En el cielo pequeñoburgués
de nuestras vidas, las ciudades son el lecho de la memoria.
Es en ellas que nacemos, vivimos, y, probablemente, moriremos. Son sus
rincones, sus calles, las que reservan lugar al sentimiento, a la intuición,
a la inocencia, a la simplicidad con que la vida teje la trama inesperada
de la existencia.
Desde todas las figuras
posibles, la ciudad es ese espacio realista y utópico, que reintegra
a sus habitantes a la magicidad de un “yo” expresado y transformado,
particular y plural, detenido en el tiempo y en evolución permanente.
Esa extraña conjunción de lo que se fue con lo que permanece, y no sólo
en lo que da a leer el cambio físico del urbanismo, sino, y sobre todo,
por las huellas del alma que van quedando desperdigadas en sus aceras.
Si no fuera así, ¿qué
sentido tendría el afán de cronista de Marcio Veloz Maggiolo, arquitecto
del recuerdo, quien reconstruye piedra a piedra barriadas de la memoria,
que se quedaron varadas entre la ciudad real y la ciudad imaginada?
¿O cómo explicar esa ciudad escindida de Italo Calvino (que Néstor García
Canclini estudia en su artículo “Ciudad invisible, ciudad vigilada”),
apropiación del sueño y el olvido.
Es en esa tensión
(lo imaginado rendido ante lo real, lo real humillado ante la imaginación)
que viven las ciudades. Nos apropiamos de ellas recorriéndolas, hundiéndonos
en sus edificios vetustos o en sus recintos coloniales, disfrutando
del colorido de sus calles célebres (El Conde con sus personajes emboscados
en cada esquina, hartos de realidades, pidiéndoles un último deseo,
una promesa final, a la vida. La Duarte con su hormiguero humano y sus
carteristas lánguidos jugándole una apuesta al azar), sus barrios contrapuestos
(los modos de habitar Gualey o Guachupita, frente a los modos de habitar
Naco o Arroyo Hondo), sus parques y sus plazas, en fin, todo ese espacio
que el imaginario de la ciudad va bordando invisiblemente en las ficciones
de cada quién.
Pero también se puede
recuperar en sus olores (un amigo francés me dijo que Santo Domingo
le olía a frituras, y yo le riposté diciéndole que París me olía a mierda
de perro, lo cual no era un insulto sino justamente mi impresión olfativa),
en sus relatos e historias, porque también se puede “andar” la ciudad
narrada, y en sus imágenes y colores que confieren una apariencia particular
al recuerdo.
No es sólo habitar
el barrio de la ciudad en que crecemos, lo que nos liga de manera imperecedera
a su historia, sino atravesarlo, realizar el gran sueño mítico del caminante
que se apropia de las hileras de casas, del lecho del río, de los mercados
bulliciosos, porque las ciudades están hechas para ser atravesadas.
(La única imagen de mi padre que guardo en la memoria, es la de un hombre
que me lleva en sus piernas, atravesando la ciudad de Santo Domingo
en una guagua de dos pisos, como las de antes).
Debería existir un
derecho ciudadano que proclame como ley el disfrute de la ciudad. Santo
Domingo, por ejemplo, es una ciudad hostil, en la que la apropiación
del espacio está suspendida.Visualmente amenazante, discurre en algo
muy parecido a un espacio teatral: tarantines que obstruyen la libre
circulación, la segregación física, el atrincheramiento, el espacio
público como un territorio privado, el caos infinito del transporte.
Toda la lectura del
espacio urbano de la ciudad Santo Domingo es hostil, agresiva. Si el
transporte en automóvil es una odisea, caminar es un deslizamiento atrevido
que implica enormes riesgos(Santo Domingo es, literalmente, una ciudad
“incaminable”), el río podrido que la circunda es una sustancia acuosa
que no va a ninguna parte, la topografía turba el centro mismo del sosiego.
“Los espacios han
sido socialmente construidos- dice el padre Jorge Cela- de forma que
expresan las relaciones de quienes los habitan”. Y como es así, lo característico
de esta ciudad es la desurbanización, la exclusión. Pero también es
una ciudad sin poetas, y sin historiadores. Siempre me ha extrañado
que no tengamos una dinastía de historiadores de la ciudad. Yo he vivido
muchos años de mi vida en La Habana, se puede decir que mi alma la recorren
dos imaginarios: el de Santo Domingo y el de La Habana. En esa ciudad
no hay un acontecimiento que no sea recogido por su cronista.
Los historiadores
de la ciudad de La Habana son figuras estelares de la cultura cubana:
Roig de Leushering, José Luciano Franco, Alejo Carpentier( quien se
conocía de memoria cada piedra, cada ladrillo, cada barrio de la ciudad),
y Eusebio Leal, quien no se cansa de “andar La Habana”.
Santo Domingo carece
de historiadores enteramente dedicados a narrarla como un proyecto de
vida. Y sus poetas están diezmados, como si sus contornos los alejaran
de la espiritualidad y de la magia.
Oh,
Dios, sólo tú sabes cuándo dejaremos de vivir en una ciudad semejante,
amada y hostil!
Listín
Diario, Miércoles 6 de Marzo del 2002