El Looking Fly
Iván Araque
Hace dos semanas atiné a coordinar con Alexis una visita al Terror, 
que aún no se realiza.
Oí que le habían hecho un homenaje en Santo Domingo, 
que se fue hace un mes huyéndole a este invierno neuyorkino, y que aún no 
regresa.
También estuve esperando que llegara mi guitarra eléctrica: así me 
le aparecía al viejo Luis,
le robaba un par de acordes, nos dábamos unos 
tragos, Alexis cubría la retirada... ¡Coño, es tan difícil visitarse en esta 
ciudad! Y, con tan poco tiempo para hacerlo, terminas haciendo lo que todos, 
programando las juntaderas, calculando una y otra vez para no terminar 
congelado
en una estación del tren. Ya le llegará su tiempo, 
quizás el próximo fin
Ya le llegará su tiempo, 
quizás el próximo fin
de semana se pueda dar. Total, después de
haberle 
asediado preguntando tantas vainas,
de sentarlo para que me enseñara “Por 
San
Juan vinimos”, de recibir permiso para escribir
variaciones sobre la 
misma tonada (¡como si
yo pudiera!), la noche más feliz que tuve jamás
con 
Luis fue aquella —hace unos seis años,
cuando un concierto del emigrado Luis 
era
como un regalo de Pascua— cuando nos
fuimos a escondidas a bebernos 
una botella...
Salí a las cinco treinta de casa, me dirigí al
Centro de la 
Cultura. Era noviembre, aunque
hacía tanto calor como en verano. 
Mariela
Freundt había producido un concierto en plena
Calle del Sol, 
frente a la puerta misma del Centro. Cerraron 
inútilmente un par de calles
Centro. Cerraron 
inútilmente un par de calles
durante un fin de semana, porque no 
fueron
más que tres gatos a ver al Terror. Siempre
recuerdo ese concierto 
como una de aquellas
ocasiones mágicas en las que el Transporte se sumergía 
en su música para salir con lo mejor de las composiciones de Luis, todo 
precisión y vigor, disciplina y arrebato. Pero ese día, el día anterior al del 
concierto, yo me encontré a Luis cabizbajo entre las toneladas de equipo, harto 
hasta la saciedad de los productores y asistentes, de los imprevistos, del 
tiempo que tiene un músico que gastarse ocupándose de cosas que no son música 
—al menos, en esa visión romántica de la que nos gusta ufanarnos. Entonces, por 
algún milagro, se fue la luz. Y nos escapamos. Salimos a buscar un pote 
de ron, donde fuera que hubiese uno. Caminamos un par de cuadras sin encontrar 
colmado alguno, y yo temí que Luis se sintiera comprometido a volver. Pero él, 
todo Bonao, me dijo que no iba a parte alguna, que siguiéramos viendo las casas 
viejas esas, los recuerdos de tiempos más dulces, casas de un Santiago antiguo 
que se iluminaban con dos estrellas en el firmamento. Chismeamos, apresuramos el 
paso, discutimos minucias musicales, la memoria de otro amigo mutuo, el mejor, 
el de Talanca, Juanchi muerto a destiempo unos meses antes, su recuerdo siempre 
parte de nuestras conversaciones.
Salimos a buscar un pote 
de ron, donde fuera que hubiese uno. Caminamos un par de cuadras sin encontrar 
colmado alguno, y yo temí que Luis se sintiera comprometido a volver. Pero él, 
todo Bonao, me dijo que no iba a parte alguna, que siguiéramos viendo las casas 
viejas esas, los recuerdos de tiempos más dulces, casas de un Santiago antiguo 
que se iluminaban con dos estrellas en el firmamento. Chismeamos, apresuramos el 
paso, discutimos minucias musicales, la memoria de otro amigo mutuo, el mejor, 
el de Talanca, Juanchi muerto a destiempo unos meses antes, su recuerdo siempre 
parte de nuestras conversaciones.
Siempre disfruto el poder discutir sobre 
música con Luis: nunca se adivina al antropólogo, al empecinado erudito y 
excarvador de nuestro más escondido folklore (porque no todos saben que el 
Terror ha estudiado exhaustivamente todo nuestro quehacer musical, como nadie). 
Cuando caminas con Luis, parece que alguien se va a cortar las venas de un 
momento a otro: las palabras se escupen, todo lo accesorio se esconde, la frase 
más banal tiene un sentido; y no sientes que tienes que decir cosas importantes. 
Es más, hay una infinita gracia en poder caminar con Luis y sentir que sólo se 
escuchan los pasos y las ratas en medio de una noche cualquiera de apagón. Todos 
los argumentos sonmusicales, pero nada más alejado del intelectualismo estéril 
que Luis Días.
Llegamos al Looking Fly porque no había nada abierto. Queda un 
poco retirado del centro, y hace unos meses que lo cerraron. Pero el Looking Fly 
era entonces el templo del saber más popular, donde los cueros te mostraban las 
tetas por centavos. Una sola mirada a su fachada de tablitas de palma (¡pintadas 
para aparentar caoba natural!) lo hacía perfectamente reconocible entre los 
demas prostíbulos de la cuadra, escondidos discretamente detrás de sus cementos 
inexpresivos. El Looking Fly era toda una afrenta pública: dos ventanas que 
daban a la calle permitían ver las luces de neón azul y rosadas, las caras de 
todas las Anaísas, todas juntas, algunas sonriendo, otras más duras que el 
acero, siempre las caras avispadas y dispuestas a meter la mano en tu bolsillo 
apenas pasaras por la puerta. Si la prostitución está entre las miserias que 
escondemos, entonces deberíamos buscar una manera de seguir mostrando este 
Looking Fly, el candor en la torpeza de sus instalaciones, la espontaneidad de 
sus gentes, el corazón cálido de la concurrencia y la vieja barriada. A Luis le 
encantó. ¿Cómo no iba a gustarle que le llevara a un sitio digno del mejor de 
sus amargues, tan dominicano como la tierra misma? Antes de saludar, ya había 
pedido la botella y se había sentado en la barra. Yo me fui al fondo del local a 
ver al disc-jockey. Le rogué que pusiera algo que Luis hubiera escrito, al menos 
algo grabado por Sergio Vargas; no había ni mierda. A Luis no le importó, ya el 
había caído en otra esfera. Observaba las paredes con ojos calmos, pero seguros, 
como quien pretende devorar cada detalle para después traducirlo, contarlo a 
otros. En cada sorbo se bebía toda la geografía del Looking Fly, la de todas las 
mujeres y los borrachos, y los caracteres que poblaban aquella hermosa 
primanoche otoñal.
Pasamos una hora en el lugar. Luis habló con el dueño 
mientras terminábamos la botella en la barra. Una hora genial. El Terror miró a 
los bailadores y a los bailados, se sonrió, se sintió uno con todos, volvimos a 
chismear.