LA SANGRE
(Una vida bajo la tiranía)
CAPÍTULO VI
La hora meridiana, la atmósfera escalda en la
celda. Antonio, boca arriba, el busto desnudo. El calor le angustia.
¡Qué vida! ¡Ni una ráfaga,
ni una gota refrescantes; ¡y Dios sabe hasta cuándo!
¡Ah!, libertad tan querida, tan ansiada...
¿Siempre le oprimirá la tiranía,
que obliga a los ciudadanos a andar encorvados y mudos, cual si fusta
candente brillara amenazante sobre las cabezas gregarias? ¡Y a
tal rebaño de castrados, el tirano en sus papeles públicos
y él en sus artículos denominan pueblo dominicano! ...
¿En dónde están los varones? Y la simiente de hidalguía,
¿se ha podrido acaso en el fango? Sin embargo, a menudo caen
espigas al surco, a pleno sol en el cadalso, o en las sombras, en las
propias calles capitaleñas, y hay aún, pocos, en verdad,
corazones leales que en el exilio y en la misma tierra palpitan por
la patria. Del ochenta y seis a acá, cuántos tránsfugas,
si ya casi no restan nombres que tachar entre los firmantes del manifiesto
sustentador de la candidatura Moya-Billini. En la rebotica de la Librería,
en su telar de encuadernador, Enrique Peynado señala con una
raya en un ejemplar del manifiesto a quienes se pasan, mientras don
José, a través de sus lentes, escudriña la rúa,
comentando los sucesos cotidianos, y escribe la historia en humilde
pupitre de pino, manchado por la tinta nada más. También
Lilís no desdeña entremeterse de raro en raro a la tertulia,
y con su voz meliflua, sazonarla con uno de sus cuentos, de doble intención,
que corren de boca en boca por el país entre risas y alabanzas.
¡Parábolas del Anticristo criollo!
Y la prensa, ¿qué es? se interroga Antonio.
Ni entidad, ni poder, ni cosa que lo valga. Semanarios anodinos, un
diario de información, revistas literarias efímeras, y
hojas impresas, más o menos periódicas, que un italiano
industrioso edita; y hoy ni éstas... ¡Cuántas plumas
rotas! Los paladines del ochenta y cuatro contra Gollito, y los del
ochenta y seis contra Lilís, peregrinan unos por playas extranjeras,
otros anotan cifras en los libros del comercio, y algunos, hartos de
ayunos, se han apropincuado al festín; mas a pesar de la ola
de cieno calcinante, aún combaten péñolas: Eugenio
Deschamps, Miguel A. Garrido, cuyos penachos han atraído tantas
veces el rayo; Pero, ni siquiera se es libre para elogiar, ni se anuncian
los movimientos de los cruceritos de la armada. Es un círculo
de hierro al rojo blanco, y el que se descuida se achicharra.
Y por todas partes, en lo más recóndito,
la mirada de Caín que penetra hasta el fondo. Ni el hermano es
de fíar. Las paredes oyen, espían. Enmurado yace el pensamiento.
La vida es una pesadilla. Y las esperanzas se alejan cada vez más.
Moya, después de nueve años de destierro, arruinado, regresa
caducas las aspiraciones. Luperón, con todos sus prestigios de
caudillo restaurador, derrotado y burlado en los comicios de 1888 por
atabales mandingas, tocados a las puertas de sus comités eleccionarios,
destruida la edición del primer tomo de su autobiografía
en oculto acto de fe por la propia mano cesárea, desaparecido
por siempre bajo el oropel de los funerales. Marchena, fusilado en La
Clavellina, tras un año largo de prisión, por haber lanzado
su nombre al debate en 1892... ¿Quién, pues, el caudillo
mesiánico?
¡Y cómo le escuecen a Antonio las fatigas
electorales del 92! Lilís había promulgado su decisión
de retirarse del poder. Estoy cansado afirmaba. Ya no hacía
el cuento de la novia y la escalera; se disponía a bajar, a pesar
de pesares. Se pensó en oponerle el rico comerciante Juan Jiménez,
apoyado en la espada de Máximo Gómez. Los lilisistas se
dividieron en partidarios de Nanita y de Figuereo, cofrades. Una tarde,
el cañón anunció la muerte del primero, ministro
de Guerra y Marina. Las gentes cargan ese cadáver a la cuenta
de Lilís; sin embargo, no era ése el momento, había
ocurrido a destiempo, pues según expresión del mandante,
«ése era el saco en que iba a coger toíta la oposición».
Figuereo, ducho en hermenéutica criolla, retira su candidatura.
Surge entonces la de Tomás D. Morales, que sólo él
tomó en serio. Eugenio Generoso de Marchena, llega de París
unos días antes de los comicios y presenta la suya. En derredor
de su bandera reúnense cuantos de veras anhelaban la caída
de Lilís. Se le atribuye carácter, valor, riqueza, conocimiento
de la estructura íntima de la tiranía, agregándose:
Lilís le teme.
En los días de las elecciones, Antonio recorrió
las calles, a caballo, cabestrero, arrebatando sufragantes de San Carlos
y Pajarito al Parque Colón. Los ánimos se enardecen. El
segundo día hubo las protestas de rigor. Y Lilís, irritado,
en la esquina frente a la Casa comunal, en donde la campana tañía
convocando a los ciudadanos, arrebató a uno de sus agentes un
puñado de votos, y rompiéndolos ordenó: «que
no voten más mis electores». La candidatura Morales-Rivas
había triunfado. Marchena, días más tarde, en el
muelle, al embarcarse provisto de pasaporte diplomático, fue
preso; y en seguida, también Antonio y los principales partidarios.
Empero, la comedia no había terminado allí. Lilís
reúne a los generales y gobernadores del Cibao, y les anuncia
que para evitar efusión de sangre, el general Morales había
resuelto renunciar en su favor. Al pobre candidato le dejó entelerido
tan estupenda declaración. ¡De buena había escapado!
Lilís logra el máximum de poder.
González, ministro de Relaciones Exteriores, se fuga en un cañonero
español y denuncia tratos para arrendar a los Estados Unidos
la bahía de Samaná. El 27 de febrero, el Pacificador inaugura
su tercer período, y por ante las tropas formadas frente a la
Catedral, va a prosternarse, en tanto el Prelado entona el Te Deum bajo
las naves góticas. Y, de allí en adelante, el telón
se alza para la tragedia, la ruta está indicada por cadáveres.
Marchena y ocho más en Azua. Una hora después de la ejecución,
Lilís convoca al pueblo en la plaza de armas y, trepado en una
mesa, da la horrible noticia: ¡todos eran azuanos! y muestra una
bomba, que dice preparada contra él. Pide un cuchillo, y abriéndola
con sus propias manos, descubre las entrañas explosivas. Y sin
tropas, permanece una semana, transita de un lado a otro, de día
y de noche; audaz, no le teme ni a las iras de los hombres ni a las
espinas de la guazábara.
Tres años más tarde, Ramón Castillo,
ministro de Guerra y Marina, que reside en Macorís del Este,
acusa al Gobernador Estay de tentativa de asesinato en su persona. Lilís
le llama a la Capital. En el Consejo, Castillo, mulato bravo y soberbio,
gallea. Lilís le soporta, arreglándole el revólver
que el otro se ha echado hacia adelante, le hace un cuento, que a las
claras dice: «tú, a mí no me matarás».
Luego, los lleva a un careo, los apresa y transpórtalos a su
patio de Macorís, y, en La Punta, fusila a Castillo, en presencia
de Estay, negro ardido y zahareño; y cuando éste, que
cree su prisión fingida, porque así se convino, dirigiéndose
al director de la ejecución, exclama: «General, ¡así
se hace justicia!», éste le responde: pues ahora
es tu turno, y en la misma orilla quedan derribados ambos, cuyas
rivalidades animó el Pacificador. Lilís reúne luego
a los notables en la sala de actos de la Gobernación, les anuncia
la nueva espeluznante, y confía el gobierno del distrito a un
leguleyo. ¡Cuántos de sus amigos, engañados por
sus propias manifestaciones, alentaron la ambición de sustituirle
o se acercaron a otro candidato, afirman con la elocuencia terrible
de sus muertes, que el poder es suyo y nada más que suyo!. A
él no le importa que sus tenientes roben, maten, violen; pero
¡ay, de quien busca con sus actos el aura popular o tiene veleidades
políticas! Lilís no les perdona que pongan piedras en
ajeno bien o colchón de plumas para caer. Isidro Pereyra y Joaquín
Campo, gobernadores provinciales, mueren, el uno en la calle, al salir
del teatro, el otro en un camino. Su voluntad cargó las armas
asesinas. Y Pablo Mamá, que vive, a pesar de la autoridad que
inviste, en los montes de Neyba, en casa inabordable, si no reconoce
al viajero, y, taimado y matrero, ojea las sabanas, observa las huellas,
detuvo la mula ante un gajo tendido en la vereda, y allí se abatió
fulminado por la emboscada. La villa que conserva en su sociedad la
tradición de los caballeros fundadores, la da como feudo a un
negro sin letras, bigardo corajudo. Así, en todas las regiones,
mantiene la enemiga entre la autoridad y el pueblo, y es, centro del
sistema, el árbitro supremo. Formidable tela de araña
que se extiende por todo el ámbito de la República; insaciable
pulpo que chupa oro y sangre.
Antonio tiembla al considerar la trama de intereses
ingentes, de la cual el sátrapa es remate. Toda culpa tiene en
él refugio. La avaricia, medro. Dispone de las vidas como le
peta, y el oro le acorre porque incita la angurria, pagando dos y tres
por ciento al mes por los préstamos que se le hacen. Su vida
y su poder significan el goce pacífico de tales beneficios. Todos
son sus cómplices. ¿Y quién resiste a sus órdenes?
Un panzudo y repulsivo esbirro, muere en las calles de la Capital, a
manos del Jefe de la Policía nocturna, porque no cumplió
una de aquellas órdenes de exterminio. ¿Y quién
protesta, si él, aunque dice riendo, que no leerá la historia,
demuestra horror por la letra impresa? En la propia cabeza, Antonio
lo ha aprendido. ¿Y no se cuenta, que en la fosa del poeta Juan
Isidro Ortea, ejecutado preagónico, Lilís arrojó
un ejemplar del periódico en el que éste le atacara, murmurando
palabras vengativas? ¿Y no murió envenenado en esta cárcel
(acaso en este mismo cuarto), Custodio Santo, pobre negrito, por un
artículo mal pergeñado? ¿Y en el extranjero, no
ha recibido Eugenio Deschamps dos balas en el pecho, y Abelardo Moscoso
puñaladas en la espalda? Así ha creado el silencio. Emite
papel moneda sin garantía. Un dólar vale veinte pesos
en billetes. Las cosas alcanzan precios fantásticos. El país
se arruina, mientras él afirma, inaugurando un ferrocarril, que
esa moneda es tan eficaz contra la avaricia como la de Solón.
¿Y quién chista, si los cadáveres aconsejan resignarse?
Las vidas están a merced suya y el oro es su aliado.
No obstante, hay que derribarlo, se dice Antonio. ¿Y
cómo, si suyos son los hombres de armas, si ha rendido o muerto
a los adversarios, y tiene dinero, parque y pericia? Una idea le martilla
las sienes. Pero, ¿quién sería capaz de la hazaña
libertadora? ¿En dónde está el héroe que
matando, y tal vez muriendo, redima? ¡Quién sabe! Un escalofrío
le sacude. Recuerda una escena trágica. En el ardiente crepúsculo,
en el patio de la Fortaleza, mira a Manuel Cruz Bobadilla, marmóreo,
rubia la barba, el panamá inclinado hacia adelante, encarar el
pelotón. Se le acusó de fraguar la muerte de Lilís.
El tirano presencia el fusilamiento. El olor de la sangre le embriaga,
las narices se le dilatan, le chispean las pupilas y ordena imperioso:
«traigan a los otros». Ansía sangre, toda la sangre.
Voz amiga le recuerda ¡cuánto cuadra a su grandeza la clemencia!.
El negro poderoso se enjuga, con ademán felino, frente y nuca.
Los conjurados descienden. ¡Son los que van a morir! Pero no,
la fiera, calmada, les muestra como lección saludable el cadáver
del compañero, amortajado por las rosas del sol occiduo. El es
el amo. Impera por el hierro y por el oro.
Antonio, conmovido por tal recuerdo, siéntase
al borde del catre. Sus propios pensamientos le infunden pavor. Sin
embargo, ¡un día será! Cuantas veces se abre la
puerta, se interroga: ¿ya? Si despierta al conticinio, en escucha
de los más leves ruidos, espera la visita de los ejecutores que,
al pie del Aguacatico, que fructifica a la vera del río, le darán
cuatro tiros o, si come, sospecha que los pobres manjares han sido envenenados.
Se oprime la frente entre las palmas; luego, sacude la altanera cabeza,
desahogando el dolor y la cólera impotentes en un grito mudo:
¡maldito negro!