DOMINICANIDAD
EXTRA-INSULAR
Miguel D. Mena
Durante cinco siglos
los dominicanos nos hemos reconocidos como hispano-hablantes y católicos.
Hemos sido algo contenidos entre palmas, situados frente al mar, flotando
en medio de diferencias e indiferencias dentro de las políticas imperiales.
Aunque no hayamos
tematizado los contenidos ontológicos de la insularidad, la misma está
aquí, ahí, con sus muros invisibles.
Nuestro “mundo” comenzaba
–o acababa, que eso depende de los deseos-, o en el Aeropuerto de las
Américas o en algún embarcadero oficial o clandestino. A partir de los
80 estas coordenadas físicas comenzaron a difuminarse. La televisión
por cable, primero, y el acentuamiento de las migraciones, después,
fueron las tenazas que agarraron a la dominicanidad tradicional para
transformarla en una miríada de dominicanidades.
El acceso al consumo
del “american way of life” fue un paso dentro de nuestro proceso de
globalización local. Ver MTV o la transmisión instantánea de las Grandes
Ligas fueron actos paralelos a la extensión de los límites de las noches.
Recordemos que la revolución de la nocturnidad se produce a partir de
1978, con la ascensión del PRD al gobierno. Encendamos aquel bombillito
de la memoria y oigamos de nuevo ese –para muchísimas víctimas- golpe
al estómago que era el “son las diez de la noche, ¿sabes dónde están
tus hijos?”, que proclamaba RAHINTEL noche por noche.
El vuelco en la noción
de temporalidad fue al mismo tiempo uno de espacialidad. La noche se
ampliaba como espacio para el consumo, y también para la constitución
de nuevas sujetividades. No había ya el temor al terror policial en
las primeras horas de la madrugada. De comenzar a las ocho o a las nueve,
ya los “bonches” arrancaban a las once, si es que se era puntual. “Bonchear”,
“caer”, “paracaidistas”, “resolver”, “bajar”, “bultear”, el castellano-dominicano
sufrió un vuelco radical. Tal vez ni doña María Moliner ni comparsas
podrían recoger en un diccionario la cantidad de acepciones y giros
nuevos.
Cambió la noción del
tiempo, el espacio se amplió, las palabras para implicarse en ambos
fueron otras, el proceso de retroalimentación con los “dominican-york”
fue progresando en nuevas intensidades. A todo ello se agregó el levantamiento
de una nueva clase media, bajo la política de “demanda inducida” del
perredeísmo, que consistía en el aumento del gasto corriente estatal.
Comenzó así a surgir una “dominicanidad extra-insular”.
La “Isla” ya no fue
límite, aunque sí persistiera en su realidad de distancias. La celeridad
en la vida cotidiana, el dominio de las leyes del mercado dentro de
las relaciones sociales, el amalgamiento de discursos políticos antes
en trinchera o en el todos contra todos, fue contribuyendo a sedimentar
una nueva realidad. Al fondo surgía un sujeto cada vez más pendiente
de sí mismo y de sus imágenes. Instantaneidad y aceleración, simultaneidad
y choque con nuestra tropicalidad al poner en off el aparato –fuese
éste de televisión, de música o el aire acondicionado-, en medio de
estos planos se fue estableciendo nuestra extra-insularidad.
Dos corrientes fueron
confluyendo en nuestra emergencia. Por un lado las migraciones, que
ya para finales de los 80 habían dado a luz una generación de dominicanos
cuya lengua primaria no era el castellano ni tenían a nuestro país como
su primera realidad. Por el otro lado, estaban los dominicanos locales,
los que tiraban anclas luego de ponerse en “on” con el último video
clip o la ropita esa “en buena onda”.
La dominicanidad histórica,
esa que pendía entre levantamientos en Bahoruco, trabucos trinitarios,
la maldición de Trujillo y el fuego de abril en 1965, fue una postalita
más en el album a guardar. A la Historia como gradiente de dominación
le sucedió la contemporaneidad dentro de sus ofertas consumistas: “No
más pasado”, pareció ser la consigna, “hay que vivir el momento” o “cógelo
suave”.
Ni lingüistas, ni
críticos, ni filósofos ni semiólogos ni analistas políticos se dieron
cuenta de que la emergencia de estos nuevos semas era el otro lado de
la sujevitividad emergente. Debido al temor al saber farandulero, a
esa crónica social que tantos cerebros confirma en su vacío, tales referentes
han pasado de largo por la mayoría de los dominicanistas.
La dominicanidad extra-insular se
fue asentando. Si antes algunos de nuestros intelectuales habían ensayado
en otros idiomas, debido a determinadas obligaciones, como Amelia Francasci
o Pedro Henríquez Ureña, ahora han comenzado a expresarse primariamente
en éstos –y sin dejar de ser dominicanos. Una de las grandes obras de
“nuestra” ensayística –permítanme las comillas, por las dudas que esta
afirmación mía supone-, “Literary Currents in Híspanic America” (1945), de Pedro Henríquez Ureña, fue escrita en el idioma de Shakespeare.
Pero, ¿no son también algunas de nuestras grandes obras las escritas
por Julia Álvarez y Junot Díaz, sino es que también incluimos como una
autora de tránsito a Josefina Báez?
Nuestro imaginario
siempre ha estado restringido a lo que acontece dentro de nuestras fronteras.
Lo dominicano ha sido la lengua castellana, la adscripción oficial a
la Iglesia Católica, la pertenencia a la cultura hispánica y la pervivencia
de un substrato africano dentro de la cultura popular. Sin embargo,
hay una noción nueva de dominicanidad. Estamos perfilando una nueva
sujetividad al calor de las migraciones y del peso de los medios de
comuniación en la cotidianidad. Lo que ante resultaba como un hecho
episódico, producto de la situación política o como consecuencia de
aprehensiones económicas, cuando simple búsqueda de nuevas esferas,
es ahora un hecho tan normal como ir de Santo Domingo a San Cristóbal.
El dominicano no sólo está viajando. Está en la otra banda. Puede hablarse
ya de un “dominicano”extra, de un sujeto social que sólo tiene lo históricamente
dominicano como un referente en el imaginario, pero no una realidad
del día a día.
Hablamos entonces
de una “dominicanidad extra-insular” para referirnos a los desarrollos
de este sujeto que aún y allende nuestras fronteras físicas, está dentro
de sus emocionales, como uno más de sus habitantes. Podrá haber roto
con la preferencia por el castellano, habiendo asumido el inglés o el
francés. No tendrá tal vez idea de nuestro pasado histórico ni de la
cotidianidad política. No sufrirá sus embates económicos ni los calores
tropicales. Sin embargo, será un dominicano como todos los que habían
el mismísimo país. Se reconocerá en hábitos y búsquedas, en formas de
expresiones o de sentimientos, en gestos o simplemente en los tres colores
de la bandera. Tendrá con suerte algún altar de la Virgen. Sentirá,
quién sabe, algo del país en algún estadio de baseball en los Estados
Unidos, o advertirá algo en los pies luego de alguna bachata en Zürich
o Estocolmo. El dominicano extra-insular no estará allá en la Isla pero
estará en su aquí, en este color indescifrable pero que nos confirma
que sí, que se pertenece a alguna de las esferas de ese país dominicano.
También habrá un “dominicano extra-insular”
habitante o consumidor en el mismo corazón de Santo Domingo, en ese
polígono central que es algo así como la pasarela de nuestros pininos
postmodernos.
Junio 2002