La dominicanidad
necesita espejos. Pero, para verse, debe tener un rostro. Fácil será
percibir lo que queremos ser, lo que fuimos, lo que podríamos, pero
no lo que somos.
Hay monedas
con las que pagamos nuestra contribución al pasado. La Isla fue conquistada.
Nuestros indígenas, o fueron barridos o se diluyeron. Vinieron negros
y europeos. La colonia surgió, los criollos fueron su rostro. Se autoproclamaron
"españoles de la tierra", tanto para diferenciarse del peninsular
ibérico, pero también para no ser confundido con el negro o mulato del
Saint-Domingue francés.
Fuimos
el reflejo de las contradicciones coloniales a la vez que algo propio
se estaba formando aquí dentro.
Si los
cubanos tuvieron su contrapunteo del tabaco y el azúcar, al decir
de la espléndida obra de Fernando de Ortíz, también los dominicanos
vivimos como ecos de la metrópoli, contrapunteándonos. Fuimos
colonia española, pero también formamos una unidad contradictoria con
el vecino haitiano, a la vez que estábamos dentro del contexto caribeño
y luego latinoamericano.
La caribeñidad
de lo dominicano sólo ha sido puesto de relieve por antropólogos a partir
de lo folklórico, y por uno que otro historiador del arte. A pesar de
los intentos de Juan Bosch, en su obra "De Cristobal Colón a Fidel
Castro, el Caribe, frontera imperial" (1970), de situarnos dentro
del contexto insular, tal intento no fue ampliado en otros términos,
como por ejemplo, lo cotidiano. ¿Qué nos acerca a un grenadino o a un
trinitario?
Una vez
me topé con una mulata en una fiesta del Instituto de Latinoamérica,
en la Universidad Libre de Berlín. Al proceder a la obligatoria pregunta
del ¿de dónde eres?, me respondió que "caribeña". Aunque luego
supe que era jamaicana, no quise seguir insistiendo con mis curiosidades
clasificatorias. Sólo pensé: "Yo también soy caribeño". Desde
entonces la dominicanidad adquiere otro contenido: somos islas mestizas,
multiculturales, pasajes de viejas y nuevas culturas. Entre Gabriel
García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Sánchez Lamouth, Luis Rafael
Sánchez, George Lamming, Jacques Roumain, Aimée Cesaire y Saint-John
Perse hay un desbarajuste de islas que a pesar de todo, sólo serán una:
la indescifrable pero cierta.
Al instante
pensé en una vieja conversación que tuviera en La Habana con el estudioso
José Juan Arrom en 1983. Hablábamos sobre la obra de Alejo Carpentier,
la manera en que un artículo de Arrom sobre el término "criollo"
fue motivo de preocupación para el novelista, uno de los arranques de
su "Concierto Barroco".
"En
Cuba, en Santo Domingo, en Tobago, se come lo mismo", me decía mi contertulio, para agregar luego: "Sólo
que aquí se dice 'moros y judías', allí 'moros y cristianos', y allá
"rice and beans'".
A veces
hay verdades que de tanto saberse pasan desapercibidas. Estas verdades
de sentido común, dichas en la Cuba de principios de los ochenta, fue
como una revelación. Fue como una melodía que había oído, pero justo
un día, en el menos inesperado, te revelaba la fuerza del Deja Vu,
el haber estado siempre aunque no nunca se haya hecho consciente semejante
idea.
Desde entonces
el cielo de la Habana, de Santiago de Cuba, de Panamá, de Santo Domingo,
incluso el de Miami, tienen la misma coloratura. Somos ese continuum
que trazaron los barcos coloniales, la ruta de los esclavos, las nubes
que dejaron las máquinas de vapor.
Pensar la dimensión caribeña de la dominicanidad es
reconocernos en un contexto geográfrico, histórico y por lo tanto, cultural.
"Estoy
aquí pero no soy yo", es una frase que puede resumir semejante
estado de no-reconocimiento. Es como aquellas figuras de René del Risco,
que siempre le dan las espaldas al Mar Caribe, como para negar la función
nutricia, maternal, comprensiva, del paisaje que somos.
La caribeñidad es categoría que
recién comenzó a integrarse dentro de los estudios culturales, sobre
todo a partir de las investigaciones de nuestro folklorista fundamental,
Fradique Lizardo, allá por los finales de los años 50. A principios
de los 70 la labor sería continuada por el grupo Convite. Dos antropólogas
norteamericanas vendrían a reforzar este elenco: June Rosenberg y Martha
Ellen Davis. Las investigaciones de ambas sobre el sincretismo y lo
mágico-religioso de nuestras expresiones africanas, nos puso en relación
con Haití y con otras expresiones de facturas africanas dentro del carnaval
caribeño. Los publicaciones de Carlos Esteban Deive en los 80 sobre
el vodú dominicano vendría a reforzar los conceptos de este equipo.
También
recién en este penúltimo decenio del siglo XX es cuando los artistas,
en términos generacionales, se dan cuenta de esta dimensión caribeña.
Ahora quedar seguir armando este rompecabeza de rostros, colores y sonidos
que somos.
6 de septiembre
2001