ENRIQUILLO
Demos siquiera en los libros algún lugar a
la justicia, ya que por desgracia suele dejársele tan poco en
los negocios del mundo.
QUINTANA.
P R I M E R A P A R T E
CAPÍTULO I
INCERTIDUMBRE
El nombre de Jaragua brilla en las primeras páginas
de la historia de América con el mismo prestigio que en las edades
antiguas y en las narraciones mitológicas tuvieron la inocente
Arcadia, la dorada Hesperia, el bellísimo valle de Tempé,
y algunas otras comarcas privilegiadas del globo, dotadas por la Naturaleza
con todos los encantos que pueden seducir la imaginación y poblaría
de quimeras deslumbradoras. Como ellas, el reino indio de Jaragua aparece,
ante los modernos argonautas que iban a conquistarlo, bajo el aspecto
de una región maravillosa, rica y feliz. Regido por una soberana
hermosa y amable; [1] habitada por una raza benigna, de entendimiento
despejado, de gentiles formas físicas; su civilización
rudimentaria, por la inocencia de las costumbres, por el buen gusto
de sus sencillos atavíos, por la graciosa disposición
de sus fiestas y ceremonias, y, más que todo, por la expansión
generosa de su hospitalidad, bien podría compararse ventajosamente
con esa otra civilización que los conquistadores, cubiertos de
hierro, llevaban en las puntas de sus lanzas, en los cascos de sus caballos,
y en los colmillos de sus perros de presa.
Y en efecto, la conquista, poniendo un horrible borrón
por punto final a la poética existencia del reino de Jaragua,
ha rodeado este nombre de otra especie de aureola siniestra, color de
sangre y fuego,algo parecido a los reflejos del carbunclo. Cuando
se pregunta cómo concluyeron aquella dicha, aquella paz, aquel
paraíso de mansedumbre y de candor; qué fue de aquel régimen
patriarcal, de aquella reina adorada de sus súbditos, de aquella
mujer extraordinaria, tesoro de hermosura y de gracias, la historia
responde con un eco lúgubre, con una relación espantosa,
a todas esas preguntas. Perecieron en aciago día, miserablemente
abrasados entre las llamas, o al filo de implacables aceros, más
de ochenta caciques, los nobles jefes que en las grandes solemnidades
asistían al pie del rústico solio de Anacaona; y más
tarde ella misma, la encantadora y benéfica reina, después
de un proceso inverosímil, absurdo, muere trágicamente
en horca infame. A tales extremos puede conducir el fanatismo servido
por eso que impropiamente se llama razón de Estado.
Los sucesos cuya narración va a llenar las hojas
de este pobre libro tienen su origen y raíz en la espantosa tragedia
de Jaragua. Fuerza nos es fijar la consideración en la poco simpática
figura del adusto comendador Frey Nicolás de Ovando, autor de
la referida catástrofe. En su calidad de gobernador de la Isla
Española, investido con la absoluta confianza de los Reyes Católicos,
y depositario de extensísimas facultades sobre los países
que acababa de descubrir el genio fecundo de Colón, los actos
de su iniciativa, si bien atemperados siempre a la despiadada rigidez
de sus principios de gobierno, están íntimamente enlazados
con el génesis de la civilización del Nuevo Mundo, en
la que entró por mucho el punto de partida trazado por Ovando
como administrador del primer establecimiento colonial europeo en América,
y bajo cuyo dilatado gobierno adquirió Santo Domingo, aunque
transitoriamente, el rango de metrópoli de las ulteriores fundaciones
y conquistas de los españoles. [2]
Contemplemos a ese hombre de hierro después de
su feroz hazaña, perpetrada en los indefensos y descuidados caciques
de Jaragua. Veinte días han transcurrido desde aquella horrible
ejecución. El sanguinario comendador, como si la enormidad del
crimen hubiera fatigado su energía, y necesitara reponerse en
la inercia, permanecía entregado a una aparente irresolución,
impropia de su carácter activo. Tal vez los remordimientos punzaban
sordamente su conciencia; pero él explicaba de muy distinta manera
su extraña inacción a los familiares de su séquito.
Decía que el sombrío silencio en que se encerraba durante
largos intervalos, y los insomnios que le hacían abandonar el
lecho en las altas horas de la noche, conduciendo su planta febril a
la vecina rivera del mar, no eran sino el efecto de la perplejidad en
que estaba su ánimo al elegir en aquella costa, por todas partes
bella y peregrina, sitio a propósito para fundar una ciudad,
en cuyas piedras quedara recomendado a la posteridad su propio nombre,
y el recuerdo de sus grandes servicios en la naciente colonia. [3] Además,
se manifestaba muy preocupado con el destino que definitivamente debiera
darse a la joven y hechicera hija de Anacaona, la célebre Higuemota,
ya entonces conocida bajo el nombre cristiano de Doña Ana, y
viuda con una hija de tierna edad del apuesto y desgraciado Hernando
de Guevara. [4] El comendador, que desde su llegada a Jaragua trató
con grandes miramientos a la interesante india, redobló sus atenciones
hacia ella después que hubo despachado para la ciudad de Santo
Domingo a la infortunada reina, su madre, con los breves capítulos
de acusación que debían irremisiblemente llevarla a un
atroz patíbulo.
Fuera por compasión efectiva que le inspiraran
las tempranas desdichas de Higuemota; fuera por respeto a la presencia
de algunos parientes de Guevara que le acompañaban, los cuales
hacían alarde de gran consideración hacia la joven viuda
y de su consanguinidad con la niña Mencía, que así
era el nombre de la linda criatura, cifrando en este parentesco aspiraciones
ambiciosas autorizadas en cierto modo por algunas soberanas disposiciones;
lo cierto es que Ovando, al extremar su injusto rigor contra Anacaona,
rodeaba a su hija de las más delicadas atenciones. De otro cualquiera
se habría podido sospechar que el amor entrara por mucho en ese
contraste; pero el comendador de Lares jamás desmintió,
con el más mínimo desliz, la austeridad de sus costumbres,
y la pureza con que observaba sus votos; y acaso no seria infundado
atribuir la aridez de su carácter y la extremada crueldad de
algunas de sus acciones a cierta deformidad moral, que la naturaleza
tiene en reserva para vengarse cuando siente violentados y comprimidos,
por ideas convencionales, los afectos más generosos y espontáneos
del alma. [5]
Higuemota, o sea Doña Ana de Guevara, como la
llamaremos indistintamente en lo sucesivo, disfrutaba no solamente de
libertad en medio de los conquistadores, sino de un respeto y una deferencia
a su rango de princesa india y de señora cristiana que rayaban
en el énfasis. Su morada estaba a corta distancia del lugar que
había sido corte de sus mayores y era a la sazón campamento
de los españoles, mientras Ovando se resolviera a señalar
sitio para la nueva población. Tenía la joven dama en
su compañía o a su servicio los indios de ambos sexos
que bien le parecía, ejerciendo sobre ellos una especie de señorío
exclusivo: cierto es que su inexperiencia, lejos de sacar partido de
esa prerrogativa, sólo se inclinaba a servir de amparo a los
infelices a quienes veía más afligidos y necesitados;
hasta que uno de los parientes de su hija se constituyó en mayordomo
y administrador de su patrimonio con el beneplácito del Gobernador;
y gracias a esta intervención eficaz y activa, desde entonces
hubo terrenos acotados y cultivados en nombre de Doña Ana de
Guevara, y efectivamente explotados, como sus indios, por los parientes
de su difunto marido; ejemplo no muy raro en el mundo, y en todos los
tiempos.
La pobre criatura, abrumada por intensísimos
pesares, hallaba muy escaso consuelo en los respetuosos homenajes de
la cortesía española. Los admitía de buen grado,
sí, porque la voz secreta del deber materno le decía que
estaba obligada a vivir, y a consagrarse al bienestar de su Mencía,
el fruto querido y el recuerdo vivo de su contrariado amor. Mencía,
de tres años de edad, era un fiel reflejo de las bellas facciones
de su padre, aquel gallardo mancebo español, muerto en la flor
de sus años a consecuencia de las pérfidas intrigas de
Roldán, su envidioso y aborrecible rival. Tan tristes memorias
se recargaban de un modo sombrío con las angustias y recientes
impresiones trágicas que atormentaban a la tímida Higuemota,
habiendo visto inmolar a casi todos sus parientes por los guerreros
castellanos, y separar violentamente de su lado a su adorada madre,
al ser que daba calor y abrigo a su enfermo corazón. La incertidumbre
de la suerte que aguardara a la noble cautiva en Santo Domingo, aunque
no sospechando nunca que atentaran a sus días, era el más
agudo tormento que martirizaba a la joven viuda, que sobre ese particular
sólo obtenía respuestas evasivas a sus multiplicadas y
ansiosas preguntas.
El pariente más cercano que tenía consigo
Doña Ana era un niño de siete años, que aún
respondía al nombre indio de Guarocuya. No estaba todavía
bautizado, porque su padre, el esquivo Magicatex, cacique o señor
del Bahoruco, y sobrino de Anacaona, evitaba cuanto podía el
bajar de sus montañas desde que los extranjeros se habían
enseñoreado de la isla; y solamente las reiteradas instancias
de su tía, deseosa de que todos sus deudos hicieran acto solemne
de sumisión a Ovando, lo habían determinado a concurrir
con su tierno hijo a Jaragua, donde halló la muerte como los
demás infelices magnates dóciles a la voluntad de Anacaona.
El niño Guarocuya fue retirado por una mano protectora, la mano
de un joven castellano, junto con su aterrada pariente Higuemota, de
aquel teatro de sangriento horror; y después quedó al
abrigo de la joven india, participando de las atenciones de que ella
era objeto. La acompañaba de continuo, y con especialidad al
caer la tarde, cuando los últimos rayos de luz crepuscular todo
lo impregnaban de vaga melancolía. Doña Ana, guiando los
pasos de su pequeñuela, y seguida de Guarocuya, solía
ir a esa hora al bosque vecino, en cuyo lindero, como a trescientos
pasos de su habitación, sentada al pie de un caobo de alto y
tupido follaje, se distraía de sus penas mirando juguetear sobre
la alfombra de menuda grama a los dos niños. Aquel recinto estaba
velado a toda planta extraña, de español o de indio, por
las órdenes del severo Gobernador.
Éste había hecho solamente dos visitas
a la joven; la primera, el día siguiente al de la matanza, con
el fin de consolarla en su aflicción, ofreciéndole amparo
y proveyendo a lo necesario para que estuviera bien instalada y asistida;
la segunda y última, cuando despachó a la reina de Jaragua
prisionera para Santo Domingo. Doña Ana le estrechó tanto
en esa entrevista, con sus lágrimas y anhelosas preguntas sobre
la suerte reservada a su querida madre, que el comendador se sintió
conmovido; no supo al fin qué responder, y avergonzado de tener
que mentir para acallar los lúgubres presentimientos de aquella
hija infeliz, se retiró definitivamente de su presencia, encomendando
a sus servidores de mayor confianza el velar sobre la joven india y
colmaría de los más asiduos y obsequiosos cuidados.
Transcurrieron algunos días más sin alteración
sensible en el estado de las cosas, ni para Ovando, que continuaba en
su perplejidad aparente, ni para Doña Ana y los dos pequeños
seres que hacían llevadera su existencia. Una tarde, sin embargo,
como un mes después de la cruel tragedia de Jaragua;
a tiempo que los niños, según su costumbre, triscaban
en el prado, a la entrada del consabido bosque, y la triste joven, con
los ojos arrasados en lágrimas, contemplaba los caprichosos giros
de sus juegos infantiles cuadro de candor e inocencia que contrastaba
con el angustioso abatimiento de aquella hiedra sin arrimo; oyó
cerca de sí, con viva sorpresa, a tres o cuatro pasos dentro
de la espesura del bosque una voz grave y apacible, que la llamó,
diciéndole:
Higuemota, óyeme; no temas.
La interpelada, poniéndose instantáneamente
en pie, dirigió la vista asombrada al punto de donde partía
la voz; y dijo con entereza:
¿Quién me habla? ¿Qué
queréis? ¿Dónde estáis?
Soy yo, repuso la voz, tu primo Guaroa;
y vengo a salvarte.
Al mismo tiempo, abandonando el rugoso tronco de una
ceiba que lo ocultaba, se presentó a la vista de Doña
Ana, aunque permaneciendo cautelosamente al abrigo de los árboles,
un joven indio como de veinticinco años de edad. Era alto, fornido,
de aspecto manso y mirada expresiva, con la frente marcada de una cicatriz
de herida reciente; y su traje consistía en una manta de algodón
burdo de colores vivos, que le llegaba hasta las rodillas, ceñida
a la cintura con una faja de piel; y otra manta de color obscuro, con
una abertura al medio para pasar la cabeza y que cubría perfectamente
toda la parte superior del cuerpo; sus brazos, como las piernas, iban
completamente desnudos; calzaban sus pies, hasta arriba del tobillo,
unas abarcas de piel de iguana; y sus armas eran un cuchillo de monte
que mal encubierto y en vaina de cuero pendía de su cinturón.
y un recio y nudoso bastón de madera de ácano, tan dura
como el hierro. En el momento de hablar a Doña Ana se quitó
de la cabeza su toquilla o casquete de espartillo pardo, dejando en
libertad el cabello, que abundante, negro y lacio le caía sobre
los hombros.
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[1] Anacaona, viuda del valeroso Caonabó, cacique
de Maguana, era la hermana de Behechío, cacique de Jaragua; pero
por su talento superior era la que verdaderamente reinaba, hallándose
todo sometido a su amable influencia, incluso el cacique soberano.
[2] La ciudad de Santo Domingo, originariamente fundada
por los Colones en la margen oriental del río Ozama, fué
trasladada por Ovando al sitio que hoy ocupa, después del ruinoso
huracán de 1502.
[3] Que el pensamiento de vincular su propia memoria
en el nombre de alguna población no era ajeno del comendador
de Lares, lo prueba el hecho de haber fundado poco después un
pueblo que llamó Lares de Guahava (Hincha). Recuérdese
que ya Colón había denominado San Nicolás a uno
de los principales cabos o promontorios de la Isla, en honor del santo
del día en que lo reconoció. Por esto sin duda no se impuso
a otro lugar el nombre de pila del Comendador.
[4] Todos los autores antiguos y modernos que han escrito
sobre la conquista hacen mención de los románticos amores
de Guevara con la hija de Anacaona, y los graves disgustos a que dieron
lugar en la colonia. (V. a W. Irwing, Vida y viajes de Cristóbal
Colón).
[5] El Comendador pertenecía a la Orden de Alcántara,
cuyos estatutos imponían la observancia del celibato.