“La California de Dean... salvaje,
sudorosa, importante, el país donde se unen como los pájaros los solitarios,
los excéntricos, los exiliados, el país donde en cierto modo todo el
mundo tiene aspecto de guapo artista de cine decadente y hundido.”
Jack Kerouac,
“En el camino”, Editorial Anagrama, Barelona, 1989, p. 199
Tengo que
recordar aquel título de un libro que nunca pude acabar de leer y cuyo
autor no recuerdo. Si mal no recuerdo, se titulaba “The Intectual Against
the City”, y se refería básicamente a los principios urbanos de los
Estados Unidos. Cofundadores de la ciudad moderna, en ese “norte revuelto
y brutal”, como diría Martí, se fue perfilando, a contrapelo de lo urbanístico
europeo, un principio de individualidad que al mismo tiempo era de aislamiento.
La ciudad quedó enclaustrada en un paisaje de fábricas o de tejidos
para el consumo. Era país dónde lo más importante eran los pies, al
decir de Domingo Faustino Sarmiento en una de sus anotaciones de viajes
en el país de Jefferson.
La urbanística
dominicana todavía es un espacio a ser pensada más allá de sus contabilidades.
Sólo Santo Domingo ha sido un espacio para la discusión. Ciudades como
Santiago, San Francisco de Macorís, La Romana, Barahona, a pesar de
las constantes intervenciones que suceden en sus órdenes, a veces fatales,
no tienen un pensamiento articulador al respecto. Los centros históricos
desaparecen al furor del empuje comercial: de La Sirena –que recientemente
se llevó el Teatro Colón en Santiago-, o de Plaza Lama, o de la devoradora
política estatal de los diferentes gobiernos dominicanos. Gracias a
viejos rituales –como los electorales, ahora ampliados dada su realización
bianual-, se cubren a parques y calles con afiches y vallas de políticos
que sólo se esfuman por la acción de las lluvias y el viento tropical.
En los noventa
se ha disparado este proceso de polución ambiental. Las elecciones no
sólo son más regulares, sino que las ofertas cada vez quieren transparentar
más democracia en razón de que los candidatos son más locales. Las provincias
y distritos electorales aumentan, al igual que los representantes congresionales.
El clientelismo se enquista aún más. Sin embargo, la exacta proporcionalidad
matemática entre diputados, senadores y población, nos ha deparado los
resultados que todo mundo conoce –y sufre-, de inoperatividad, hipertropia
burocrática, la eterna rifa del bien público y el futuro nacional en
función de las apetencias y el futuro personal del legislador o burócrata
de turno.
Este proceso
de complejización de la política, de igualamiento de los límites de
credibilidad de las distintas ofertas electorales, producen una especie
de rechazo de lo político, o de “reflujo”, como bien se podría decir
dentro de cierta perspectiva funcionalista.
A partir de
aquí el mundo político, por lo absurdo y degradado –y degradable- se
nos convierte en algo extraño, ajeno. Surge entonces una especie de
diáspora interior. Obligado a una sobrevivencia cada vez más dura, en
función de los límites del mercado, la caída del peso y de los aumentos
de coste de los bienes de consumo, hay un repliegue en lo cotidiano.
También se va produciendo un cambio de edades, que es al mismo tiempo
de roles. Como diría Manuel Vásquez Montalbán en “Asesinato en el Comité
Central”, a los comunistas, después de los cuarenta años, les coge con
el horóscopo. Uno agregaría, y tal vez no sólo para el caso de los dominicanos,
que no sólo a los viejos comunistas le acontece esa crisis de la astralidad...
En medio de
todo este panorama queda el sujeo frente a su entorno. Está el intelectual
y la ciudad. Las metáforas en las que se socializó –el confort del todo
cerca, la claridad en el orden de las calles y sus individuos-, ahora
desaparece frente al desorden de los tarantines, la mala calidad del
tránsito, la sobreproducción, el sobreconsumo, la celeridad y la obligación
de ir frenando. La ciudad le resulta hostil al intelectual. El intelectual
de repente no tiene vuelto para devolverle a la ciudad.
A este intelectual
hay que recordarle, siguiendo una vieja consigna, que la ciudad somos
nosotros. Que la hostilidad no tiene que ser una condición sine qua
non, sino que es un producto creado por fuerzas reales y a partir de
una lógica determinada de poder y/o dominación. Que la hostilidad a
veces no es más que el resultado de nuestro descuido intelectual, del
bajar los puños en momentos en que se necesita profundidad y originalidad
en el análisis, voluntad de denunciar, de congregar, de disponer de
una contra-fuerza suficiente a ese Orden que trata de concentrarlo todo
en sus aspas.
Nuestro Santo
Domingo actual, también podría hablarse de nuestro Santiago, nuestra
Romana, etc., son un producto de fuerzas vivientes, que están ahí, muchas
veces en el día a día de los periódicos, la calle, la esquina, haciendo
y deshaciendo, y sin que hayan voces suficientes como para situarlas
y aún enfrentarlas.
No hemos advertido
que uno de los rasgos a partir de los cuales se han movido las políticas
urbanas estatales desde 1930 hasta ahora mismo (2002) han partido de
un criterio donde se vinculan modernidad y autoritarismo. El riesgo
que se da en el análisis es el de considerarlo todo como bloque, como
unidad, cuando un mal histórico o alguna ley fatal de nuestro Caribe.
Hay que diferenciar, valorar lo que son aportes y rupturas, a veces
en la figura de una misma persona, período o momento.
Hemos visto
cómo a partir de 1966, de la ascención del balaguerismo, nuestras ciudades
han despegado en los sentidos más intensos de la capitalización. Una
de las fuerzas que más han incidido en la constante remodelación de
lo urbano dominicano es el hecho de que ella ha sido una de las maneras
más rápidas de acumulación, o para decirlo en un lenguaje menos sociológico,
de enriquecimiento. La ciudad ha sido el gran negocio. La ciudad sólo
“da vida” en un hacer y un deshacer. No basta con decir, por ejemplo,
que Balaguer ha hecho cantidad de cosas para quedar en la memoria histórica
del dominicano y del mundo. Detrás de Balaguer –y al lado de todos los
políticos que le han sucedido-, está un ejército de ingenieros, arquitectos,
constructores, abogados, personeros, viendo la manera de cómo apropiarse
del espacio urbano, de cómo lucrarse de algún contrato, de cómo endeudar
la cosa pública en función de que sólo mediante esa vía es que se puede
acceder a la residencia, la yipeta o el viaje a Miami.
El Santo Domingo
con el que entramos al siglo XX es suma de todos estos desarrollos.
Es un Santo
Domingo hostil, ciertamente, pero no porque haya un per se de
la hostilidad, sino porque hay criterios expeditos que la convierten
en eso. Hay decires que la expresan, hay visiones que la norman, hay
rayas que la subrayan.
Bajo el gobierno
del PRD (2000-2002) estamos asistiendo al renacimiento de una ciudad
cesarística. Frente a un “adrianismo” balaguerista –la ciudad como armonía
monumental-, con el ingeniero Hipólito Mejía vivimos un “cesarismo”:
la ciudad como circo y como jaula, como espectáculo del Orden.
La manera
que se le va dando protagonismo a lo militar dentro de lo urbano es
una prueba más que evidente de todo esto. No sólo la Fortaleza Ozama
vuelve a manos de las Fuerzas Armadas –se está creando un “Museo Militar”-,
sino también que el Gobierno Central le entrega el Parque Independencia
a las mismas Fuerzas. Luego del shock que sufrió este tradicional parque
capitaleño en 1976, donde se le borró su memoria republicana y se “recuperó”
su colonal, ahora, en este 2002, está a punto de sufrir su segundo shock.
Mientras el dinero para los hospitales y escuelas escasea, el Gobierno
Central le concede recursos a las Fuerzas Armadas para ¡construir un
destacamento en esos predios del Parque!... ¿No son suficientes los
destacamentos en la Bolívar con Rosa Duarte, el de la Policía turística
en el Conde con José Reyes, el de la bajadita de la Atarazana, el del
mismo Palacio Nacional?
Al Parque
Independencia nos lo han “hostilizado”. Le han cerrado sus puertas por
los lados de la Av. Independencia y de la Enrique Henríquez. Ahora sólo
se puede entrar por la Av. Bolívar o por la Calle El Conde. Un letrero
de que se “prohiben comidas y bebidas y negocio de todo tipo” nos dice
que tenemos un parque desinfectado. Los canillitas, los limpiabotas,
la gente que quiere comerse un helado o aún masticar una goma de mascar,
están sub judice en esos predios. Higiene es igual a hostilidad
en este caso.
¿Ha habido
la voluntad y el trabajo para enfrentar semejante hostilidad?
Un ligero
movimiento de ciudadanos, iniciado como simple conversación en la Cafetería
El Conde, ya produjo sus resultados a principios del 2001. Frente a
la erradicación de sus tradicionales bancos de hierro, el Parque Colón
amaneció un día forrado con bancos de madera, nada ergonómicos y fruto
de una oscura transacción comercial. Una carta redactada y firmada por
una serie de ciudadanos conscientes, entre los que se contaban intelectuales,
artistas, arquitectos, residentes, pudo convencer a la autoridad municipal
de que diera marcha atrás a tales hechos. Después de una honesta aclaración
pública, el alcalde Johnny Ventura llegó a cumplir su palabra tres meses
después. Los bancos de hierro volvieron, aunque unos doce, más o menos,
se hayan quedado trabados en el camino.
Ciertamente
hay una hostilidad en Santo Domingo, que no es solamente la del infeliz
que pone una fritura en cualquier esquina ni la del otro infeliz que
sólo quiere vencer y convencer con sus bocinas frente a un semáforo.
Se da también la hostilidad de un capitalismo salvaje, de inmobiliarias
que deciden el tejido urbano, de funcionarios cómplices en el silencio,
de intelectuales que a veces no se dan cuenta dónde están las raíces
de tanta vorágine y algunas maneras de combatirlas.
Esa es el
Santo Domingo de hoy, que también es –o puede ser- el Santiago, La Vega,
La Romana, la Barahona- de hoy. La hostilidad también tiene cara, manos.
No es un mal de Sísifo la maldición de esta ciudad.
La ciudad
también es responsabilidad nuestra.
Nosotros somos
la ciudad.
Berlín, 8
de marzo 02.