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DOÑA ENDRINA DE CALATAYUD

Impresora Arte y Cine, Ciudad Trujillo, 1955

En testimonio de afecto a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Santo Domingo.

H.C.

Castilla en mil trescientos y tantos. Reinado de Alfonso XI y del pellote con faldas, cuya elegante amplitud aun no habían prohibido las Cortes de Alcalá de Henares a las mujeres de linaje humilde. Época de sangre aquélla, de crueles venganzas y de amor. Pero de un amor sensual, vivido como una válvula de escape más —o la mejor— por donde echar a correr la embriaguez de la vida por la vida misma. Es entonces cuando se opera el tránsito de la primitiva sociedad feudal en sociedad burguesa, la cual surge con el predominio del rey y como una consecuencia de las Cruzadas. El caballero encuentra frente a sí al hombre del burgo —que ya no es héroe ni militar—, enriquecido, burlón y parodiador de sus ideales caballerescos. Para defenderse de estos sus rivales en cuanto a fausto del vestir, el noble hace bordar en sus trajes las insignias de sus blasones, alternando los colores en el orden de los cuarteles del escudo. Estos vestidos llamados "prendas ameatadas" se generalizan luego y hasta el pueblo luce calzas y jubón bicolores.

De la antigua Edad Media emana aún la corriente ascética de la tradición cristiana, mas contrastando y a veces mezclándose con un gozo epicúreo del vivir anunciador del Renacimiento. De ahí el contraste profundo de estos años, su paradoja y esa amalgama que hoy nos escandaliza, de lo profano y lo sagrado, de lubricidad y devoción. La cristiandad medieval —en un arrebato de misticismo— había tomado entre sus manos ungidas la forma maciza de la iglesia románica, para lanzarla como una oración hacia el firmamento. Mas, si las iglesias góticas plasmaron la simbólica ascensión del espíritu religioso por las finas y airosas agujas de sus torres, parece que los vientos precursores del Renacimiento determinaron un movimiento contrario. Perdida la espiritualidad, que tornándoles ingrávidos les permitía la huida al cielo, los hombres tiraron del manto de la Virgen y de Dios en dirección a la tierra. Mas de lo acontecido en aquel año mil trescientos y tantos, iremos tomando conocimiento si entramos en la Ciudad.

Cuando el viajero avanza a lo largo de la vía estrecha, un tanto tortuosa y sombría, hacia la plaza de la villa, están los alrededores animados de un ir y venir multicolor en torno a las tiendas y alHóndigas. Una franja angosta de cielo azul se despliega en lo alto de las casas, mientras abajo rechinan en sus cadenas de hierro leones y caballos de vistosas muestras de alberguerías y posadas.

Viene de lejos el caballero. Trae lodo en sus calzas y en la mula andariega. Al pintoresco barullo de los acorridos al mercado, agregan una nota más de color su corto ropón carmesí y el toquete azul con lista encarnada. Voces, gritos y risas se unen a las campanas de Santa María entre espumas de alfajemes. Uno de éstos reconoce al viajero y dice:

"Mucho anda Don Amor"

Don Amor atraviesa la plaza al capricho impaciente de la mula, no sin antes mirar largamente a los que salen de la Iglesia. Junto al portal blasonado de una casa con sobrado se detiene nuestro caminante. Dentro hace fresco. Descabalga y espera. A la hora de mediodía llega el aguardado.

—En paz nos guarde Dios— saluda con voz bronca.

El caballero sonríe, y como el recién llegado se dispone a seguir adelante, extiende el brazo:

—Te conozco, Juan Ruiz.

Con saña que traía, pregúntale Juan Ruiz:

—Y tú, ¿quién eres?

—Amor, tu vecino. Doña Venus, mi mujer, me mandó guardar la puerta de tu rival Don Melón mientras ella le "castiga".

—Si Amor eres, non puedes aquí estar. Eres mentiroso, falso; salvar non puedes uno, puedes cien mil matar. ¡Quítate de mí, vete!

El viajero del ropón carmesí no se altera por tan poco:

—Arcipreste —dícele— sañudo non seas, yo te ruego. Mejor oye mis consejos y recabarás otra dueña. Compréndelo bien, amigo airado, para todas las mujeres non conviene tu amor. Escúchame, Doña Endrina en secreto ya ama a Don Melón.

—Amor mentiroso, ¡cállate! Vete tu vía.

—Non digas baldón, que de pequeña pelea nace muy gran rencor. Ven mañana a la plaza y verás de tus propios ojos.

"¡Ay Dios, e cuan fermosa viene doña Endrina por la plaza!

¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza!

¡Qué cabellos, qué boquilla, qué color, qué buen andanza!

Con saetas de amor fiere cuando los sus ojos alza".

En el relumbrar de la plaza repican las campanas. ¡Y qué bien sienta a doña Endrina el paño negro de luto! Dueña de gran solar, moza de juventud, esta viuda vence en gracia, beldad y linaje a todas las mujeres de la ciudad. Es vecina de Don Melón de la Huerta , hombre de buena vida, bien acostumbrado , manso como un cordero, el mancebo más hermoso y de más noble cuna de la vecindad.

Según podemos colegir de las repetidas descripciones de dueñas en el Libro de Buen Amor, belleza, juventud y alto linaje parecen ser condiciones las más propicias al amor. Esta creencia nos la confirman dos versos de la respuesta de Don Amor al Arcipreste:

"Si podieres, non quieras amar mujer villana,

"Que de amor non sabe, es como bausana"

Consejo éste con cierto regusto al concepto aristocrático de la belleza y del amor en la literatura provenzal, donde sólo las damas pueden ser bellas y sólo los caballeros pueden amar.

Cuando el poeta, años más tarde, relata el suceso, nos dice que doña Endrina era de Calatayud. Pero no aclara si moraba en dicha ciudad o simplemente de allí procedía. Este detalle biográfico apuntado lacónicamente autoriza todas las conjeturas. Si para muchos lo acaecido tuvo lugar en la ciudad aragonesa, nosotros nos inclinamos a localizarlo en Castilla. Castellana es la atmósfera de la villa. Castellano es el silencio profundo de las casas, el sencillo pellote y no el "cot" aragonés italianizado, y sobre todo, aquel concepto tiránico del honor, a cuyo imperio no podía escapar quien llevaba en las venas sangre de la sangre común española, que en las redomas de la Historia estaba destilándose.

Vino doña Endrina a Castilla como doña Beatriz de Suabia, la reina importadora de la toca: mediante matrimonio. Doña Endrina de Calatayud, bilbilitana por el nacimiento, pero castellana por el corazón, reunió en su alma a Castilla y Aragón más de un siglo antes de cubrir los dos reinos, la corona de los Reyes Católicos.

Y así, habiendo enviudado del nobilísimo caballero, castellanizada hasta el punto de reaccionar al igual que una caracense, transcurríale el vivir pausadamente.

—¡Ay! —quejábase don Melón su vecino— si tanta beldad desdeñosa no fuese mi vecina cercana, tan penado no sería; que mientras más se aleja el hombre del fuego menos siente su calor. !Ay, llagado de mí!

Esto decía paseando su desasosiego por la amplia cámara, encendido de vestimenta y corazón. Lucía el mancebo muy gentil apostura en el sayo rojo encintado de blanco y las calzas bermejas. Iba y venía querellando sus cuitas, porque desde dos años atrás suspiraba por doña Endrina. Muchas veces se atrevió a requerirla de amores y quedó "mal denostado" por los desdenes de la linda viuda.

De semejante impasse vínole a sacar doña Venus, quien le aconsejó abordar de nuevo a la joven, en la cual comenzaba a germinar la semilla sembrada. Y luego, ayudarse de una de esas viejas arteras muy sabias en alcahueterías. Amor sin terceras no se logra. Es como siembra sin rocío. Tarde o temprano hay que recurrir a tales medianeras.

Afiblado el amplio manto caballeroso sobre el hombro derecho, don Melón se anima oyendo su propia voz, al ponerse el sombrero morado, que tal conviene a los vestidos alegres de caballero mancebo.

—Vo a fablar con la dueña.... ¡Quiera Dios que bien me responda!

Sale, avanza por la vía, otea a todas partes no sabe bien si con los ojos o con el corazón, y estando en esto, asoma doña Endrina por la plaza relumbrante de sol.

Don Melón, no te amilanes, anda, habíale, dile sin miedo tus deseos, ¿no ves que en amarte piensa y sueña la desdeñosa bilbilitana ? ¿0 es que en tu atribulación has olvidado la sabiduría de tu consejero: de mil mujeres risueñas, apenas una te negará su corazón? En nuestros tiempos viven al aire los dientes femeninos y hay en sus ojos estrellitas alegres. Pero tú eres caballero de la Edad Media , y ella, una de sus mujeres.

Anda, háblale.

La hija del Endrino, doneguil , cortés, mesurada, muy lozana y risueña, tenía el orgullo de su honra. Poco salía de casa, según costumbre castellana que aun se mantiene en las pequeñas ciudades españolas. Pero lo negro de la saya y el, mucho rezar el salterio no ahogaban del todo aquel deseíllo, aquella hambrilla inconsciente de nuevo marido que en el fondo tenía. El deseíllo criaba alas en el vago terreno entre lo subconsciente y la conciencia. Allí estaba agazapado en espera de la ocasión, que se presentó en forma de vecino doneador. Creemos con Marcel Proust que así como los microbios están en acecho del organismo preparado para recibirlos, uno no se enamora de un ser determinado sino cuando siente la necesidad de amar. Esta concepción del amor, si bien despoetiza a Eros, tiene el mérito —para las mujeres— de disminuir en mucho la arrogancia masculina, ya que —de acuerdo con dicha teoría— no son los hombres quienes vencen a las mujeres sino éstas las que se dejan vencer. Nadie vence a nadie. Cada cual es vencido por sí mismo. La lucha en estas condiciones entra en acción contra los prejuicios, contra el temor a la madelicencia :

"De pequeña cosa nace fama en la vecindat.

"Desque nace, tarde muere, manque non sea verdat"

y el miedo al sufrimiento y a la burla:

"La mujer que vos cree las mentiras parlando

"E cree a los homes con mentira jurando,

"Sus manos se contuercen del corazón trabando

"Que mal se lava la cara con lágrimas llorando"

Estos dos últimos versos son —a nuestro juicio— de los más hermosos de todo el Libro. Hermosos tanto por su contenido psicológico cuanto por el grafismo de !a imagen:

"Sus manos se contuercen del corazón trabando

"Que mal se lava la cara con lágrimas llorando"

Cuadro de la mujer burlada, retorciendo sus manos de dolor y bañando el rostro en llanto sollozante. Lágrimas negras que no lavan sino ensucian. Manos que tiran del corazón como si quisieran exprimirle el sentimiento y hacerle callar el grito inacabable.

Es asombroso el profundo conocimiento que muestra el Arcipreste de la sensibilidad femenina, de sus sentimientos y reacciones. Conocimiento hijo del confesionario y del mucho amor que les tuvo. A cada paso —a lo largo de la narración— topamos con ricos veneros de experiencia psicológica. Los unos típicos de la época medieval, pero los otros tan actuales hoy como ayer, porque el corazón humano perdura en el tiempo, el mismo sobre el cambiante oleaje de las costumbres sociales.

Don Melón de la Huerta , compañero practicante de los caballeros doneadores, que en aquel ambiente licencioso perseguían por las calles a viudas y solteras , "tratando de hablar con ellas, entrando en las iglesias donde iban y llegando a enviarles joyas o mandaderías para corromperlas", se ha enamorado de veras.

"¡Ay Dios, e cuán fermosa viene doña Endrina por la plaza!"

Múdasele la color, tiembla de pies y manos y siente perder el seso. Traía unas palabras pensadas, mas la presencia radiante de la amada y la mucha gente le enredan el pensamiento. Apenas se conoce ni sabe hacia dónde ir. ¿Cómo hablar de amores en tal lugar?

—Señora...

Doña Endrina se ha tornado seria.

—Señora, la mi sobrina, que en (Toledo seía,

Se vos encomienda mucho...

Los curiosos miran y una que otra comadre alarga el belfo murmurador. Mas poco a poco la plaza va escurriendo su gente por las callejuelas. Don Melón recobra ánimos. Junto a la dueña donosa comienza a abrir su corazón en voz baja. La que jura de amor se le escapa ya incontenible. Cuenta, explica, jura por Dios, y de pronto le desconcierta el silencio aparentemente desatento de la joven.

—Recelo he que non me oídes esto que vos he fablado

Doña Endrina pensaba y sopesaba. Se estaba oyendo el corazón y con el cerebro decía no. Por eso lanza la réplica hiriente:

—Vuestros dichos non los precio dos piñones.

Bien así engañan muchos a otras muchas Endrinas.

Lo que no le impide aceptar la invitación de don Melón de entrar bajo el portal. Cierto que la motiva el deseo de no ser vistos por todos los que andan por la calle, y cierto también que la mujer de la Edad Media , recatada, casera, si rezaba el salterio no rehusaba el billete amoroso deslizado en los saraos. Pero, ¿se esconde acaso la mujer de los ojos públicos con un hombre que desdeña? Por primera vez traiciona doña Endrina su aún inconsciente inclinación hacia el apuesto vecino.

"Paso a paso doña Endrina so el portal es entrada".

En cuanto se evita la posibilidad de la murmuración, se amansa y sosiega doña Endrina. Allí en el abrigo su lozanía resplandece. A pesar de su gran orgullo, la proximidad del galán le baja los ojos por tierra. Mientras él comienza de nuevo a contar sus cuitas y afirma su buena fe con juramentos, ella le escucha sentada en el poyo. Escondida la lumbre de los ojos bajo los párpados, doña Endrina escucha mansamente, y porque ya nadie los mira, don Melón pierde la timidez y los temblores.

—Otorgadme ya señora aquesto de buena miente;

Que vengades otro día a la fabla solamiente;

Por la fabla se conocen los más de los corazones.

—Esto vos otorgo— responde doña Endrina. Mas, para restarle importancia a su complacencia, agrega—: a vos o a otro cualquiera.

A ella no le asusta la soledad con su enamorado, sino en cuanto ello pueda trascender al público, pues la gente murmuraría deslustrando su buena fama. Pero ante testigos no habrá inconveniente en juntarse para conversar.

En doña Endrina se observa la constante preocupación de la honra, en torno a la cual se anudará la trama de las mejores obras dramáticas de la literatura española. Preocupación de la opinión pública, que es el fondo del honor. Horror al escándalo. Don Miguel de Unamuno, en un ensayo sobre el espíritu castellano, estudia con su acostumbrada agudeza, esta obsesión del "qué dirán", la cual sintetiza así:

"No hay que flaquear, y si se flaquea que no lo sepan, sobre todo esto: que no lo sepan, ¡por Dios!, que no lo sepan".

La honra castellana es un sentimiento extravertido, esto es, que ante todo se trata de conservar el buen nombre. No reside tanto en la íntima satisfacción de sentir la conciencia limpia, impecable, cuanto en retener el respeto público. De ahí que los mordiscos al honor se laven en sangre y extreme un dramaturgo el pundonor hasta hacer que el hombre castigue por una supuesta infidelidad conyugal aun hallándose convencido de la inocencia de su mujer.

Hasta ese pecaminoso siglo XIV del Arcipreste de Hita siente el escalofrío de la deshonra pública. Aun en aquellos años de afición a la barraganía, las dueñas y los caballeros de buenas costumbres sustentaban en alto el concepto de la honra castellana y se unían en matrimonio de bendición.

Acepta, pues, doña Endrina la compañía de su amador en futuros encuentros. Pero don Melón se enardece con este primer éxito, y obrando como el que se toma la mano cuando le dan el pie, pide abrazarse si hubiere lugar y tiempo cuando en uno estén. No es la moza de juventud quien responde, sino la experiencia de la viuda. Bien sabe ella que por la joya preciada de sus besos se pierde la dueña y cuan grande encendimiento pone el abrazar a la amada.

—Esto yo no vos otorgo —dice—, salvo la fabla de la mano.

Le darás la mano y en la mano el corazón, Endrina. Aunque el Arcipreste no lo cuenta, de seguro estuviste desvelada entre las cortinas de tu alto lecho, cantando en tus oídos la quejura de amor de tu gentil vecino, sus muchos juramentos y ese beso pedido quo tanto temes. Si no, ¿porqué prometiste la mano, tú, tan orgullosa, recatada y desdeñosa con los mentirosos enamorados? Con seso vano andabas, Endrina, si bien otra cosa pensabas. Ya esa entrada en el soportal bastaría a tu madre para dudar de tu buen sentido. Porque así lo reconoces, marchaste temprano a casa antes de la salida de misa:

"Mi madre verná de misa, quiérome ir de aquí temprano,

"Non sospeche contra mí que ando con seso vano"

¿A quién pretendes engañar? No a don Melón, pues él comparte nuestro pensamiento:

—Amo una dueña— dice a doña Urraca— sobre cuantas yo vi,

Ella, si me non engaña, parece que ama a mí.

Mujer risueña que entra so el portal y ofrece la "fabla de la mano" a quien le pide besos, es campana que se moverá si bien la saben tañer.

Para oficio de tañedor nadie mejor que la trotera zurcidora de voluntades. Beata, partera y "buhona" de manto negro, teje su tela de intrigas y encantamientos entre los dos corazones. Echa al aire el pregón la vieja al son de los cascabeles, joyas, sortijas y alfileres. Sus baratijas vende a cambio de dineros y honra, la muy taimada.

—¡Por fasalejas, comprad aquestos manteles!

A través del zaguán, dícele doña Endrina:

—Entrad, non receledes.

Doña Urraca suelta la lengua lisonjera. Nombra una vez a don Melón de la Huerta , pero doña Endrina no se entera. Sólo cuando la vieja la interroga directamente, sale la joven de su distraído silencio:

—...¿Cuál es ese o quién

Que vos tanto loades e cuánto bienes tién ?

¡Quién ha de ser, si nó, don Melón de la Huerta !

Con cuánto orgullo y dignidad da la réplica:

—...Callad ese predicar.

Que ya ese parlero me coidó engañar;

Muchas otras vegadas me vino aretentar.

Mas de mí él nin vos non vos podredes alabar.

Sí, mucho orgullo y mayor dignidad. Pero, ¿cómo explicar —si tan airada se siente contra el hidalgo vecino- que se le escapara el nombre la primera vez? Quizás disimulo a fin de regalarse con los elogios que en favor del amado adereza la Trotaconventos. Quizás distracción. Mas, la atención se distrae cuando decae la fuerza del estímulo o el interés; a menos de intervenir una fuerte dosis de cortesía. Recordemos que además de risueña y hermosa, es cortés la hija del Endrino. Así pues, la cortesía la inclinaba a prestar atención a la charla exuberante de doña Urraca. Por otra parte, la atención inhibe; es decir que anula todos los estímulos en beneficio de uno. En este caso el estímulo interno del pensamiento. Doña Endrina se distrae, porque piensa. ¿En quién?, ¿en qué? ¿solamente en los muchos "pelmazos" que le hacen pleito por su hacienda ? Las reacciones de doña Endrina se contradicen unas a otras a lo largo de este diálogo con la alcahueta. Tales contradicciones nacen naturalmente del combate entre el orgullo y el miedo, por una parte, y por otra, el anhelo amoroso.

Don Marcelino Menéndez y Pelayo, en su menudo e inteligente análisis del Libro de Buen Amor , destaca la hábil progresión en las escenas de seducción del episodio que comentamos. Evitando en lo posible las repeticiones, nuestras preferencias van hacia las manifestaciones inconscientes del sentimiento amoroso de doña Endrina. ¡Cuan flojamente responde a las sutiles razones de la mandadera que sólo ve alegría, placer y bendición en la casa donde el buen hombre cría!

—Non me estaría bien casar antes del año.

Que si nó...

No conviene a la viuda casarse antes de cumplir un año de luto. Y de ello le pesa, puesto que le llama carga. De nuevo la tiranía de la honra la atormenta. Sería difamada si contrajese matrimonio a destiempo, y a los propios ojos del segundo marido, desmerecería. No sería tan honrada.

Adviértase que todos estos matices del íntimo sentir de la joven viuda se revelan en la primera sesión de la seductora , la cual termina o parece terminar con la negativa —débil, pero negativa al fin— de doña Endrina, quien declara no atreverse a ir contra la costumbre y desea mantener su buen entendimiento no casando con don Melón ni con ninguno de los cientos que la piden en matrimonio. Triunfo de los prejuicios sobre el corazón.

La intriga se precipita. Ante la inminencia de un matrimonio impuesto a doña Endrina, tal vez por la madre doña Rama —"¡Ah, la vieja pepita! ¡Ya la cruz la llevase" —como al diablo—"con el agua bendita!"— o astutamente inventado por doña Urraca a fin de recabar más dinero , estalla el dolor del joven hidalgo.

Es una explosión exuberante, copiosa, viva como una vena abierta. Incidente importante por cuanto desemboca en la delicadísima descripción de los efectos del amor en doña Endrina ya francamente vencida. ¡Cuan lejos está su orgullo!:

—El gran amor me mata...,

Pues que mi voluntad ves, conséjame que faga...

Y la vieja aconseja:

—Pues el amor lo quiere, ¿porqué non vos juntades?

Con el gran encendimiento de la pasión, se ha efectuado un cambio de matiz en la lucha moral de doña Endrina. Si bien vibra aún la nota constante del honor —ese miedo y vergüenza a los que atribuye doña Venus el recato de las mujeres y obstáculo en la satisfacción del enamorado corazón femenino—, su porfía va perdiendo terreno. La honda queja de la joven que comienza: "!Ay Dios... el corazón amador — En cuántas guisas se vuelve con miedo y temor!" y termina: "Más quiero morir su muerte, que vivir penada", nos recuerda, por el tono, los tristes acentos de Dorotea en Sierra Morena, cuando lavaba sus hermosos pies en la linfa clara, y no el corazón llagado. Dos penas desacordadas la cansan noche y día; pues allí donde el amor y la honra entran en conflicto, la alegría del uno es la tristeza de la otra. Sin embargo, la custodia de la madre representa un elemento de gran peso en la nueva situación. Quién sabe si gracias a doña Rama, no había cumplido doña Endrina, desde muchos días antes, lo prometido en los soportales.

—Yo mucho faría por mi amor —confiesa a doña Uraca—, mas guárdame mi madre, de mí nunca se quita.

Además, ¿dónde hallar el lugar propicio a la deseada entrevista?

Mujer que está dudando, fácil es de convencer. Así, tú, Endrina, ciega de vista y entendimiento, ni viste ni entendiste el lazo tendido. A tí te preocupaba por sobre todas las cosas, la honra. El horror al escándalo, Endrina, el qué dirán. "Non sonará la fama" —te dijo la vieja— "que yo la guardaré bien".

Y tú, ¿le creíste? ¿Creíste que verdaderamente te invitaba a jugar a la pelota y a comer frutas sabrosas, a escondidas de don Melón?

Para el Arcipreste, sí. Mas a nosotros nos parece sentir tu angustia escondida cuando al otro día de las fiestas de Santiago, calla callando, en pellote, a hora de mediodía, mientras la gente almorzaba, fuiste con la vieja a su casa. Si doña Rama quedó rezando el salterio, mucho le pesaría...

Ya está doña Endrina en la tienda. Ya acorre don Melón prevenido y ante las puertas cerradas golpea y menéalas como cencerro...

—¡Señora doña Endrina, vos la mi enamorada!

Lo demás, para qué contarlo, si quiso tu buena ventura extraviar las estrofas indiscretas. ¡Ay, Endrina!, ¿cómo estabas luego? Son tus propias palabras:

"La mujer que vos cree las mentiras parlando

"E cree a los homes con mentira jurando,

"Sus manos se contuercen del corazón trabando

"Que mal se lava la cara con lágrimas llorando".

Decirte doña Urraca que disimules tu mal cuando te duele en carne viva. Qué quieres, es el concepto del honor castellano. El mismo que nos trajo España a nuestras tierras americanas: "Callad, guardad la fama; non salga de so techo". ¡Por Dios, que no lo sepan!

Pero la mujer engañada y enamorada no entiende de estas cosas. Reclama y al reclamar se difama. Tú ibas a hacer peor, ibas a perderte por el mundo.

¿Cómo se explica este desfallecimiento? La preocupación del buen nombre impera en las decisiones de doña Endrina hasta el momento en que el ardor de la pasión la hace vacilar. Aún entonces tiene presente el temor de la difamación: "que mesturada sería". Otorga a doña Urraca ir con ella a su casa, después de oír por lo menudo las precauciones a tomar y la confianza de la vieja en guardar la fama. Y ahora en que callando la ofensa puede conservar el buen nombre, se despreocupa de ello, únicamente atenta a su herida. De tal actitud se desprende que para doña Endrina, la honra significa más que buen nombre. Es éste y además el sentimiento de poseerla. Buena fama pública y conciencia abochornada es honra a medias. Y si se le agrega gran que jura de amor, no sorprenderá el vencimiento de doña Endrina. No, no podría aceptar casamiento que le venga después de lo ocurrido, salvo con el hombre causante del mal. Doña Urraca, no del todo mala en aquellos tiempos, piensa en ello y realiza el matrimonio. No creemos, empero, que su influencia sobre la voluntad de los hombres fuese tan prestigiosa que los llevara a reparar honras. Si don Melón volvió a la hermosa bilbilitana, moviólo a ello el amor que le tenía. No en vano advertimos al presentarlo que esta vez se había enamorado de veras el hidalgo doneador:

“Doña Endrina e don Melón en uno casados son;

"Alégranse las campanas en las bodas con razón"

La noticia de estas buenas prendas de don Melón la debemos a la Trotaconventos. Su interés profesional la inducía a exagerar los méritos de sus clientes o a inventarlos cuando no los había. Pero esta vez merece nuestro crédito: Hombre de buena vida , en el S. XIV, vendría a ser el que no frecuentaba las tabernas ni se acompañaba de gente maleante; y bien acostumbrado , el que no tenía en su casa, barragana. Estas cualidades del joven hidalgo castellano hacen de él una de las excepciones que existían en la corrupción del medio social de la época.

Muchos corrían también en pos de las casadas —como lo consigna A. Ballesteros y Beretta en "Histories de España y su influencia en la Historia Universal ", tomo III - Capítulo III, de donde transcribimos las líneas entre comillas— imponiendo tal desmán, la necesidad de la represión, que verifican las Cortes de Alcalá de Henares (1348) castigando con, dureza el adulterio.

Véase estrofa 764-4: "Non me afinques tanto luego el primer día".

Faltan en el original seis estrofas. Y más adelante, treinta y dos anteriores al anuncio de las malas nuevas a don Melón.

"...yo de vos non tengo sinon este pellote;

"Si buen manjar queredes, pagad bien el escote"

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