Fari Rosario*
La imaginación es más importante que el conocimiento
(Albert Einstein)
Querida Natascha:
Me alegró bastante recibir tu carta. Me place saber de ti y que te está yendo de maravillas por allá. En realidad no ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste al Instituto Nuclear de Japón. ¡Pero así es de cruel el destino! Digamos que tú tomaste río abajo hacia el océano del saber y la ciencia y yo, huraño y solitario, tomé río arriba en busca de los duendes y los ensueños de la imaginación, o sea, de la literatura.
Me dices que diriges una prestigiosa revista científica y que te envíe un artículo donde se destaque explícitamente la relación entre la ciencia y la literatura. No sé si podré hacerlo pero mientras tanto te envío estos detalles instantáneos.
¡Qué podré decirle nuevo a una mujer de tantas luces y tanto dominio de la génesis epistémica como tú! La ciencia, en efecto, es como el mar: profundo, vasto y siempre está agitándose en su propia órbita. El mito de la ciencia quizá comenzó con Prometeo, aquel titán osado y furioso que un buen día quiso robarles el fuego a los dioses para dárselo a los mortales. Desde entonces el hombre precisa del fuego, de esa poderosa luz racional y lógica que le permite iluminar sus días, conocer la realidad y dominar el mundo.
La ciencia es esa especial actividad del hombre que trata de alcanzar la verdad de los acontecimientos y las realidades del mundo a través de la observación, los métodos y los procedimientos adecuados. La ciencia no solo es la base primordial que fundamenta la modernidad sino también el eslabón que define el proyecto como tal. El despliegue de la ciencia moderna es lo que ha permitido los grandes avances tecnológicos, los viajes espaciales, acortar distancias a través de las telecomunicaciones y mejorar, indudablemente, las condiciones de vida del ser humano. Esta ciencia se nos ha mostrado como un importante ámbito fáctico, cuyos motores de impulso son la racionalidad, el positivismo, el progreso y la predicción del futuro. (No te hablaré aquí de la validez del conocimiento científico, del problema de los métodos que reseña la filosofía de la ciencia y los cambios de paradigmas según Thomas Khun: eso será para la próxima entrega). Vale decir, a vuelo de pájaros, que la ciencia de hoy no obstante nos ha acercado al laberinto de la existencia, pues con el descubrimiento y la decodificación del genoma humano nos hemos aproximado a uno de los grandes misterios de la vida.
Hay, naturalmente, otros hallazgos que han cambiado la percepción del hombre moderno, por ejemplo, “la selección de las especies”, la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg, el gato de Schrödinger, la visión los paquetes “quánticos” de M. Planck y la famosa y deslumbrante teoría S. Hawking sobre los agujeros negros. (Sin entrar aquí en detalles sobre los hallazgos de Edison, Madame Curie y el biólogo Wilson).
De pronto notamos que la ciencia también tiene sus páginas horrorosas. (Parece que también los monstruos al dormir tienen pesadillas). Ahora que vivimos bajo la sombrilla de los misiles y las maravillas atómicas vale la pena recordar los días nublados de Chérnobil, o aquel incisivo poema de Haroldo de Ocampos titulado “Hiroshima, mi amor” que alude de un modo mortífero a los efectos de la bomba atómica durante la segunda Guerra Mundial.
El discurso científico debe ser riguroso, objetivo, sistemático y tan apretado y sintético como una minifalda. La actividad de la ciencia, como sabemos, busca asir lo real, lo verificable, lo testable y verosímil en un perenne y loable esfuerzo por alcanzar la verdad. En este ámbito o dimensión especial es donde la ciencia roza las alas de la literatura, dicho de otro modo, donde se intersecan los caminos. La literatura se alimenta de la realidad y lo verosímil. Más aún: la literatura para existir debe basarse en una verdadera epifanía, en una “manifestación de la verdad” como decía James Joyce. A este nivel debemos hablar de la ciencia ficción, un tipo de discurso literario y uno de los géneros más explorados del siglo XX. Muchos de los grandes literatos no solo han imaginado el acontecer de la ciencia, sino que lo han anticipado. Pensemos, por ejemplo, en los fundadores de la ciencia ficción, por un lado Julio Verne, con su Viaje al centro de la tierra (1864), De la tierra a la Luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869); y por otro lado hay que referirse a la emblemática obra La maquina del tiempo (1895) de G. Wells. ¡Si al amigo J. Verne le dijeran que hoy en día los viajes a la luna son posibles a lo mejor le daría un paro cardiaco!
Este tipo de literatura se nos presenta como un discurso vital y atractivo cuya vitalidad descansa en la verosimilitud y las coordenadas o posibilidades que brindan los campos de las ciencias físicas, naturales y sociales.
Te digo algo, Natasha, hace un tiempo se hizo un interesante estudio en la feria del libro de Frankfurt, por cierto la más grande del mundo, y mostró –¡vaya sorpresa!– que los alemanes prefieren más la “literatura científica” que la literatura de tendencia fantástica. La conclusión sería evidente: aparentemente estamos viviendo en una era que ha desplazado la etapa del corazón por la del cerebro.
En realidad mujer, no ha pasado tanto tiempo desde el momento de tu partida. Ahora recuerdo que días antes de irte, caminamos por el Malecón de Santo Domingo, nos besamos y luego entramos a una vieja librería. Tú me regalaste Fahrenheit 451 de Ray Bradbury –una excelente obra de ciencia ficción– y yo te regalé El guardián entre el centeno, la novelita de J. Salinger. Como siempre te dije, mujer, hay un abismo entre la realidad y nosotros que la ciencia no puede salvar ni explicar; eso hoy lo entiendo más que nunca. No quiero sonar jocoso, pero en casa tengo un gato que en nada se parece al de Schrödinger y creo que los agujeros negros me han corroído el alma al no verte o sentirte cerca. Así de cruel es el tiempo y los gatos y los agujeros.
Con un abrazo cordial, se despide, tu guardián,
Fari Rosario
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Fari Rosario nació el 10 de mayo de 1981 en Moca. Tiene una Licenciatura en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra –PUCMM–.
Ha trabajado como profesor de Literatura dominicana e Hispanoamericana en diversos colegios. Actualmente es profesor de Introducción a la Estética en Recinto Santo Tomás de la Universidad Católica Madre y Maestra. Ha publicado, además: Cuentos profanos (2007); El coleccionista (2008); El discurso de la interioridad y la condición humana en Una rosa en el quinto infierno (breve ensayo, 2009) y Polvo y olvido (poemario, 2009), y El columpio de los sonámbulos, una antología de microcuentos dominicanos.
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