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HILDE DOMIN Y ERWIN WALTER PALM, TAN SENTIDOS, TAN INSULARES

Miguel D. Mena

 

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Hilde Domin: dicho así, simplemente, es convocar imágenes de fuego, de lava yagua,de miradas sobre cenizas y piedras, de tránsitos que no cesan. Al mencionarla también tiene que venir un nombre clave para los dominicanos, el de Erwin Walter Palm (1910-1988),su marido.
La crudeza de la violencia los trajo a esta Isla de Santo Domingo, y en sus esencias, nunca más se fueron.

Cuando busco alguna referencia en la Enciclopedia Brockhaus, para sólo citar la más prestigiosa en la lengua de Goethe, antes de la Dominikanische Republik está Domin, Hilde.
Ahora que se nos fue –el pasado martes 22 de febrero, en su Heildelberg adoptiva-, cuando ya no podremos hablar por teléfono y advertir ese tratar las palabras como telegrafiando desde alguna estación de tren de finales del XIX, justo ahora se desenlian todos estos recuerdos que nos llevan y nos traen a un mundo gris de los 40, a unos optimistas en los 50, a este primer lustro de un siglo XXI que ya no es lo que uno esperaba porque de repente lo blanquinegro del XX todavía sigue ajustándose a nuestro pies como para que no ascendamos lo suficiente. Hilde se fue, pero la poesía queda como puente, como testimonio.

Erwin Walter Palm a finales de los años 40. Abajo, la casa donde la familia Palm pasó la mayor parte del tiempo en su esancia dominicana, en la Av. Independencia, cerca de la Av. Máximo Gómez, lamentablemente desaparecida.

 

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Nacida en Colonia, dentro de una tradicional familia de profesionales del Derecho, con el apellido Löwenstein, en 1909, adoptó en Roma el segundo nombre de su marido, Palm, en 1937, para ser reconocida a partir de 1959 con el definitivo, Domin, sugerencia de su editor y con el que ella se bautizó en el mundo de las letras.
Es sugerente la lucha de Hilde por grabar su nombre a partir de la nada. Su primer libro, “Nur eine Rose als Stütze” (“Sólo una rosa como apoyo”), fue una de las grandes revelaciones en la literatura de posguerra alemana, por la sencillez de la exposición y la contundencia de las imágenes cotidianas. Es curioso que cuatro años antes, Erwin Walter Palm haya integrado en el título de su primera publicación en Europa, el mismo elemento de la naturaleza: “Rose aus Asche. Spanische und Spanisch-Amerikanische Lyrik seit 1900” (“Rosa desde la ceniza. Poesía española e hispano-americana desde 1900“), en Piper Verlag. Más curioso aún es que haya sumado dentro de los 12 poetas de Nuestra América –entre los que se podrían mencionar a Gabriela Mistral, César Vallejo y José Lezama Lima-, a dos dominicanos: Moreno Jiménes –con su “Poema de la hija reintegrada”-, y a Héctor Incháustegui Cabral, con “Canto triste a la patria bienamada”.
Ahí estaban las rosas, rosas amarillas, sus preferidas, en la Iglesia de Pedro, en Heidelberg, en un entierro donde también estaban Bach y Messian, rosas blancas y rojas, su poesía, esta vez no leídas por la autora, sino cantadas, recitadas, sentidas por todos.

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Si el tránsito por sus tres nombres –Löwenstein, Palm, Domin- enlaza con el pasado judío, la historia del siglo XX y la experiencia del exilio, el de su relación con nuestro Isla podría percibirse desde tres ángulos: la casualidad, la obligación y el agradecimiento, que es una manera de quedarse emocionalmente.
Fue una casualidad el que los Palm arribaran a República Dominicana en 1940, huyéndole a la expansión de un terror nazi que los atenazó desde un principio, desde 1933. Antes de la subida de Hitler al gobierno en ese año, estos estudiantes de sociología, derecho y arte en Heidelberg, ya habían reconocido el peligro que se acercaba, comenzando un periplo que los conduciría a Florencia, Roma, Londres, y finalmente a la entonces Ciudad Trujillo.
De los dos, Hilde fue la que tuvo mayor conciencia política de la situación. Ya en su paso por Berlín, a finales de los años 20, se había hecho eco de una gran manifestación de los nazis en el Kleistpark y de toda la perfidia antijudía que desataban.
Luego de estudiar bajo la tutela de Karl Jasper y Karl Mannheim, entre otros, de haber vivido en una atmósfera donde aún se sentía la presencia de otro profesor notable, Max Weber, esta pareja decidió echar suerte en Italia. Sin embargo, la visita de Hitler a Roma en aquellos años y la dureza de la cotidianidad bajo el fascismo mussoliniano, no le dejaron otra opción que marchar a Inglaterra.
En su capital londinense no cedieron a sus miedos. La búsqueda de una visa hacia el continente americano se convirtió en casi una obsesión. Ningún país de los países apetecidos les abría las puertas. En un consulado y otro les exigían grandes sumas de dólares, que ellos no tenían. Ni los Estados Unidos, ni México, ni Argentina ni Brasil mostraron interés en acoger a esta pareja de jóvenes intelectuales judíos.
Desalentados, fueron a parar al consulado dominicano, y entonces sí, se produjo el milagro.
Amarizaron en el verano de 1940 en las aguas de San Pedro de Macorís, luego de una agitada travesía que incluyó Jamaica, para llegar a la entonces Ciudad Trujillo.
Hay que imaginar su llegada, el italiano como lenguaje inicial de comunicación, el panorama de un país abierto y cerrado alternativamente.
La República de entonces le había abierto sus puertas a los refugiados europeos: españoles que venían de la Guerra Civil, judíos que huían de Alemania, Austria, Hungría, entre otras latitudes. Eso sin contar con el par de familias finlandesas que ya estaban y con los japoneses que luego habrían de llegar.
Ambos cambiaron el rumbo de sus primeras aspiraciones. Los sueños de arqueólogo del marido se transformaron en los de historiador de arte y urbanista. Hilde olvidó durante su estadía sus estudios de política y sociología, su militancia temprana en las filas de la socialdemocracia y cargó con cámara fotográfica y máquina de escribir.
La candidez tropical los salvó. Su asistencia a la tertulia que se producía en la casa de Francisco Prats Ramírez, en la calle Mercedes, fue un espacio mínimo para diluir ideas y aliviar las distancias. Para compensar la nostalgia navideña, Hilde contaba cómo abrían la nevera para sentir algo de gélido en este país tropical.
En pocos años la labor de Erwin Walter y de Hilde sería monumental. Sin grandes recursos bibliográficos, con cinco años de práctica incomunicación con Europa, a causa de la Guerra, sin poder salir de la Isla al menos hasta finales de ese decenio de los 40, con los dolores que significaba toda la familia del marido exterminada en los campos de concentración nazi y los padres de la mujer, exiliados en los Estados Unidos y sin poder verlos más, las condiciones pueden decirse que nunca fueron propicias para el pensamiento.
Los Palm pusieron todo el empeño, la dedicación, las fuerzas de donde no había gran cosa. Sacaron de estas piedras coloniales un cuadro de sus verdaderas glorias. Contando con el apoyo de fray Cipriano de Utrera, con los recursos que brindaba la Universidad de Santo Domingo, con el consejo de lejanos conocidos –como el historiador de arte Erwin Panofsky-, los Palm desarrollaron una labor titánica. Erwin Walter pudo presentar en aulas universitarias, en congresos internacionales y a través de la prensa, un conjunto de textos que harían variar las líneas de conocimiento hacia el pasado colonial, refundando desde esta Isla los estudios de historia de la arquitectura del Nuevo Mundo.
En 1950, la presentación de una exposición de arte colonial, que por primera vez reunió lo poco que nos quedaron de aquellos siglos, fue uno de sus hitos. Catalogando los tesoros de la Catedral Santa María La Menor, valorando las piezas de colecciones privadas, en aquella muestra se presentó en conjunto parte de una herencia que hasta entonces nos había resultado indiferente.
El trabajo de los Palm se extendió más allá de los límites de la Ciudad Colonial. En Jacagua, en las ruinas de la Vega Vieja, en Palenque, en Boyá, en las ruinas del ingenio de Engombe, en todo lo que hubiese un rastro de colonia, ahí estaban los Palm, con sus apuntes y sus registros fotográficos.
Hilde captó la imagen del Santo Domingo previo a las catastróficas intervenciones que comenzarían en 1955, con la invención del Alcázar de Colón. Junto a ellas estaban dos artistas del lente: Ettinger, que pasó bien rápidamente, y el austríaco “Conrado” (Kurt Schnitzer).
El conjunto de investigaciones de los Palm desembocaría en el texto fundamental para el conocimiento de la Ciudad Primada de Indias: “Los monumentos arquitectónicos de la Española, con una introducción a América”, impreso en 1955, al año siguiente de la partida de los Palm. Al fin se superaban los textos de Bernardo Pichardo, Luis Alemar y el mismo fray Cipriano, quienes habían destacado sólo el aspecto histórico de la ciudad, sin vincularlo con su arte y arquitectura.

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Vueltos a Europa, reinsertados en el medio académico y literario, los Palm nunca olvidaron esta Isla.
Se reubicaron en Heidelberg, la ciudad de su juventud universitaria. Erwin Walter Palm ocupó una cátedra especialmente creada para él, de latinoamericanística. A Hilde la tocaría el rayo del éxito, tras la publicación de “Nur eine Rose als Stutze”. Su estrella brillaría además como ensayista, como conciencia de un país donde todavía las tenazas del totalitarismo hacían a veces el aire irrespirable.
Como bien ha señalado el embajador alemán en Dominicana, Karl Kohler, en el periódico Jüdische Allgemeine Zeitung en su edición del 6 de marzo pasado, Hilde Domin –se podría decir lógicamente Erwin Walter-, era un “puente”. Gracias a ellos no sólo estaba fluyendo el conocimiento sobre Latinoamérica al país germano, sino también el de España. Mientras el señor Palm daba a conocer la poética de la Generación del 27, la señora se ocupaba de su narrativa. Lorca y Alberti fueron las traducciones más celebradas. A partir de los 60, a la gran cultura mexicana –la de su hermosa ciudad de Puebla-, le tocaría el turno.

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Ligero de equipaje

No te has de acostumbrar
Una rosa es una rosa
Pero un hogar
no es un hogar.
Desiste el perro faldero
que te colea
desde los escaparates.
Él se equivoca. Tú
no hueles a quedarte.
[Gewöhn dich nicht].
Du darfst dich nicht gewöhnen. / Eine Rose ist eine Rose./ Aber ein Heim/ ist kein Heim./ Sag dem Schoßhund Gegenstand ab/ der dich anwedelt/ aus den Schaufenstern./ Er irrt. Du/ riechst nicht nach Bleiben.]

Hilde Domin se convirtió en la gran dama de la literatura alemana de postguerra. En un ambiente donde aún se sentían los aires de Else Lasker-Schüler, donde la bravura de Ingeborg Bachmann era insignia femenina, Hilde se convirtió en vaso comunicante, por su situación de mujer, de judía y de exiliada.
En los innumerables homenajes y premiaciones que le han concedieron en sus 96 años, siempre se destacó la simpleza de su poesía. Hay que pensar en el diálogo histórico que la poesía alemana había llevado con la filosofía y con los acontecimientos dramáticos de las guerras en el siglo XX: Rainer Maria-Rilke y Paul Celan podrían ser dos de los paradigmas esenciales.
Domin se filtró en el gusto y en la conciencia del público porque le devolvió al idioma alemán la ligereza de la cotidianidad y la gravedad de los sentimientos hacia el otro, hacia la naturaleza.
Los alemanes, no aficionados a la poesía como los latinoamericanos, sin embargo, reconocieron la fuerza de estos versos y desde los años 60 no hubo manual de literatura para la enseñanza donde no hubiesen textos de Hilde Domin.

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Erwin Walter Palm falleció en 1988. Hilde se le acaba de unir ahora, como ella lo había contado a sus amigos, caminando, de pie, en búsqueda.
Sus textos autobiográficos, reunidos bajo el título “Aber die Hoffnung” (“Pero la esperanza”), y la hermosa traducción que Roberto Marte hiciera de ellos (Librería La Trinitaria, 1999), quedan como testimonios de aquellos años de esfuerzos, sacrificios, esperanza, amor.
A pesar de lo cruento de la dictadura, la imagen de la ciudad y su gente nos revela un país acogedor, donde aún era posible la amistad, la sensación de comunidad.
A ese punto nos llevaron los días, el monumento que es la obra de Erwin Walter Palm y Hilde Domin: al sacar el lirismo de las piedras y la bondad de las manos que a pesar de todas las oscuridades siempre podrán esconder un dejo de ternura.
Así es la última imagen que tengo de Hilde Domin, en la mesa de aquel restaurant donde brindamos por la Orden de Duarte, Sánchez y Mella, que el gobierno dominicano le concediera en noviembre pasado, la culminación de un vínculo que seguirá creciendo, gracias a eco de su poesía y a la estela de sus días y acciones en esta isla por donde ellos seguirán caminando.
¡Gratitud eterna a Erwin Walter Palm y Hilde Domin!

Hilde Domin con el autor de estas líneas, el 30 de septiembre del 2005.

Suplemente Areyto, Periódico Hoy, sábado 1 de abril del 2006.