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Cayendo por la tumba de Jim Morrison
Texto y fotos: Miguel D. Mena

El problema ante cualquier tumba es oir antiguos rumores e inflar los huesos allá abajo. Si estás en París, y peor aún, en Père Lachaise, saltarás del infierno al purgatorio y sin una escalera para todos. Se piensa en María Callas, en Oscar Wilde, en Marcel Proust. Vamos de unos risos a un grito, de respiraciones agolpadas y el Golem ahí enfrene, sin darte oportunidad de pensarlo.

Pienso en todos y en tanto. Jim Morrison pasa como una bola de fuego. Tensión de auras y alumbramientos, lecturas profusas de William Blake y Arthur Rimbaud, más tragos que los soportados por William Faulkner y Scott Fitzgerald juntos. Lo suyo fue un exceso. Hasta la escasez de su vida –no llegó a los 28 años-, no dejaría de serlo.

Jim Morrison, The Doors, todo un mito de la sicodelia y un brinco hacia los huesos con sus chorritos de sangre. Ahora que Francis Coppola ha reeditado Apocalipsis Now, mejor que se pueden sentir aquellos compases cuasi-hindúes de “The End”, el gran tema de aquellos chicos abriendo puertas.

"Este es el final, mi bello amigo,
este es el final, mi único amigo,
este el final de nuestros planes elaborados,
el final de todo lo que estuvo en pie..."

Aunque París ya no es aquella fiesta tan consabida, bien que es un espacio donde cada piedra tiene sus sombras calcinadas. Uno llega a esta ciudad con la sensación de haberla visto ya demasiadas veces. Uno tiene que implicarse en las filas, tratar de salir ileso de los clics fotográficos, de las reverencias niponas si es que te dañaron alguna toma, pasar por las estaciones del metro como si tantos fantasmas estuviesen chocándonos en la retirada.

Metros, cafés, calles, callejones, plazas, cementerios, todo es en la Ciudad Luz un motivo para quitarle un par de horas al sueño. Todo se ve con la sensación de que la imagen se está saliendo de la pantalla, de que las letras se derriten en la página.

Puedes recorrer de cabo a rabo sobre todas estas baldosas, pero donde París es más París que nunca, es en los cementerios. No hay ciudad donde aquellas últimas estaciones sean tan vitales como un Luna Park.

Montparnasse, Montmartre y Père Lachaise son paradas obligatorias. No se tiene claro si Morrison había la intención de descansar entre estas piedras, pero se puede partir de la sospecha: Demasiado inflado que andaba con los desplantes de un Rimbaud y sus temporadas en el mismísimo infierno.

Llegamos al cementerio con la sensación de que teníamos que ceder al encanto de las guías turísticas. De los tres parisinos, éste es el único que hay que aprenderse de memoria.

Es más laberíntico que Praga y más escarpado que el camino al Pico Duarte. Del friito en el ombligo no hablo, porque esas son otras quinientas. Edith Piaf, Frederic Chopin, todo están aquí. Hasta Trujillo pasó por aquí, Dios mío. Hasta la María Callas estuvo de refilón, antes de que la deperdigaran por el mar Egeo. ¿Pero dónde debía estar Jim Morrison, por favor?

La pregunta no debía durar mucho tiempo. Ese olfato boys scout me decía que alguna señal celeste, y efectivamente. Sin tener que acabar de hacerme la pregunta, ya estaba  moviéndose una tropa de tipos con mochilas grandísimas, tatuajes en los tobillos, argollitas en orejas, cejas y hasta lenguas. Me dije, sigue esa ruta. Efectivamente era la ruta. Unos venían, otros tantos iban. Parecía como si el cadáver aún estuviese calientito.

Y ahí estaba la tumba de Jim Morrison. Cartas, fotos, devocionarios, flores simples, todo estaba como sacado de alguna caja que se renovará día a día. Debían haber quince, veinte personas, sin contar los dos policías, más celosos que los guardaespaldas del Papa. ¡Cuidado con sacar un lapicero o prender un tabaco o sacar alguna botella de lo que fuera! Ni las estrellas de Hollywood tendrán más celadores en la entrega de un Óscar que estos restos del Morrison.

Había un silencio muy especial en la zona. Era como el acuerdo de que cada quien dejase correr sus rollos interiores con aquella música, de que las fotos del Hotel Morrison o del Circo Morrison se dejaran rodar y rodar y rodar hasta que un clic nos confirmase la posibilidad de estarnos llevando algo de aquellos lares.

Se mascullaban un par de palabras en idiomas irreconocibles. Una muchacha de algunos 17 se ponía a llorar como si hubiese perdido un novio en algún accidente camino a Katmandú. Unos tipos con cara de camioneros eslovacos dejaban caer aún más abajo de lo normal aquellos ojos de aridez.

Jim Morrison estaba ahí y qué se le podía hacer.

"¿Podrías imaginarte que sería tan ilimitado y libre,
necesitado desesperadamente de alguna mano extraña
en un país desesperado",

seguía susurrando Morrison en “The End”.

Magnetismo, transmutaciones, estelas de letras, rayas, colores, zumbidos, ráfagas.Teníamos que largarnos pronto porque el sol parisino esta vez no hacía muchas concesiones. Tampoco los guardianes de Père Lachaise estaban dispuestos a hacer concesiones al grupo de chicos hawaianos que llegó tarde a la cita. Teníamos que dejar limpio el lugar, irnos, sí, buscarnos otros finales. Todo limpio. Sólo las velas chorreaban algún dejo de desdén. Velas, clics, lagrimitas. Todo tenía que rodar. El fin tenía que aceitarse. Ese es el fin, baby. Este es el fin.

El Fin.