Anímate, cógele el pasito al '70 *
TANYA VALETTE
 
La televisión comenzaba poco a poco a 
invadir nuestra vida cotidiana. A partir de allí me dí cuenta que había también 
una versión en blanco y negro de la vida y de las cosas. Los americanos nos 
quitaron esa anciana ilusión de que era todavía posible soñar con conquistar un 
espacio inalcanzable. Los americanos pisaron la luna y yo guardo aún la postal 
con los tres astronautas que me enviara Rahintel alguna tarde del 1969.
En 
aquel entonces vivía en la segunda planta de una casa del Ensanche La Fé. Desde 
el balcón veía la mítica curvita de la Paraguay. El caballo Felo Flores era 
nuestro héroe nacional, y mi papá y sus amigos miraban con prismáticos lo que 
Simón Alfonso Pemberton narraba magistralmente por la radio. Pero no sólo el 
hipódromo veía yo asomada a la altura de mis ocho años. Una tarde también ví 
pasar el entierro de los muchachos del Club Mauricio Baéz, la calle como un río, 
y el silencio. No sé por qué lo recuerdo en blanco y negro. Como si lo hubiera 
visto en la tele. Como si hubiera pasado en un capítulo de "Los Vengadores" o en 
una de esas peleas de lucha libre que me dejaban toda la noche del sábado en 
vela.
Quizá quiera la memoria tenderme una trampa tierna, asimilar ese 
recuerdo a una imagen incierta, como las de la tele. Porque en aquella época era 
preferible sumergirse en aquel mundo en blanco y negro, ese universo fantástico 
del "Capitán Nemo". La vida, allá afuera, era una neblina densa, un "a colores y 
cinemascope" extrañamente mudo.
Le cogimos el pasito al '70 y nos cambiamos 
de barrio. Desde Los Prados la realidad era todavía menos consistente. Yo seguía 
inmersa en revueltas interiores. No lograban inquietarme mis muñecas, pero el 
secuestro del Coronel Crowley lo llevo inscrito como uno de los acontecimientos 
inolvidables de aquel tiempo. Las noticias le ganaron en espanto a los crímenes 
en "El Detective Millonario". Recuerdo a los chicos montándose en el avión que 
los llevaría a Canadá, recuerdo que ingenuamente desde la sala de mi casa les 
dije adiós al Moreno y a Luis Pina: el primero era un asiduo visitante de la 
casa de mi abuela, el segundo vivió en ella hasta que un día -después 
comprendimos el por qué- desapareció misteriosamente.
Todo era tan evidente, 
lo que hacía todavía más incomprensible el silencio.
Son muchas las imágenes 
y pocos los sonidos de aquel tiempo. El "Suceso del día" compitiendo con "Te 
regalo estas dos rosas cariñosas...", era la cultura radial que me regalaba 
Laura, nuestra cocinera.
Un día mi mamá gritó un coño largo y ahogado, habían 
matado a otros amigos en el kilómetro 12 de la Autopista de Las Américas. 
Después fue la madrugada en la que un hermano de Francis Caamaño vino a tocar a 
la puerta de mi casa para llorar con mi padre, con quien había hecho la 
escuela.
Pero no pasaba nada. Nada. Todo el mundo se iba al trabajo o a la 
escuela muy temprano. Y en la noche "Misión Imposible" volvía a sumergirnos en 
el universo de los sueños de cartón, esos que nunca lográbamos encontrar debajo 
de la almohada.
Un día la tele tuvo destellos de colores. Una piñata a la 
cual, después de mucho apalear logras sacarle caramelos, serpentinas y 
confettis. "Siete días con el pueblo" rompió fugazmente el silencio. Se 
asociaron en mi memoria entonces el color y el estruendo. Encontré una tercera 
dimensión. Logré al fin ganarle a los americanos que seguían o "Perdidos en el 
espacio" o en una ridícula isla con personajes aún más ridículos que podían 
llamarse "Guilligan". Mi cuaderno de álgebra tenía copiada en su última página 
"La canción del elegido". Aprendí que no todos los cantantes españoles se 
llamaban Nino Bravo o Camilo Sesto y que pisar las calles de Santiago nuevamente 
era un hermoso sueño colectivo.
La música tomó a partir de allí, para mí, 
posibilidades que hasta entonces no pensé fueran asociables.
Empecé a cantar 
mientras las luces de neón que acababan de instalar en mi barrio le cambiaban 
los tonos a mi ropa y a mis manos. Y descubrí que igual se podía llorar viendo 
el capítulo final de "Los hermanos Coraje", que cantando "Aquellas peque-ñas 
cosas" de Serrat. El universo se amplió y no había manera ya de dar marcha 
atrás. Nadie podría impedirnos cantarle a Mamá Tingó ni que vinieran los chicos 
del campo a la ciudad, no sólo a cantarle a las madres su inmenso amor filial, 
sino a revelarnos también que éramos mar y más que nada tierra, que María no era 
la misma que todos nos decían...
Vinieron a invitarnos a un Convite que nunca 
terminaría. Luis Días nos enseñó que tenía-mos un cuerpo que se movía al compás 
de otros ritmos. Ritmos que siempre estuvieron allí, en una memoria ancianamente 
ultrajada y escondida.
En la tele, el hombre y la mujer se hicieron biónicos, 
pero ya a nadie le importaba. Afuera éramos los mejores. Y ya nunca más tuvimos 
miedo.
*Jingle de la campaña televisiva del ron Brugal en la navidad del 69: "¡Anímate! Cógele el pasito al 70 / ponte en monda con Brugal / ¡Decídete! ¡Avívate! / Ven a la movida, coge el paso / y ponte en onda con Brugal."