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DOS CUENTOS DE Mercedes Cheheen


EL OLOR DE LAS GARDENIAS.

 

Lo reconozco General: Nunca era lo mismo el olor de las gardenias en octubre que en marzo. En ningún país del mundo lo ha sido. Pero durante todo un año el aroma entró como un hilo infinito por las ventanas, irrumpiendo en cada una de las habitaciones a todas horas. Eso ocurría allá en mi casa que era la casa de los Uribe.

El tío Rodrigo insinuaba que no era olor a gardenias, pero cómo creerle si para mí quien sabía cómo eran las cosas era mi abuela. Ellos y los demás hacían que aquello del olor a gardenias fuera un tema imperante en la casa.  Cuando estábamos en la mesa y mis tíos advertían lo difícil que se me hacía comer a causa de la mezcla de ese olor que entraba por las ventanas con el que despedía en forma de vapor la comida recién servida, el tío Rodrigo se incomodaba. Colocaba los cubiertos a cada lado del plato, apoyaba los codos en la mesa, hacía un puño con sus dos manos y recostaba su frente en él.  También dejaba escapar un suspiro.  Puedo describirlo tan claramente porque siempre era lo mismo.  Entonces mi abuela se daba cuenta y alternaba su mirada entre mi tío y yo, se ponía nerviosa y a él le decía con el levantar de sus cejas que disimulara o algo así. Otro de mis tíos, Gonzalo, estaba de acuerdo con Rodrigo; lo sé porque miraba a mi abuela con desprecio. Pero también me miraba a mí, y esa es la parte que menos entendía: Todos, antes y después de hacer o decir algo me tomaban en cuenta, como buscando en mí el efecto de sus acciones y sus palabras; y sin saber por qué, tenía la impresión de que sus desacuerdos siempre giraban en torno al olor de las gardenias, como si hubiera algo entre ese olor y yo, algo que nos uniera.

La tía Lourdes también se ponía nerviosa, por eso me sonreía así, como si realmente estuviera articulando una mueca, y me decía vamos a jugar con una voz demasiado difícil de creer, tan pronto empezaba la disputa infinita sobre mí y las gardenias. A quien aparentemente todo le daba lo mismo, como si llevara una sangre distinta al resto de los Uribe, era al tío Santiago.  Siempre he creído que es el más joven.  Todo el tiempo tenía una sonrisa que según mi abuela era de sinvergüenzas, y llevaba un palillo entre sus dientes todo el día. Si había alguien que me hiciera reír, era él; y si había alguien que pudiera lograr que me olvidara al menos un momento del olor de las gardenias, también era él.

Si yo hubiera sabido que se iba a levantar tanto problema, no habría preguntado nunca qué era ese olor que entraba por las ventanas.  Ese momento repercutió tanto, que no tuve otra opción más que recordarlo. Eran como las once de la noche.  Estaba acostado en mi cama cuando tuve aquella sensación por primera vez; fue muy fuerte, por eso me levanté y caminé por la casa, para saber de dónde provenía. Pero no me pude enterar, porque al llegar a la sala me encontré con mi abuela. Su corpulento cuerpo lucía estresado; llevaba una bata rosada de tela gruesa, y un gorro también rosado y bien sujeto en la cabeza.  Estuve contemplándola en silencio durante unos minutos, y habría seguido haciéndolo, pues su imagen me provocaba curiosidad. Nunca la había visto parada tan cerca de la ventana, como introduciendo los ojos entre cristal y cristal. Pero en un momento ella debió sentir mi presencia escrutándola, porque dirigió su mirada justo hacia mí. Entonces se puso tan nerviosa como lo haría siempre a partir de ese día.
-¿Qué es?-, pregunté por decir algo, y ella en un primer momento no supo qué contestarme.
-…Es…el olor de las gardenias…-, dijo finalmente.

Es el olor de las gardenias…En aquel año no me importó esa excusa, pero ahora comprendo lo ridícula que fue, porque al día siguiente el mundo se convirtió en algo distinto.  Me dejaron vestido con mi uniforme de asistir al colegio. Mi tía Lourdes estuvo entreteniéndome con su mejor cara de payaso hasta las once, hora en que llegó a la casa por primera vez la señorita Gertrudis.
-A partir de hoy, ella te dará las lecciones escolares-, dijo mi tía, como si estuviera presentando un espectáculo de circo. Me moría de las ganas por preguntar por qué, pero rápidamente había aprendido a optar por no preguntar nada en esa casa.  Desde entonces, a las dos de la tarde acababan mis lecciones y luego me tumbaba en un mueble, el mejor de la casa, para contemplar los afanes de los demás. Digo que ese mueble era el mejor, porque estaba colocado en donde se podía ver todas las actividades que los demás realizaban a esas horas.  Así veía a las dos muchachas de la limpieza pasar de un lado a otro con sacudidores y con escobas y paños; ellas me observaban observarles y entonces también se ponían nerviosas.  En ocasiones se susurraban cosas al oído, como si yo no fuera capaz de interpretar nada. Una tarde irrumpí en la cocina cuando estaban sosteniendo una charla mientras lavaban las verduras del almuerzo; inmediatamente me sintieron cerca, cesaron de hablar.  A veces me daba deseos de recomendarles que fingieran mejor. Con mis tíos nada era diferente, salvo por Santiago.  Así que tuve que acostumbrarme a compartir mi casa y mi espacio con la tensión y el misterio; tanto que a veces jugaba con ellos: A ver Señor Misterio, ¿Qué ocurre?...Pero Señorita Tensión, ¿Qué le pasa?, parece va a estallar si el Señor Misterio dice una palabra…

Meses después estuve cerca de saber la verdad.  El tío Rodrigo me sorprendió cuando me disponía a salir de la sala después de haber terminado las lecciones con la señorita Gertrudis.  Me dio la impresión de que estuvo acechándonos todo el tiempo, pues no bien acababa ella de perderse tras el umbral de la puerta, cuando apareció él, más tenso y asustado que nunca. Se inclinó bastante, para que su rostro quedara un poco nivelado con el mío; apoyó sus manos en mis hombros, y empezó a balbucear una palabra, una sola que no entendí, y es que en aquel mismo momento, como si entonces quien hubiera estado acechando fuera mi abuela, apareció ella y encaró al tío Rodrigo. 
-¿Qué pretendes?-, le gritó ella.
-¿Qué pretendes tú?-
-No entiendo tu objetivo-
-Debe saber la-
-¡Cállate!-
¿Saber la verdad?, pregunté burlón para mis adentros. Mi abuela me sostuvo por el brazo y me arrastró hasta el patio.
-¡Ponte a jugar!-, me gritó, y entonces nada me pareció más ridículo en aquel momento. Si soluciono todo esto jugando, jugaré…pensé burlándome otra vez.

No obstante, las cosas se fueron poniendo peores para todos ellos.  Mi abuela, Lourdes y el tío Gonzalo llevaban ya seis meses sin salir de la casa.  El olor de las gardenias se hacía menos tolerante para mí, y a cada momento tenía que morderme la lengua para no preguntar en voz alta dónde estaban mamá y papá después de habérmelo preguntado a mí mismo en mis soledades nocturnas.  Mas poco después desistí de que en caso de que preguntara, podría obtener una respuesta razonable, pues nadie hablaba de ellos en casa, como si su viaje hubiera podido prolongarse tanto, como si fuera normal que un día partieran en la madrugada sin despedirse de mí, y tantos meses después yo no supiera aún de ellos. Todos, en medio de su desorientación, parecían tropezar unos con otros a cada rato; yo, como siempre, era expectante de la comedia que resultaban todos juntos en un diminuto espacio de la sala: Dos de ellos mirando por la ventana, otros dos volteando a verme a cada instante, y mi tío Santiago brindándome sosiego, parado contra una pared, con el pie izquierdo vuelto hacia atrás, apoyándolo en el cemento, mostrándome su sonrisa burlona y jugando con un palillo entre sus dientes.

Dos o tres meses después supe que el final se presiente: La tensión fue aumentando con los días, y mi abuela y mis tíos lucían cada vez más fuera de sí.  Me transmitieron su tensión, así que dejé de burlarme para mis adentros de todo cuanto hacían para fingir ante mí, y empecé entonces a preguntarme en serio cuál era la verdad que me ocultaban.  Buscaba algo que me uniera con mis padres, y con el olor de las gardenias.  Algo que relacionara coherentemente los tres puntos clave que éramos. Pero no tuve tiempo de encontrar respuesta, pues los minutos corrieron tan rápido como si huyeran de algo, especialmente después de que una tarde fuimos sorprendidos por unos golpes en la puerta.  Entonces todos estuvieron al borde de una crisis nerviosa. Mi abuela me miraba más que nunca, yo estaba negado a preguntar nada, pero ella debía leer mi interrogante en la mirada. Mi tío Gonzalo también, porque se dirigió hacia ella gritándole.
-¿Y ahora qué?-, vociferó primero.
-¿Le vas a decir que están golpeando la puerta las gardenias?-, agregó.

En serio, General, esto es todo lo que sé.  Es verdad que nunca me enteré a dónde han ido mis padres. Nunca me dijeron nada acerca de una Guerra civil, ni siquiera pronunciaron la palabra Guerra. Todo cuanto me dijeron es que la sensación extraña que entraba por las ventanas e impregnaba la casa por completo, era el olor de las gardenias…


 

LAS ULTIMAS HORAS DEL ATARDECER

El camino se trataba de un terreno hecho de polvo y                                                                                                                           tierra: Ahí quedaban hundidas las huellas de las gomas del Jeep: Dos líneas amorfas que trenzaban el trayecto. El Jeep no se detenía; tampoco aceleraba o menguaba su paso, avanzando como un ser fantástico, de existencia dudosa, en medio de la polvareda. El color del paisaje cambiaba a cada instante, pues el sol jugó con él hasta que se marchó transformando al campo que una vez fue trigal, a la izquierda del Jeep, y al otro campo imposible de haber sido más que campo alguna vez, a su derecha, en dos cuevas tan oscuras como sólo lo puede ilustrar la más funesta imaginación. En un momento la luz que lo bañaba todo fue amarilla, luego la vista estuvo cortada por haces de luz naranja; por último, antes de irse, el sol lo hizo todo rojo.  Pero no importaba, porque sabía cómo hacerlo: Sin violencia, sin prontitud lo cambiaba todo y daba gusto, como la melodía despedida por diversas cuerdas de un instrumento que está siendo tocado por alguien que no sabe más que de cuerdas.

Habría podido haber más, pero esto era todo, no existiendo otras novedades que las del sol.  Tal vez si quien conducía el Jeep hubiera encendido las luces delanteras o traseras; quizás si se hubiera dado cuenta de que hace tiempo llevaba los pies adormecidos a la misma profundidad del freno y del acelerador. En un instante el sol se iría y todo permanecería igual hasta mañana, a menos que el hombre cambiara algo allí, a menos que hiciera algo en la carretera; sino es que su destino era ese barranco que entre las hojas de un campo y la oscuridad nocturna que se avecinaba, existía y permanecía impávido, sin cerrar la lúgubre boca, contemplando acercarse a su presa.

(Por otro lado)

El frío y fuerte viento no escatimaba en su paso la esbelta presencia de la joven. Más bien golpeaba su rostro, moviendo y removiendo el pelo rojizo que escapaba al igual rojizo pañuelo que también era golpeado por él sujeto a su cabeza.  Estaba perfectamente abrigada de gris, salvo por sus manos desnudas sobre las barandas del puente sobre el río.  Y allí también el sol; también el amarillo, los rayos naranja y el gran haz rojo. No se trataba de una vista que ofreciera lo obvio: Ella cambiando algo en el tránsito de la tarde a la noche en aquel trozo de mundo; era ella inmutable, haciendo al tiempo inmóvil mientras el sol asumía la tarea de dar vida a la vista; a no ser por eso, no habría creído no estar frente al estática física de una fotografía. Después de un momento dejé de contemplar; todo me aseguraba que ella era el Jeep monótono de la carretera; sólo que con la vista fija en el río que era el barranco del otro y que bramaba despacio, como sin darse cuenta. El río, al igual que el barranco existía, y aunque claro y bello, también aguardaba a su presa.

 

(Así que las almas en pena esperan las últimas horas del atardecer para abandonarse a su suerte)

Son las seis de la tarde, el sol va tiñendo del tercer color. Estoy mano a hierro de las verjas del balcón. Sólo me llegan a la cadera. Ahora es mi turno. El pavimento de la calle me espera.