy ocupa la embajada de los Estados Unidos. Las coincidencias no dejan de ser kafkianas. Me imagino qué funcionario tendrá su escritorio o qué archivo ocupará el mismo lugar en el que, en 1917, se estaba escribiendo "En la construcción de la muralla china", o cuando tantos ataques de tos revelarían la tuberculosis que finalmente lo llevaría a la tumba. Seguíamos girando dentro y fuera del centro de esta ciudad. Una función del Teatro Negro nos aligeró la sobreacumulación de imágenes, y un par de cervezas negras fueron la casi culminación de nuestra jornada kafkiana del fin de semana. La Plaza de San Wenceslao era inevitable, aquel teatro donde Mozart estrenó Don Giovanni, también, los escenarios donde Milos Forman rodó "Amadeus" también eran inevitables. Bajamos al metro. Sensación esa como de estar cayendo. Inclinadísimo el metro de Praga, también profundo, como si al fondo nos encontrásemos con Virgilio y un par de nuevos clientes de su Purgatorio. Llegamos a una estación de nombre impronunciable. Demasiada que era la emoción ante el cementerio judío, ante la hilera de hermanos kafkianos que iban a la tumba del antiguo funcionario como para no dejarlo tan tendido. Apareció una flor. La flor fue dejada. Nos fuimos, sí, nos fuimos, aunque en verdad, Praga no te deja ir. No te deja ir.
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