Enriquillo Sánchez
Pavese adivinó lo que Borges sabía: la poesía es Aleph, ubicuo y eterno Aleph. Para Pavese, como para Borges, el secreto de la poesía reside allí, en ese lugar que es todos los lugares y en ese tiempo, recobrado, en que se resume toda la incesante temporalidad. A mí, por supuesto, no me interesa la teoría del Aleph. Sólo me interesa su magia, es decir, el hecho hechicero y hechizante de que el poema brota (o mana) de un punto en el tiempo y en el espacio exactamente como brota (o mana) una fuente. El poema, como saben los grandes españoles de la palabra y de la maravilla, es una fábula de fuentes.
Para mí —pero lo he dicho mil veces desde estas páginas de lenta y amable alfarería que habito como se habitan los cereales o los astros—, esa piedra de toque del poema es boca Chica. Lo decía y lo digo siempre. Era mil novecientos cincuenta y uno y mi abuela nos llevaba a mi hermana y a mí en un Zephyr pequeño y prieto que trotaba con chofer por una carreterita menuda y fantasiosa que ya no existe —que desde luego ya no existe—a una de las posibles direcciones del paraíso. Cuando llegábamos, llovía. Las casas eran de madera y de cinc —azules, sin duda azules— y las muchachas que nos aguardaban sonreían bajo la lluvia con sus palomas al viento intacto de la dicha. Llovía sobre el mar. Ninguna otra certidumbre era más sobresaliente que esta descalza certidumbre de que llovía sobre el mar. Llovía sobre el mar como si lloviera sobre un plano. O como si lloviera sobre un alfabeto. O como si lloviera sobre la noche y su luengo leopardo borracho.
Hasta aquí mi Aleph, que he ido destruyendo minuciosamente con los años, hasta atreverme a contarlo con un impudor digno de matarifes. Ahora, a fuerza de profanarlo (o de narrarlo), es un recuerdo, apenas una de las tantas coartadas de la memoria, un expediente de húmedo azul henchido de gaviotas y de arenas transparentes en los archivos galopantes del hambre o del deseo. Podría soltarlo al viento o atornillarlo de una melodía. Podría serrucharle las patas o pintarlo de mamey o arrojarlo a las fieras. He aquí la primera ley del poema: hablar —decir las cosas— es profanar, pero sólo diciendo —sólo hablando de las cosas— nos es permitido alcanzar lo sagrado. Decir es profanar y sacralizar al mismo tiempo. La maravilla de la poesía es su perenne ambigüedad y su incierto linaje.
Yo, de tarde en tarde, me reúno con mi memoria. Ahora me he ido al Hamaca para preguntar por el niño de cuatro años que fui en mil novecientos cincuenta y uno, cuando llovía sobre el mar como si lloviera sobre mis propios duendes y sobre mis breves sílabas y sobre mis ojos salvajes. Encontré que la memoria envejece con nosotros y es acaso más geométrica al pasar invariable de los años. Encuentro ahora —no sé— que la nostalgia opera como una guerrillera infausta. Uno pierde, con absoluta seguridad, todas sus emboscadas.
Aquel Hamaca de los cincuenta era inmenso y tenía un ídolo con una lanza gigantesca y uno llegaba con todos los primos de la antiquísima ternura y comenzaba lentamente a descubrir los secretos lentísimos del mar, entonces pletórico de sandías en los arrecifes y de vio-lines en los navios y de hipocampos en lontananza, y uno tal vez dejaba escrito su nombre dentro de una botella que lanzaba a las olas para que llegara primero a las casas lejanas y desde luego marinas, muy próximas a la George Washington, de las que había partido un rato antes por una carreterita de magia que un día se despidió para siempre como una rizada cinta rota que daba paso con gentileza a las frenéticas e impostergables autopistas del progreso. El Hamaca entonces olía a yodo, a sal, a goletas, y se zambullía en la nostalgia como un aerolito de nieve.
Porque hace treinta años que todo pasó, yo no alcanzo a establecer las diferencias entre aquel Hamaca y el Hamaca de hoy. No me es posible. Aquel fue un capítulo de una desmesurada saga ágrafa y éste es una hazaña espléndida de la más restallante modernidad. Está construido —eso sí— con materiales de una minuciosa nobleza. Me refiero a las maderas, a las arcillas, a los bronces. Son, claro está, las mismas aguas. Es el mismo viento, el mismo insólito dibujo de las nubes, las mismas anhelantes islas.
Pero Boca Chica está cada vez más pequeña. La distancia es cada vez menor entre esas islas y la nostalgia, entre esos arrecifes y la imaginación, entre esas barcazas y el detenido sueño sin amo y sin edades. Uno ha crecido tanto, que ya no cabe en aquel jubiloso dedal de mar que entonces atravesaba de punta a punta como una vociferante fiera marina. Ayer Boca Chica era una mancha lluviosa del tamaño exacto del asombro y ahora es apenas una mancha verde del tamaño indefenso de mi corazón. Tendré de seguro que agenciarme otras nostalgias. Salta a la vista que ya yo no quepo en mi Aleph. Acaso uno envejece únicamente para descubrir sin tregua que el Aleph, como Boca Chica, es cada vez más pequeño. Y que mientras ese Aleph pierde tamaño, es cada vez más impune la memoria, llave dulce o atroz tanto del pretérito como de la identidad.
Ahora lo sé: no hay amor sin memoria ni memoria que no se funde en el asombro. ¡Como tampoco hay dos chances en la eternidad!
El Siglo, 13 de noviembre de 1992.