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LAS LETRAS SALIENDO DEL CLOSET. LITERATURA HOMOERÓTICA EN REPÚBLICA DOMINICANA.
Miguel D. Mena

Hubiese preferido haber puesto como titular “literatura gay y lesbiana en el país dominicano”, o tal vez hablar de “otras preferencias sexuales”. Hay mucho eufemismo, habitaciones cerradas, geografías donde no sólo hay sombras, nada más, como en el bolero. Cada elección dejará siempre a cantidad de gente insatisfecha, a lectores que patalearán. Peor aún: se trata de un tema dentro del closet. La provincia no llega para tanto en un país donde hasta los jeans están prohibido y cuidado con los pantaloncitos cortos. El tema es tan difícil, tan duro, como el tener que aceptarse cuando la razón biológica no concuerda con las exigencias sociales.

La cuestión de la homosexualidad es tan vieja como la Isla. Ya la promiscuidad de los aborígenes se percibía en los cronistas de Indias como señal de tiempos apocalípticos. Al contador Miguel de Pasamonte, toda un dolor de cabeza para la corte de los Colones, en el primer cuarto del siglo XVI, se le acusaba de que no conocía mujer y que tenía cantidad de criados en sus sótanos.

Dentro de los contados casos inquisitoriales no deja de estar alguno vinculado a las prácticas homoeróticas, a pesar de todo el criollismo, haterismo y machismo secular.

Nuestra literatura, sin embargo, ha ido a la zaga de algo tan presente en nuestro medio insular como las matas de coco.

¿Cómo ubicar la literatura del homoerotismo dominicano?

Difícil que es contestar la pregunta, aunque no imposible. Hay muchas, muchísimas historias a voces y otras susurradas. La primera cerca por salvar es la del miedo ancestral a la vergüenza pública, los pruritos católicos en que se ha sido educado, que sólo acepta de las puertas para adentro, pero de ahí afuera, ni un paso adelante.

Mujeres y hombres en desarrollos homoeróticos no han sido tan visibles o tan decibles.

Los héroes nacionales o se excedieron o sublimaron las pasiones. Todos, sin embargo, tuvieron algún pasión por en medio, o bien dentro. Dentro de los segundos, Juan Pablo Duarte (1813-1876) es la figura más brillante. Del Padre de la Patria sólo se conoció una novia, a la que se tuvo que dejar por los avatares de la lucha independentista. Al final Juan Pablo murió soltero, rodeado de sus hermanas, envuelto en un área de misterio tal vez indescifrable por los siglos de los siglos.

Ya en el siglo XX el concepto de heroicidad, deber y patriotismo se habían aburguesado, utilizado este último concepto en el sentido de “contemporaneizado”. Sin independencia y sin grandes batallas por enmedio, el sujeto volvió a sus zonas cotidiananas más inmediatas, para muchas veces quedarse ahí.

Uno de los más extraños casos de último apostolado lo constituyó el de Evangelina Rodríguez (1879 -1947), la primera en graduarse de doctora en el país dominicano. Ningún epígrafe le cabe mejor a esta gran mujer que el dado por su biógrafo por excelencia, el doctor Antonio Zaglul: “despreciada en la vida y olvidada en la muerte”. De ella se cuenta que fue educada en la idea de que era una criada, hija ilegítima, y lo peor, que era fea. Tantos latigazos en el alma la condujeron en principio por la titánica decisión de estudiar y graduarse en un terreno exclusivo de hombres, la medicina. Se graduó, y no sólo eso. Fue al París de los años 20, se especializó, y volvió a la Isla. Desarrolló entonces una labor más que paradigmática. El alcance en su prédica y su acción no fue tan esmerado como el de Abigaíl Mejía (1895-1941), la teórico por excelencia del primer feminismo nacional. Evangelina Rodríguez se decidió sublimar las pasiones pasiones del cuerpo y dedicarse a otras almas. Murió despreciada, olvidada, en condiciones que ni siquiera se pudieron establecer específicamente.

Con el trujillato (1930-1931) el cuerpo del sujeto fue el cuerpo del tirano. Aséptico, jugando entre lo monumental y lo mínimo, todos los cuerpos debían reconocer en ese cuerpo, el suyo, el del tirano. Bajo semejantes condiciones hay que imaginarse lo difícil que era el proclamar la búsqueda de sujetividades homoeróticas.

Sin lugar a dudas es el cuento “La espera” (1953), de Hilma Contreras (1913), la primera apuesta por la verdad de una condición y una situación. Al igual que la Rodríguez, Contreras vivió intensamente la experiencia parisina y aquel Santo Domingo final de los 30. Sin embargo, a diferencia de la doctora, en ella había más búsquedas –y encuentros existenciales-. Con una ciudad donde todavía se respiraban las huellas de un Celine y la sombra de Proust,  cuando no los efluvios kitsch de una Colette, hay que pensar en la fuerza que debían ofrecer semejantes referentes. En los años 50 Contreras tuvo el valor de plantarse frente al medio, aunqueno es de descartar que contara en parte con la falta de instrucción al respecto. A pesar de que dejara de usar aquellos pantalones que la hicieron modestamente famosas en sus tiempos escolares-parisinos, aquí lanzaría una importantísima piedra a los predios de la doble moral.

Dos años después, Aída Cartagena Portalatín (1918-1994) publica “Una mujer está sola”. Texto como escapado de las vertiente de la Poesía Sorprendida, aquí se trata de una declaración de principio. Si bien la poeta acaba concediéndole su razón a Dios y al hombre, antes de eso ha buscado un congraciamiento con la figura del mar, con la gran madre que son esas aguas. Erotismo sutil, gusto en lo platónico, la sensación de entrega al sí mismo es como querer darse a la otra, a la del espejo, que bien puede asumir otro rostro o buscar un guiño de Onán.

Aunque no tan publicitado como Contreras y Cartagena Portalatín, en 1957 el principal crítico de aquellos tiempos, Pedro René Contín Aybar (1907-19081), nos entrega un texto fundamental,  “Biel el marinero”. Tengo que hacer un excurso de esta reseña y evocar al poeta en su balcón de la calle Dr. Delgado, a mediados de los 70, en su silla de ruedas y evocando aquel poemario. Hecho para sus amigos, según su confesión, en él se buscaba cierto diálogo con el mito dominicano, según su autor. Años después de la muerte del crítico y poeta, Antonio Fernández Spencer, en una de aquellas mesas míticas de la Cafetera El Conde, hablaría de Biel como uno de los amantes del poeta, que vivía en Borojol, y de quien el poeta no quería zafarse en esa lucha subterránea de cuerpos.

Los años 60 nos trajeron los tiempos más decisivos para la vida dominicana del siglo XX. Entonces se pensó en las grandes categorías de la Historia, la Época, el Pueblo. Salvo uno que otro autor, como Luis Alfredo Torres (1935-1992), poco tiempo que se tuvo para volver a ese sí mismo inevitable. Salido de las filas de la Generación del 48, pero no tan místico ni “popular” como sus compañeros de fila, Torres pudo haber sido, gracias a sus arranques whitmanianos, un buen poeta del homoerotismo. No lo fue.

Entonces llegó Manuel Rueda (1921-1999) con el tambor de las Islas” (1975) y sus pluralemas. La pasión del poeta por otro poeta, por Allen Ginsberg, ícono de la poesía gay –y no sólo norteamericana-, sin embargo, no llegó a ese momento de poner todas las cartas sobre la mesa. Ese llevar al papel sus andanzas por el Parque Enriquillo en esas calientes noches caribeñas no llegó a producirse. En la escena gay Rueda se hizo famoso por la desfachatez con que trataba a sus clientes luego de algunas acciones sadomasoquistas. Todo este mucho de violencia lo dejó fluir en lo avinagrado de los personajes de “Papeles de Sara y otros relatos” (1985). Otras vertiente del homoerotismo pueden advertirse en Rueda, como la negación del padre como sujeto y como figura, la imbricación profunda en una madre que absorbe hasta el más mínimo movimiento de sus sombras, y sin las fuerzas para salir de ese regazo.

En los años 80 y en casi todos los 90 hubo una ausencia de esta temática. Lo escritores que optaron por esa preferencia sexual no tuvieron o el coraje o la creatividad necesarias. Para ver cómo se movía ese cosmos tuvieron que venir seres, y no necesariamente de otro planeta.

A una puertorriqueña le tocó anotar cantidad de apuestas del mundo gay dominicano. Pienso en Mayra Santos-Febres (1966) y su novela “Sirena Selena vestida de pena” (2000), la que lamentablemente ha pasado prácticamente desapercibida por el lector dominicano.

El país dominicano está dentro del globo de la globalización, aunque esta vez el esquema se reduzca al eje con Puerto Rico. Sirena Selena es un travesti boricua en plena adolescencia. En vista de lo colmado que ya está el mercado puertorriqueño, tiene que venir aquí, a esta pequeñísima tierra de promisión, para deslumbrar en medio de toda una cultura de la mujer mala, de la “tirana”, de la dominadora. Con un método de investigación como salido de la escuela de Oscar Lewis, Santos-Febreras nos ha escrito los hijos de Sánchez del mundo gay local. Más que pintarse, Santo Domingo se está fotografiando, con sus calles, sus hoteles, sus puntos de choque, el color de sus rostros.

A finales de los noventa, en “La estrategia de Chochueca” (2000), de Rita Indiana hernández (1977), es el mínimo espacio donde personajes aún más mínimos sacan la cara, por no decir todo el cuerpo, y en búsqueda de los mismos otros cuerpos.

Y así las cosas. Mientras tanto, ya otros están saliendo del closet. Por primera vez los gays hacen su marcha (2001) en el país dominicana. Entre la sorna, la burla, el desparpajo, la festividad, algo se está moviendo, mientras tanto.

Se sigue saliendo del closet.

05.2002