Somos esa
palabra hace tiempo no pronunciada pero que golpea así nomás. Somos
todavía esos lugares por donde estuvimos, las piedras que nos contuvieron.
Mencionar
el Drake’s es todavía motivo de saltos en Santo Domingo. ¡Quién no estuvo
por ahí estrenando una reciente adultez, en busca de ambiente, de alguien
que regresaba, de unas palabras sedientas de copas rotas y usted mejor
no se meta en esos líos!
Fue a principio
de los ochenta y hasta hace no más de dos años que las huestes de John,
el retrato de John pintado por Leon Bosch y las campanas sobrevientes
de no se sabe qué naufragio en el Océano Índico o sacadas de alguna
pulga en Lombardía estaban ahí, tocados cada noche por no se sabe qué
soldadesca del viejo pirata agitada ahora por el John.
Por esas paredes
desnudas, por esos mesas como tiradas al mejor postor, por ahí comenzamos
a modelar nuestros accesos a la modernidad. Tuvimos el primer pub, la
madriguera para la mejor música, el chance de ligar cualquier cosa,
de que la noche no se agotara en sus diez de la noche, de correr para
el sanitario que algo te espera si es que el Molina no se ha largado
ya en busca de Jesucristo.
Drake’s surgió
con las ampliaciones de las noches dominicanas. El merengue aturdía,
la salsa estaba de capa caída luego de que Ismael Rivera y Héctor Lavoe
se esfumaran. Al fin tuvimos cosas diferentes. Al fin salimos de la
condena de sólo discoteca, barra, bar o colmado o del arte comprometido
o el compromiso en el partido, o aquello de que no compro miso ni compro
gato. Al fin contaba un lugar sólo para las palabras o el celaje, una
pasarela para que este cigarro tuviera sentido, para sentirse fotografiado
antes de que el maestro Lipovetski y sus teorías sobre el vacío se pusieran
de moda.
Pasarela para
el after show, al Drake’s se caía sólo o en grupo, no importaba, siempre
había un apaga y vámonos. Raffle’s, Café Atlántico, Cambumbo, Boca Chica
o la Barra Marisol bien que podían ser opciones a tomar en cuenta. Se
tenía que rodar, seguirle poniendo un zinc caliente a las garzas que
estuvieran por ahí.
Oir a Dire
Strait o a Joni Mitchell, a Pink Floyd si es que el John se descuidaba
o a Jimi Hendrix si es que el fantasma de Woodstock merodeaba por las
sienes, era una vieja cuenta por pagar. Las cervezas rodaban por las
manos más pronto que las pistolas en algún film de Clint Eastwood. A
veces las manos no alcanzaban para el sudor o para desembarazarse de
tantos abrazos o saludos porque alguien pasaba por ahí afuera o era
que Luis Días estaba llegando de su último concierto en las Ruinas con
un Austin más fletado que un carro que huía de alguna guerra en Ceilán.
Jazzistas,
rockeros, duros y blandos, románticos o clásicos en despelote, para
todos había un traguito, un chequeo, unas manos en los bolsillos. A
cada quien también le tocaba su ración de adioses.
Drakes’s fue
creciendo y rompiéndose como nuestra alma en los últimos veinte años.
Un buen día la plaza de enfrente fue rehecha. Tumbaron “el murito de
Drake’s”, ese pedazo de calle desapareció, como si quisieran sacar de
esa costilla el mejor engendro, un desierto. Tumbaron el Palacio de
Correos, levantaron un intento de anfiteatro, se dio entonces la Plaza
de España. Para ese momento, para principio de los noventa, como en
la canción de Dylan, los tiempos estaban cambiando.
El polígono
central de la Lincoln fue el nuevo oasis para la nueva clase media post-perredeísta
y neobalaguerista, y más recientemente, retro-peledeísta. La campana
que anunciaba alguna superalegría de John sonaba cada vez menos. John
se cansó. La ciudad tuvo otro “centro”. Apareció alguien por ahí que
lo convenció de que se retirara a otro mundo, que se tomara su Margarita
como paisano y que no olvidara la tarjeta con el teléfono de alguno
de esos taxis que te dejan hasta en el quinto piso, si lo deseas.
Los secuaces
de Drake’s desaparecieron. Se levantó otra cosa. Muchísimas otras cosas
surgieron en nuestra memoria. Cantidad de muertos, como sacados de alguna
película de Taran tino, se dieron cita en esas altas y frías horas de
la noche.
Drake’s
se disparó. Sus meseras y dependientes se regaron por cantidad de confines.
En Nueva York y en París, en Barcelona o en Viene, en Amsterdam o en
algún escondrijo de lo que nos queda de ciudad, “Drake’s” fue clave
a ese rostro común que muchísimos de los que tienen agarrado este periódico
tuvimos y no dejamos de tener. Pronunciarla ha sido como tender esa
alfombra mágica. Tender algunos de los sueños hits, de la mejor cerveza
que se tomó, porque estaban los besos por en medio o la sangre difuminándose
mientras venía la otra cerveza.
Se quedaron
muchísimas de nuestras emociones por ahí. Ahora algunas de ellas se
reviven con sólo pronunciar ese nombre. Ahora tengo esta foto que es
tanto. “Drake’s for Sale”, tenía que ser, sí, en blanco y negro, en
celaje todo, entre un tintinear de vasos y de un “Tunnel of Love” de
Dire Straits que bien sirve para acompañar, aún, tantas viejas noches
que no pasarán de moda. No, no pasarán, aunque andemos con ellas por
las mismísimas inmediaciones del vacío.
2000