La verdad es que en 1987, Santo Domingo está cambiando.- Parece que quisiera recomponer su tejido molecular, sustituyendo caseríos por edificios colectivos de habitación, ensanchando sus avenidas, enderezando sus perspectivas; lo mismo ocurre en los sectores populares, como en los antiguos recintos intramuros; en barrios residenciales de reciente factura y en las márgenes del Ozama.- Por todas partes el hombre quiere modificar su espacio ciudadano, mejorar su entorno, levantar esperanzas al cielo.
Durante el proceso —que apenas un poco de introspección nos hará reconocer que es eterno, sólo que ahora más intenso— el agente de cambio más notorio es la arquitectura. Esas construcciones que crecen sobre la tierra, son la muestra más evidente del proceder humano en lo que hemos aprendido a llamar sociedad. Nos percatamos, unos más tarde que otros, que la ciudad recibe silente la erección de nuevas obras para el desarrollo de sus funciones, sean estas de índole pública o de carácter privado. Y de pronto nos preguntamos, ¿existe una intención deliberada de conformar “algo” específico en Santo Domingo? ¿Cómo se manejan los intereses que afectan directa o indirectamente la imagen y el uso de la Ciudad? ¿Qué significa la introducción de esos nuevos proyectos, mucho de ellos meramente especulativos, dentro de la cada vez más compleja trama urbana?
No creo conocer a muchas personas que intenten responder seriamente a estas cuestiones. Pienso que el afán cotidiano por la supervivencia impide observar más allá del futuro inmediato. La realidad es que la inmensa mayoría está optimista y conforme de que Santo Domingo cambie; es común pensar que estamos progresando.
Así también pienso yo. Y como profesional del diseño, no puedo esperar menos que participar en el proceso.
Para progresar, es necesario abandonar cargas impuestas por el pasado; a veces es imprescindible sacrificar recuerdos, para sustituirlos por nuevos anhelos de mejoría. En la batalla por desarrollar las ciudades, muchos inmuebles caen en el olvido, son simplemente inmolados, se podría casi decir, por un futuro que sugiere ser más espléndido.
Y es aquí cuando debemos ser más cuidadosos. Al reconocer que la arquitectura forma parte de un mercado de valores basado en el costo de la tierra y en las ganancias que se obtienen de su manejo especulativo, aceptamos un principio que forma parte intrínseca de nuestra organización económica, y en consecuencia, nos integramos al engranaje de esa gran maquinaria que, supuestamente, empujará el desarrollo social dominicano hacia mejores estadios de progreso y bienestar.
¿Qué ocurre entonces con el trabajo creador del arquitecto? ¿Qué papel desempeña aquel arquitecto que no se contenta con brindar a sus clientes un diseño que les reparte beneficios materiales, y paralelamente a esto, quiere y puede manifestar una expresión artística, desarrollar nuevas técnicas de construcción, aportar desde su perspectiva creadora individual al desarrollo de nuestra cultura? Si hemos de progresar, debemos hacerlo en todos los frentes. También el arte, en tanto que expresión sublimizada e idealista de un pueblo, debe progresar.
Tal ha sido siempre el caso. En algunos momentos el arquitecto dominicano ha logrado sintetizar en sus obras la esencia de su arte, ha dejado plasmado en sus muros una intención, un deseo, un reto. Y es así también como una Ciudad se enriquece, se desarrolla, progresa.
Si hemos de escoger un sector de nuestra geografía que mejor represente este hecho, tendría que ser lo que hoy conocemos como Gazcue.
Gazcue es además, un fenómeno socio-económico. En las afueras de los centros históricos caribeños existen otros Gazcues. La Habana tuvo sus barriadas del Cerro y el Vedado; San Juan su Miramar; Cartagena su Manga; Caracas su Silencio, y así en lo sucesivo, vemos como desfasadamente en el tiempo, los cascos históricos antillanos resultaron pequeños para sus habitantes, quienes poco a poco iniciaron un proceso migratorio hacia las planicies despobladas fuera de los muros coloniales.
Gazcue fue, en consecuencia, y coincidencialmente, el resultante de ese proceso de desarrollo urbano en el cual la primera generación de arquitectos netamente dominicanos plasmó lo mejor de su oficio.
Hacia 1930 ya parte de lo que entendemos hoy como Gazcue estaba deslindado. El Ensache Lugo y la Primavera, primeros intentos de urbanización moderna fuera del sector colonial, estaban poblados de estancias y casonas de factura tradicional, rodeadas de grandes jardines. De este período nos quedan algunas residencias exquisitas, como la diseñada por el Arquitecto Pedro de Castro en 1928 —hoy residencia Reid Cabral— en la calle Cervantes. Viviendas de menor escala pero de igual empaque estilístico están diseminadas por el sector, muchas de ellas en muy buen estado.
El predominio del esquema tipo bungalow era evidente. Estamos refiriéndonos a un momento de gran eclecticismo, en el que las viviendas comienzan a integrar las marquesinas para los vehículos de motor.
Los inicios de la década del 30 reciben el regreso al país de varios profesionales jóvenes recién egresados de facultades extranjeras. Recordemos a Humberto Ruiz Castillo, a Guillermo González, a José Antonio Caro Álvarez, a Henri Gazón, a Leo Pou Ricart y Marcial Pérez Garrido, Alfredo González, Alexis Licairac y otros profesionales de mayor experiencia, son los protagonistas de los nuevos ensayos en pos del desarrollo de la Arquitectura Moderna en la República Dominicana. Y Gazcue, indubitablemente, se convirtió en su principal campo de experimentación.
González inicia el proceso de cambió: El Jaragua —el desaparecido—, el Jaragüita —hoy casi ahogado—, el edificio González, y muchos más, todos en Gazcue. El Parque Ramfis, en Ciudad Nueva —hoy Eugenio María de Hostos—, demarca no sólo el límite geográfico sino el histórico, al inaugurar en 1936, una nueva etapa del arte del espacio-tiempo en el país.
Varios estilos confluyen en Gazcue: El Mediterráneo o Neohispánico, como manifiestan las obras de Lluberes, “Trene” Pérez y Caro; el moderno purista expresado en las obras de González y los hermanos Pou Ricart; en fin, una amalgama de formas y lenguajes que sin embargo, parecían compartir una voluntad común: hacer de Gazcue un barrio modelo en la arquitectura y el urbanismo dominicanos.
No quiero en este breve artículo abundar en datos históricos, y extenuar al lector con informaciones que, por otro lado, son todavía insuficientes y fragmentadas. Lo más importantes es destacar el valor que posee Gazcue como receptáculo viviente de ese período entre 1920 y 1960, cuando realmente se plasma un extraordinario documento histórico en el desarrollo de la cultura nacional. Pienso, y quizás podré sentirme apoyado por otros, que debemos defender ese patrimonio artístico, que debemos seleccionar sus mejores ejemplos, y aprender de ellos, valorarlos no sólo como antigüedades que ocupan un terreno cada día más valioso, y protegerlos. El día que destruyamos Gazcue, el sector perderá toda su magia, su distinción y su esencia. ¿No será mejor mantener racionalmente su integridad física y ambiental, para no arrepentimos después? ¿Cómo se podrán olvidar los trabajos de Auñón, de Bernal y Bonnet, de Amable Frómeta, de Teófilo Carbonell, de Rafael Tomás Hernández, de Margot Taulé, y de tantos más que mi ignorancia impide listar aquí?
Salvemos Gazcue. Es simple. Es progresar.
Isla Abierta, 3 de octubre de 1987, pp. 4 y 5.
Residencia Barcelón. Arq. José Antonio Caro Álvarez.
Residencia Despradel Rodríguez, Ave. Pedro Henríquez Ureña, Arq. Mario R. Lluberes.
Residencia Freites. Independencia esq. Eugenio María de Hostos, Arq. Octavi Pérez Garrido (Trene).