Instancias caribeñas de lo dominicano.
Miguel D. Mena

La dominicanidad necesita espejos. Pero, para verse, debe tener un rostro. Fácil será percibir lo que queremos ser, lo que fuimos, lo que podríamos, pero no lo que somos.

Hay monedas con las que pagamos nuestra contribución al pasado. La Isla fue conquistada. Nuestros indígenas, o fueron barridos o se diluyeron. Vinieron negros y europeos. La colonia surgió, los criollos fueron su rostro. Se autoproclamaron "españoles de la tierra", tanto para diferenciarse del peninsular ibérico, pero también para no ser confundido con el negro o mulato del Saint-Domingue francés.

Fuimos el reflejo de las contradicciones coloniales a la vez que algo propio se estaba formando aquí dentro.

Si los cubanos tuvieron su contrapunteo del tabaco y el azúcar, al decir de la espléndida obra de Fernando de Ortíz, también los dominicanos vivimos como ecos de la metrópoli, contrapunteándonos. Fuimos colonia española, pero también formamos una unidad contradictoria con el vecino haitiano, a la vez que estábamos dentro del contexto caribeño y luego latinoamericano.

La caribeñidad de lo dominicano sólo ha sido puesto de relieve por antropólogos a partir de lo folklórico, y por uno que otro historiador del arte. A pesar de los intentos de Juan Bosch, en su obra "De Cristobal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial" (1970), de situarnos dentro del contexto insular, tal intento no fue ampliado en otros términos, como por ejemplo, lo cotidiano. ¿Qué nos acerca a un grenadino o a un trinitario?

Una vez me topé con una mulata en una fiesta del Instituto de Latinoamérica, en la Universidad Libre de Berlín. Al proceder a la obligatoria pregunta del ¿de dónde eres?, me respondió que "caribeña". Aunque luego supe que era jamaicana, no quise seguir insistiendo con mis curiosidades clasificatorias. Sólo pensé: "Yo también soy caribeño". Desde entonces la dominicanidad adquiere otro contenido: somos islas mestizas, multiculturales, pasajes de viejas y nuevas culturas. Entre Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Sánchez Lamouth, Luis Rafael Sánchez, George Lamming, Jacques Roumain, Aimée Cesaire y Saint-John Perse hay un desbarajuste de islas que a pesar de todo, sólo serán una: la indescifrable pero cierta.

Al instante pensé en una vieja conversación que tuviera en La Habana con el estudioso José Juan Arrom en 1983. Hablábamos sobre la obra de Alejo Carpentier, la manera en que un artículo de Arrom sobre el término "criollo" fue motivo de preocupación para el novelista, uno de los arranques de su "Concierto Barroco".

"En Cuba, en Santo Domingo, en Tobago, se come lo mismo", me decía mi contertulio, para agregar luego: "Sólo que aquí se dice 'moros y judías', allí 'moros y cristianos', y allá "rice and beans'".

A veces hay verdades que de tanto saberse pasan desapercibidas. Estas verdades de sentido común, dichas en la Cuba de principios de los ochenta, fue como una revelación. Fue como una melodía que había oído, pero justo un día, en el menos inesperado, te revelaba la fuerza del Deja Vu, el haber estado siempre aunque no nunca se haya hecho consciente semejante idea.

Desde entonces el cielo de la Habana, de Santiago de Cuba, de Panamá, de Santo Domingo, incluso el de Miami, tienen la misma coloratura. Somos ese continuum que trazaron los barcos coloniales, la ruta de los esclavos, las nubes que dejaron las máquinas de vapor.

Pensar la dimensión caribeña de la dominicanidad es reconocernos en un contexto geográfrico, histórico y por lo tanto, cultural.

"Estoy aquí pero no soy yo", es una frase que puede resumir semejante estado de no-reconocimiento. Es como aquellas figuras de René del Risco, que siempre le dan las espaldas al Mar Caribe, como para negar la función nutricia, maternal, comprensiva, del paisaje que somos.

La caribeñidad es categoría que recién comenzó a integrarse dentro de los estudios culturales, sobre todo a partir de las investigaciones de nuestro folklorista fundamental, Fradique Lizardo, allá por los finales de los años 50. A principios de los 70 la labor sería continuada por el grupo Convite. Dos antropólogas norteamericanas vendrían a reforzar este elenco: June Rosenberg y Martha Ellen Davis. Las investigaciones de ambas sobre el sincretismo y lo mágico-religioso de nuestras expresiones africanas, nos puso en relación con Haití y con otras expresiones de facturas africanas dentro del carnaval caribeño. Los publicaciones de Carlos Esteban Deive en los 80 sobre el vodú dominicano vendría a reforzar los conceptos de este equipo.

También recién en este penúltimo decenio del siglo XX es cuando los artistas, en términos generacionales, se dan cuenta de esta dimensión caribeña. Ahora quedar seguir armando este rompecabeza de rostros, colores y sonidos que somos.

 

6 de septiembre 2001

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