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Un poema de JimmyLam: "La reina del Carmelita"

 

El cuello

Le salté al cuello tan pronto como abrió la puerta. Había estado soñando con este momento desde que Emmanuel y yo tomamos el subway, hace como una hora, en dirección a su casa. Le bese la carótida y casi me atraganto con esa longitud de proporciones extraordinarias; aquello era como besar una jirafa en jeans. Aún así, no me llenaba. La nuca se le veía tan abierta y desprotegida, según él se detuvo a encender la luz del hallway, que no me quedó mas remedio que mordisquearle la piel; y entre pliegue y pliegue descubrió un lunarcito aquí, una manchita allí, una arruguita mas allá: ah! La belleza de lo imperfecto, como decía Diego.

Me quedé un tanto sorprendido cuando de tanta y tanta caricia no le saqué ni un gemido, ni un leve suspiro; parecía que mientras más le daba, más quería. El muy sabio se dejaba amar con la misma confianza con la que mi vieja gata negra, Pussy, se acuesta en mi cama y se restriega la lengua contra el negro pelambre de su rabo y se baña y se asea con su pegajosa saliva y luego quiere más por lo que sigue lamiendo la pijama en la que duermo y en la que sueño que me estoy comiendo un buen pescuezo, como el de esta noche, de carne, hueso y vellos.
Se me enredan, los labios con el botón del cuello de su camisa. Mi lengua y mis dedos lo liberan y lo intentan todo, con tal de fantasear con la sangre que palpita como un petardo entre sus venas. A medida en que se tensan sus músculos la yugular se le inflama; hinchada como los ojos de un pollo cuando se le ahorca. Desesperado yo me quiero asir a ese mástil con las dos manos hirviendo, por el ansia, para convertirle en el asta de todas mis banderas y allí dejar flotar la insignia del hedonismo en lo mas alto de su temperatura.
El muy sabio se me pone enfrente y me muestra, inadvertidamente, las marcas de la navaja mañanera. Esa traidora, sin vergüenza, que se roba diariamente cada pelito en vez de dejarme el que sea yo quien me los coma y se los quite, uno a uno, desgarrando la virginidad de esa piel negra y sedosa que se anuda y pliega bajo su barbilla; pero no, la azarosa no me deja nada. Él me enseña que los tiene y como los tiene para que yo me reviente de deseos.
En lo que se afloja el resto de su camisa, le muerdo la cadena de oro que refulge como una serpiente de metal enroscada a ese árbol de carne y hueso! Aprovecho la correlación de fuerzas que nos invade momentáneamente para atacar el paso y me le deslizo, suave pero firmemente sobre el esternocleidomastoideo que arrecia y se endurece cuando mi lengua lo acaricia y aterrizo en la clavícula que me espera aterrada con mi Harakiri, mientras desciendo, dichoso, sobre la nuez desnuda de mi Adán.
Lo percibo asustado con los mil trucos que tengo para encantar las culebras de la lujuria, las del placer y del gusto que San Miguel tiene pisadas y domesticadas; las mismas que comienzan a enredarse alrededor de nuestras cabezas tan calientes que echan humo.
Siento como la piel se le eriza y como cada poro se le convierte en una mecha llena de un combustible transparente, líquido y salado que huye abundantemente espaldas abajo. En mi regocijo no acabo de entender que aún estoy totalmente vestido y tratando, desaforadamente, de saborear la escalera que desciende desde la cabeza hasta el pecho. Me repongo y en un segundo le meto una llave, entre el cuello y mis brazos, para acercármele a la cabeza que afeitada y reluciente se me antoja deliciosa también. Dejo caer los brazos y me doy por vencido a sabiendas de que ese es el instante que él ha estado esperando para hacer su movida fatal.
Me asusta mi carencia de control pero aún así me dejo llevar por el momento. Estoy totalmente a su merced y tan solo hemos cruzado la puerta, apenas he llegado a la sala por tanto no sé si todas sus paredes están desnudas; no sé como se ve la habitación. ¿Y tu sabes lo que dicen, verdad? Que lo que no se ve es mucho más importante que lo que se ve. Aún con mis dudas sigo ensartado a ese manojo de huesos, carne y nervios, aquel cuello inverosímil de proporciones mágicas y condición apetecible.
Me zafo, porque me toma de la mano y me dirige hasta la esquina de la sala y allí todo es penumbra, apenas si alcanzo a distinguir las luces de la calle que a través de las ventanas semiabiertas se cuela. Ahora si que me asusto porque comienzo a sentirlo cada vez mas cerca y cada ves mas duro. Vuelvo al cuello y me amarro a ese remolino de músculos y venas y le arrullo como es debido hasta que finalmente le saco un ¡ay!, casi un lamento por lo que me inspiro a darle un mordisco en la barbilla que tibia se presenta, la afrentosa, como si fuera un puerto a mi marea. Me dirige la mano al pantalón y me asusto de nuevo porque oigo que se suelta la correa. Estoy sudando y dudando que pueda mantener la compostura.
Según el se baja mis ojos se acostumbran a las sombras y noto que el sofá está perfectamente frente a ambos. Me siento y me saco un zapato de un tirón pero el otro se me atasca así que tengo que bajarme a soltarle el cordón, y cuando en eso estoy oigo un timbre que suena cercano. Es en ese instante que me doy cuenta que lo que me estaba molestando desde mi llegada era el silencio. Esa acolchada y alfombrada ausencia, tan notoria, que tienen los suburbios, en la que la gente viven dentro de un edificio, sin saber si hay otros mortales en el piso de arriba, al lado o debajo.
Lo miro a la cara y le veo petrificado en un gesto que si no es miedo, al menos es preocupación. El timbre suena y suena de nuevo por lo que Emmanuel empieza a caminar pero se lo impiden los pantalones que en los tobillos se detienen, así que comienza a saltar y a recomponerse la ropa camino a la puerta.
Yo sigo esperando en el sofá y le oigo llegar hasta la puerta. En un segundo se devuelve y me grita: ¡Coño vístete, rápido que mi ex mujer está en la puerta!

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