Eugenio García Cuevas
[Eugenio García Cuevas (La Vega, 1961), es un reconocido ensayista, crítico y narrador dominicano, residente en Puerto Rico. Sobre su obra, ver el trabajo de Mario R. Cancel: Sujetos y predicados, el Caribe de Eugenio García Cuevas]
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Mi verdadera historia comienza luego del asesinato de mi madre y el suicidio de mi padre. Es decir, después que la piedra rugosa le fracturara el cráneo a Quico. Sólo los moradores más cercanos del paraje supieron que luego de matar a su salvador y salir huyendo, mi padre Chepe le dio alcance y la acuchilló en medio de la carretera, que como es sabido estaba muerta, muertísima por el sol. Los que conocen el cuento “La mujer”, de Juan Bosch saben de los hechos. Lo que ignoran es que sólo yo –entonces Pequeñín– y mi hermanita mayor, que estaba buscando agua cerca de la casa, sobrevivimos a lo que ocurrió aquel día. Con el tiempo he ido recosiendo casi todo, hasta donde me llegan los hilos y aguantan las telas y entretelas de la memoria. Sobre el destino de mi hermana Esperanza nunca volví a saber nada.
Después de lo de mi madre, Pequeñín –es decir yo– salió corriendo y anduvo días por aquellos territorios secos de la Línea Noroeste. Durante su deambular tuvo que comer frutas nada de carne ni leche de cabra– sobre todo guayabas y cajuiles, hasta que después de varias noches, creo que antes de las doce del mediodía, y atraído por una gruesa hebra de humo, Pequeñín llegó a un montecito donde dos hombres negros, alrededor de una lomita de tierra negra que parecía una tumba y que desde abajo impulsaba un humo medio mojado, hacían carbón. Al verme salir de los matorrales, los dos hombres se me acercaron, poco apoco, porque el niño que era parecía un diablito con la cara ñañarosa, lagañosa y lacrimosa. Los haitianos le hablaron en haitiano a Pequeñín, pero yo no entendía nada hasta que el más joven le dijo algunas palabras en español.
Como yo no sabía lo que era un haitiano Pequeñín no se asustó al ver a aquellos dos hombres tan oscuros y con los ojos enrojecidos por el humo. Ni pensé remotamente en que los haitianos carbonizaban a los niños y que usaban su manteca para hacer brujerías en sus casas o que las guardaban en botellas bien tapadas para cuando algún día regresaran a Haití venderla a mejor precio porque estaba más concentrada y era más inocente. Pequeñín nunca había escuchado eso, lo escucharía después en la escuela, en la clase de Historia. Pero yo nunca lo creí porque Pequeñín vivió con dos de ellos en el monte por mucho, mucho tiempo, y nunca me pasó nada, hasta que un día empezó una gran confusión, una gran corredera, y los haitianos tuvieron que dejarme en la puerta de una casa en las afueras de Dajabón donde un hombre y una mujer, medio jojotos como Pequeñín, me recogieron y entonces me pusieron como nombre Darío Rosario Germosén.
Los haitianos, que me llamaban Nino, tuvieron que irse para el otro lado, hacia la derecha, por donde quedaba un río, según indicaban, para que no los mataran como a los demás. Aunque yo no tenía noción de los años luego supe que eso fue por allá por el año 1937. Entonces tiempo después y cuando yo estaba empezando a ir a la escuela, mucha de la gente que vivía por aquellos lugares de Dajabón empezó a mudarse por temor a que volvieran los guardias del Generalísimo, como les decían todos, y los confundieran con los haitianos. Eso, porque no todos los haitianos eran completamente negros y no todos los dominicanos eran completamente blancos y ellos no querían tomarse ese riesgo de que los confundieran. Comentaban, además, que tenían miedo de que las almas de los haitianos muertos se rebelaran contra los dominicanos que los chivatearon y entonces los torturaran por las noches.
Eran tanto los temores, que mis padres decidieron mudarse a Valverde, aunque mi madre quería regresara Montecristi donde vivía su madre. Pero en Valverde tampoco se encontraban seguros. Entonces, creo que meses después, se trasladaron a la ciudad de Santiago de los Caballeros. Ya para ese tiempo Dari, es decir yo, tenía 10 años y por las mañanas trabajaba con mi padre ayudándolo en la venta de plátanos en el mercadito de la calle El Sol y por las tardes iba a la escuela hasta las cinco. Un lunes por la noche supe que éste se encontraba preso porque horas antes había matado a un hombre en una pelea por asuntos de una rifa de una chiva. Nunca supe si mi padre tuvo la razón o no. Mi madre lo iba a visitar todos los domingos hasta que un día dijo que teníamos que irnos para La Vega ,ciudad que quedaba bastante cerca de Santiago. Ya estando yo en la escuela Federico García Godoy, de la nueva ciudad ,un día me fueron a buscar para decirme que mi padre había muerto al caerse de un andamio mientras trabajaba en una casa que le hacían los presos al coronel de la fortaleza de Santiago.
Luego de lo de mi padre nos mudamos a un lugar que le decían Terrero, que quedaba al final de la ciudad. Para llegar a nuestra casa –techada de yaguas y con un piso de tierra, como aquella primera casa donde mi madre mató con la piedra a Quico– teníamos que cruzar por tres riítos. Recuerdo muy bien cada uno de ellos. El primero era un caño medio oscuro y lento con unos pececitos que nunca pude ver claramente porque apenas nos asomábamos a la orilla y mirábamos desde lo alto del puentecito, se hundían entre las hojas podridas de su fondo. Decían que ese riíto sólo era prieto y pausado a partir de su cruce por el medio del cementerio que quedaba cerca de un lugar llamado La Boca del Lobo, a la entrada de la Loma de Guaigüí, de donde era la madre de mi hijo Miguel Rosario Méndez, con quien me junté en 1955, luego de que mi madre muriera atropellada por un carro Chevrolet en la única calle de tierra y piedras que tenía Terrero mientras salía en el burro que teníamos, a llevarle dos sacos de carbón a una ventorrillera llamada Paulina, que a su vez lo revendía a las mujeres del barrio Domingo Savio.
El segundo riíto era un poco más claro que el primero, aunque corría más rápido. Sus aguas eran amarillentas, pero cuando uno las tomaba entre las manos se tornaban clarísimas y tibias. Una de las primeras cosas que le enseñé a mi hijo fue que esas aguas no se podían tomar. El puente para el segundo riíto era más bajito que el del primero y desde temprano en la mañana se empezaba a llenar de mujeres que venían a lavar ropa. Las primeras tetas de mujeres que vi en mi vida fueron las de ellas porque algunas llevaban a sus niños y los acomodaban a las orillas cubiertos con unas mallitas blancas para protegerlos de los mosquitos, y cuando sus niños gritaban, porque tenían hambre ellas hacían un alto y se sacaban las senos para calmarlos con la leche de sus tetas hasta que éstos se durmieran de nuevo. Decían algunos que por ese riíto cada tres años bajaban unas sierpes enormes que iban camino al mar, y que cuando ellas gritaban por las noches había que taparse los oídos porque si uno las escuchaba más de un minuto se quedaba sordo para siempre.
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Entonces el carbón de madera que mi padre aprendió a hacer con los haitianos que lo encontraron y lo cuidaron cuando niño fue lo que lo salvó a él y a mi abuela cuando ellos se mudaron para Terrero, pero también fue lo que lo fue dejando ciego y llenándole los pulmones de un hollín que no lo dejaba respirar bien y le causó esa tos permanente hasta el día que lo llevamos al mismo cementerio por donde pasaba el primer riíto. Fue ahí, la misma tarde que lo enterramos, al salir a la calle, que mi madre, Julia Méndez, dijo que había que dejar esa cosa del carbón, que era mejor sembrar orégano para venderlo seco, hacer jugo de naranja agria que la gente usaba para sazonar y vender dulce de guayaba. Que no nos hacía falta nada más.
Yo nací en 1956, cinco años antes de 1961, cuando ocurrieron los hechos en la calle 18 de abril de La Vega, es decir, cuando los militares del Generalísimo entraron a la casa del obispo Monseñor Panal y se la quemaron y muchos de los hombres de la ciudad los enfrentaron con palos y piedras. Recuerdo esto porque algunos de los que defendieron la casa curial tuvieron que esconderse cerca de los guayabales que quedaban entre el segundo y tercer riíto y mi madre me enviaba a llevarle café con casabe y guineos hervidos acompañados de manteca. Fue después, cuando mataron al Generalísimo, que ellos empezaron a salir con miedo de esos guayabales. Recuerdo que un tal Polanco Abreu, murmuraba que otro tal Blanquito y un Montolío, estaban presos y que posiblemente los iban a llevar para la cárcel de la capital donde los iban a matar con inyecciones.
Años después las cosas empezaron a cambiar para mí con la llegada de los ciclistas y los motoristas al tercer riíto, que era el más rápido de los tres y el que más agua traía. Según los primeros pobladores de Terrero el tercer riíto nacía del fondo de un peñón negruzco que quedaba cerca de Jarabacoa, y cerca de su cabecera había una posa, una especie de paila fría, donde en el tiempo de los indios se bañaban las ciguapas, que de cuando en cuando eran asediadas por los galipotes. Decían que nadie podía llegar a su fondo y que los que lo habían intentado nunca habían regresado. Fue en este riíto donde me detuve un día a escuchar y ver los motores de las motocicletas Honda yYamaha que se me metió en la cabeza que yo podía tener un aparato de esos. Fue un viernes cuando regresaba de venderlas botellas de naranja agria y el orégano seco. Mi madre me dijo que eso no era para mí, que eso de los motores y las bicicletas era para tígueres cibaeños y que yo no era un tíguere, sino el hijo de un liniero, que por poco termina siendo haitiano.
Su prohibición no fue suficiente para borrarme de la mente aquellos muchachos de la ciudad acelerando sus motocicletas en posición estática a la orilla del río para con la presión lavarle las gomas y los aros plateados. Aquella lucha feroz del aro brilloso luchando con las aguas claras del tercer riíto me conectaban con una voz lejana indescifrable muy diferente, a las que percibía cuando los palos de los guayabales se sobaban unos con otros hasta parecer que gemían por el dolor del choque o por la alegría de encontrarse. Desde entonces me persigue ese sonido y todavía hoy, 21 años después de haber cruzado el Canal de la Mona y de vivir en Puerto Rico, donde me casé con una puertorriqueña y nacieron mis hijos, no logro descifrar–mientras pienso en el rostro de mi madre arrastrada por aquella crecida del tercer riíto, en 1979– qué era lo que en verdad me indicaban las voces de aquellas gomas finas de las motocicletas y bicicletas que les regalaba el doctor Balaguer a todos esos pobres para que votaran por él en las elecciones.