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JAZZ, PARÍS Y LITERATURA DOMINICANA
Miguel D. Mena

Oír es oírse. Ya lo han dicho aquellos que buscaron en nuestras islas caribeños algo más que sus costas: El Caribe es ritmo, explosión de luces.
Capacidad de absorción, de estar yendo y viniendo y trazando así esos mapas que no conducirán a ninguna parte. El jazz fue, es, ¿será así? Mientras el tema va y viene a la mesa como un mesero apurado, trato de viajar por aquella literatura dominicana donde el jazz es algún sonido oculto o la revelación de algún viejo secreto.
Accedimos a esta música no a través de New Orleans, aunque, paradójicamente, más de un historiador del blues nos asegure que entre los primeros intérpretes de estos ritmos hubiesen nativos de Saint-Domingue, entiéndase, de Haití. Al primero en revelársele el traqueteo de aquellos clarinetes en sus formas hot fue a Tomás Hernández Franco (1904-1952). Aquella personalidad tan enigmática fue la primera en presentarnos esa revolución de tan grandes consecuencias para la modernidad y en tan pocas palabras: jazz. Lo hace en el cuento "El hombre que había perdido su eje", escrito -o pensado- en un viaje de París a Bremen, en 1925. Aquel estudiante que había llegado a la Ciudad de las Luces en 1921 para estudiar Derecho, nos presenta uno de los grandes cuentos intimistas del que tengamos noticias. En un momento de reflexión sobre aquello que norman los vértigos del ser, el futuro autor de "Yelidá" nos cuenta:
"...Y si alguien me dijese siempre "quédate" yo quizás no me hubiese ido tanto... ido de mí mismo... porque yo sé que la vida de todos gira alrededor de algún ideal malo o bueno, de un motivo, de una razón de ser. Yo mismo, yo he tenido vagamente esa idea fundamental que es como el centro de gravedad en toda vida... Pero la he perdido maravillosamente una madrugada de estas entre un alarido de jazz band o una luminosa frase de mujer..."
Hay que imaginarse el París de aquellos dorados años veinte. El jazz es pura ruptura. El cuerpo se expande en el espacio y en la intensidad del movimiento. La negritud, la otredad, el reflejo en el espejo, son dimensiones que comienzan a ser pensadas, sentidas, sufridas. El gitano-belga Django Reinhardt hacía de su incapacidad física -su mano izquierda estaba cuasi paralizada, sólo con dos dedos hábiles-, toda una adaptación y con ello, un desarrollo en la técnica guitarrística. El compositor Francis Poulanc saltaba de los predios clasicistas, a dialogar con el jazz, dentro de una línea en la que ya estaba inscrito otro gran autor, Eric Satie.
Este fue el París que Tomás Hernández Franco tuvo que dejar en 1927, para asumir nuevos mitos en su país dominicano. Otros contemporáneos suyos, a pesar de haber vivido en la misma ciudad y tal vez haberse implicado en sus meandros, no reflejaron aquellos asaltos a la modernidad. Me refiero a Evangelina Rodríguez (1879-1954), quien vivió allí entre 1920 y 1925, y a Hilma Contreras (1913), estudiante en la misma ciudad entre 1928 y 1923.
Tal capacidad de asumir los ritmos de la ciudad en su escritura, le tocaría a la poeta sorprendida Aída Cartagena Portalatín (1918-1994). Luego de concluir sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Domingo, se dirige en aquellos finales de los años 50 a la capital francesa. A diferencia de los años pasados, ya para esa época había una comunidad artística allí, entre quienes se destacaban los pintores Silvano Lora e Iván Tovar, el escultor Luichi Martínez Richiez.
Crítica ya de un concepto de cuerpo dictadorial-trujillista, Cartagena Portalatín, si bien no había asumido oficialmente su condición lesbiana, como lo hiciera Hilma Contreras, por ejemplo, situaba una problemática mayor. Más allá de la mujer y sus condicionamientos sexuales, estaba el concepto mayor de identidad nacional, epocal, por no decir de lo global.
El impacto de los nuevos medios de comunicación, el peso de la imagen en la conformación de las nuevas identidades, son algunos de sus referentes. El salto que daba doña Aída fue uno de los mayores dentro de los autores de su generación: el de la poesía "con el hombre universal" que planteaban en los años 40 los poetas sorprendidos, hasta el sujeto desterritorializado del "boom" latinoamericano.
En este sentido el jazz no existe en su sí musical, sino como metáfora de las representaciones sociales que el mismo significa para sus actores. En su cuento "La llamaban Aurora", incluido en "Tablero" (Editora Taller, 1978), incluso va más allá del "boom" y se integra en esa corriente de nueva escritura caribeña, la que tendría en Luis Rafael Sánchez -y su "Guaracha del macho Camacho" (1976)- como uno de sus emblemas fundamentales.
Haciendo una especie de síntesis epocal, entre la vieja pasión bailable del jazz clásico y la celeridad de la música Disco -nacida en los años 70-, escribe:
"Ni acepto aquello, dale que dale de que Aurora es una negrita inteligente, ni de que me divierten los negros, ni que los negros con su jazz y su ritmo, o que los negros alegran el mundo, y vete a la tienda y tráeme el último disco de Donna Summer, y que algo deben hacer los negros, que está bien que diviertan a los blancos. No. Noo. Y noo. Me complace esa música sinfín de la Donna Summer, garrapateando, aullando sin cesar, o cayendo como una cascadita vibrante y excitante".
Las discusiones sobre raza, género, multiculturalidad, están aquí. Música es máscara, movimiento, habla, mapa. Aída Cartagena Portalatín revisa a intérpretes y estrellas como formas de hablas epocales que de repente son las puertas de la memoria y las cartas de presentación generacionals. En "La llamaban Aurora", nos sigue planteando:
"Me revientan ver cómo tantos millones de blancos se deleitan ahora con la Donna Summer, la negrita que canta excitante. Una vez llegaban al delirio con Armstrong, después con Makeba. Que el jazz y todo ritmo que nace tan alegre. ¡Felicidades! No, si yo fuera la Donna Summer recogiera todos los discos que se encuentran en las tiendas, en los dancing, cabaretes, hoteles y moteles y en las casas high"
Las sombras de Louis Armstrong en el París de Tomás Hernández Franco se convirtieron en muros o puertas en la Ciudad Luz de Aída Cartagena Portalatín.
Jazz, blues, Disco Music, París, ¿no fueron también los prismas a partir de los cuales extender estas palmas insulares y vernos más allá del mar que nos rodea -y que nos une?