PASIONES DE LA MEMORIA
Caer en Drake's o ir derechito por las inmediaciones del vacío.
Miguel D. Mena

Somos esa palabra hace tiempo no pronunciada pero que golpea así nomás. Somos todavía esos lugares por donde estuvimos, las piedras que nos contuvieron.

Mencionar el Drake’s es todavía motivo de saltos en Santo Domingo. ¡Quién no estuvo por ahí estrenando una reciente adultez, en busca de ambiente, de alguien que regresaba, de unas palabras sedientas de copas rotas y usted mejor no se meta en esos líos!

Fue a principio de los ochenta y hasta hace no más de dos años que las huestes de John, el retrato de John pintado por Leon Bosch y las campanas sobrevientes de no se sabe qué naufragio en el Océano Índico o sacadas de alguna pulga en Lombardía estaban ahí, tocados cada noche por no se sabe qué soldadesca del viejo pirata agitada ahora por el John.

Por esas paredes desnudas, por esos mesas como tiradas al mejor postor, por ahí comenzamos a modelar nuestros accesos a la modernidad. Tuvimos el primer pub, la madriguera para la mejor música, el chance de ligar cualquier cosa, de que la noche no se agotara en sus diez de la noche, de correr para el sanitario que algo te espera si es que el Molina no se ha largado ya en busca de Jesucristo.

Drake’s surgió con las ampliaciones de las noches dominicanas. El merengue aturdía, la salsa estaba de capa caída luego de que Ismael Rivera y Héctor Lavoe se esfumaran. Al fin tuvimos cosas diferentes. Al fin salimos de la condena de sólo discoteca, barra, bar o colmado o del arte comprometido o el compromiso en el partido, o aquello de que no compro miso ni compro gato. Al fin contaba un lugar sólo para las palabras o el celaje, una pasarela para que este cigarro tuviera sentido, para sentirse fotografiado antes de que el maestro Lipovetski y sus teorías sobre el vacío se pusieran de moda.

Pasarela para el after show, al Drake’s se caía sólo o en grupo, no importaba, siempre había un apaga y vámonos. Raffle’s, Café Atlántico, Cambumbo, Boca Chica o la Barra Marisol bien que podían ser opciones a tomar en cuenta. Se tenía que rodar, seguirle poniendo un zinc caliente a las garzas que estuvieran por ahí.

Oir a Dire Strait o a Joni Mitchell, a Pink Floyd si es que el John se descuidaba o a Jimi Hendrix si es que el fantasma de Woodstock merodeaba por las sienes, era una vieja cuenta por pagar. Las cervezas rodaban por las manos más pronto que las pistolas en algún film de Clint Eastwood. A veces las manos no alcanzaban para el sudor o para desembarazarse de tantos abrazos o saludos porque alguien pasaba por ahí afuera o era que Luis Días estaba llegando de su último concierto en las Ruinas con un Austin más fletado que un carro que huía de alguna guerra en Ceilán.

Jazzistas, rockeros, duros y blandos, románticos o clásicos en despelote, para todos había un traguito, un chequeo, unas manos en los bolsillos. A cada quien también le tocaba su ración de adioses.

Drakes’s fue creciendo y rompiéndose como nuestra alma en los últimos veinte años. Un buen día la plaza de enfrente fue rehecha. Tumbaron “el murito de Drake’s”, ese pedazo de calle desapareció, como si quisieran sacar de esa costilla el mejor engendro, un desierto. Tumbaron el Palacio de Correos, levantaron un intento de anfiteatro, se dio entonces la Plaza de España. Para ese momento, para principio de los noventa, como en la canción de Dylan, los tiempos estaban cambiando.

El polígono central de la Lincoln fue el nuevo oasis para la nueva clase media post-perredeísta y neobalaguerista, y más recientemente, retro-peledeísta. La campana que anunciaba alguna superalegría de John sonaba cada vez menos. John se cansó. La ciudad tuvo otro “centro”. Apareció alguien por ahí que lo convenció de que se retirara a otro mundo, que se tomara su Margarita como paisano y que no olvidara la tarjeta con el teléfono de alguno de esos taxis que te dejan hasta en el quinto piso, si lo deseas.

Los secuaces de Drake’s desaparecieron. Se levantó otra cosa. Muchísimas otras cosas surgieron en nuestra memoria. Cantidad de muertos, como sacados de alguna película de Taran tino, se dieron cita en esas altas y frías horas de la noche.

Drake’s se disparó. Sus meseras y dependientes se regaron por cantidad de confines. En Nueva York y en París, en Barcelona o en Viene, en Amsterdam o en algún escondrijo de lo que nos queda de ciudad, “Drake’s” fue clave a ese rostro común que muchísimos de los que tienen agarrado este periódico tuvimos y no dejamos de tener. Pronunciarla ha sido como tender esa alfombra mágica. Tender algunos de los sueños hits, de la mejor cerveza que se tomó, porque estaban los besos por en medio o la sangre difuminándose mientras venía la otra cerveza.

Se quedaron muchísimas de nuestras emociones por ahí. Ahora algunas de ellas se reviven con sólo pronunciar ese nombre. Ahora tengo esta foto que es tanto. “Drake’s for Sale”, tenía que ser, sí, en blanco y negro, en celaje todo, entre un tintinear de vasos y de un “Tunnel of Love” de Dire Straits que bien sirve para acompañar, aún, tantas viejas noches que no pasarán de moda. No, no pasarán, aunque andemos con ellas por las mismísimas inmediaciones del vacío.

 

2000

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