Tulio Manuel Cestero
(Santo Domingo, 10 de julio 1877 - Santiago de Chile, 28 de octubre 1955)
La Sangre, cap. VI

 

LA SANGRE

(Una vida bajo la tiranía)


CAPÍTULO VI

La hora meridiana, la atmósfera escalda en la celda. Antonio, boca arriba, el busto desnudo. El calor le angustia.

—¡Qué vida! ¡Ni una ráfaga, ni una gota refrescantes; ¡y Dios sabe hasta cuándo!

—¡Ah!, libertad tan querida, tan ansiada...

¿Siempre le oprimirá la tiranía, que obliga a los ciudadanos a andar encorvados y mudos, cual si fusta candente brillara amenazante sobre las cabezas gregarias? ¡Y a tal rebaño de castrados, el tirano en sus papeles públicos y él en sus artículos denominan pueblo dominicano! ... ¿En dónde están los varones? Y la simiente de hidalguía, ¿se ha podrido acaso en el fango? Sin embargo, a menudo caen espigas al surco, a pleno sol en el cadalso, o en las sombras, en las propias calles capitaleñas, y hay aún, pocos, en verdad, corazones leales que en el exilio y en la misma tierra palpitan por la patria. Del ochenta y seis a acá, cuántos tránsfugas, si ya casi no restan nombres que tachar entre los firmantes del manifiesto sustentador de la candidatura Moya-Billini. En la rebotica de la Librería, en su telar de encuadernador, Enrique Peynado señala con una raya en un ejemplar del manifiesto a quienes se pasan, mientras don José, a través de sus lentes, escudriña la rúa, comentando los sucesos cotidianos, y escribe la historia en humilde pupitre de pino, manchado por la tinta nada más. También Lilís no desdeña entremeterse de raro en raro a la tertulia, y con su voz meliflua, sazonarla con uno de sus cuentos, de doble intención, que corren de boca en boca por el país entre risas y alabanzas. ¡Parábolas del Anticristo criollo!

Y la prensa, ¿qué es? se interroga Antonio. Ni entidad, ni poder, ni cosa que lo valga. Semanarios anodinos, un diario de información, revistas literarias efímeras, y hojas impresas, más o menos periódicas, que un italiano industrioso edita; y hoy ni éstas... ¡Cuántas plumas rotas! Los paladines del ochenta y cuatro contra Gollito, y los del ochenta y seis contra Lilís, peregrinan unos por playas extranjeras, otros anotan cifras en los libros del comercio, y algunos, hartos de ayunos, se han apropincuado al festín; mas a pesar de la ola de cieno calcinante, aún combaten péñolas: Eugenio Deschamps, Miguel A. Garrido, cuyos penachos han atraído tantas veces el rayo; Pero, ni siquiera se es libre para elogiar, ni se anuncian los movimientos de los cruceritos de la armada. Es un círculo de hierro al rojo blanco, y el que se descuida se achicharra.

Y por todas partes, en lo más recóndito, la mirada de Caín que penetra hasta el fondo. Ni el hermano es de fíar. Las paredes oyen, espían. Enmurado yace el pensamiento. La vida es una pesadilla. Y las esperanzas se alejan cada vez más. Moya, después de nueve años de destierro, arruinado, regresa caducas las aspiraciones. Luperón, con todos sus prestigios de caudillo restaurador, derrotado y burlado en los comicios de 1888 por atabales mandingas, tocados a las puertas de sus comités eleccionarios, destruida la edición del primer tomo de su autobiografía en oculto acto de fe por la propia mano cesárea, desaparecido por siempre bajo el oropel de los funerales. Marchena, fusilado en La Clavellina, tras un año largo de prisión, por haber lanzado su nombre al debate en 1892... ¿Quién, pues, el caudillo mesiánico?

¡Y cómo le escuecen a Antonio las fatigas electorales del 92! Lilís había promulgado su decisión de retirarse del poder. —Estoy cansado— afirmaba. Ya no hacía el cuento de la novia y la escalera; se disponía a bajar, a pesar de pesares. Se pensó en oponerle el rico comerciante Juan Jiménez, apoyado en la espada de Máximo Gómez. Los lilisistas se dividieron en partidarios de Nanita y de Figuereo, cofrades. Una tarde, el cañón anunció la muerte del primero, ministro de Guerra y Marina. Las gentes cargan ese cadáver a la cuenta de Lilís; sin embargo, no era ése el momento, había ocurrido a destiempo, pues según expresión del mandante, «ése era el saco en que iba a coger toíta la oposición». Figuereo, ducho en hermenéutica criolla, retira su candidatura. Surge entonces la de Tomás D. Morales, que sólo él tomó en serio. Eugenio Generoso de Marchena, llega de París unos días antes de los comicios y presenta la suya. En derredor de su bandera reúnense cuantos de veras anhelaban la caída de Lilís. Se le atribuye carácter, valor, riqueza, conocimiento de la estructura íntima de la tiranía, agregándose: “Lilís le teme”.

En los días de las elecciones, Antonio recorrió las calles, a caballo, cabestrero, arrebatando sufragantes de San Carlos y Pajarito al Parque Colón. Los ánimos se enardecen. El segundo día hubo las protestas de rigor. Y Lilís, irritado, en la esquina frente a la Casa comunal, en donde la campana tañía convocando a los ciudadanos, arrebató a uno de sus agentes un puñado de votos, y rompiéndolos ordenó: «que no voten más mis electores». La candidatura Morales-Rivas había triunfado. Marchena, días más tarde, en el muelle, al embarcarse provisto de pasaporte diplomático, fue preso; y en seguida, también Antonio y los principales partidarios. Empero, la comedia no había terminado allí. Lilís reúne a los generales y gobernadores del Cibao, y les anuncia que para evitar efusión de sangre, el general Morales había resuelto renunciar en su favor. Al pobre candidato le dejó entelerido tan estupenda declaración. ¡De buena había escapado!

—Lilís logra el máximum de poder. González, ministro de Relaciones Exteriores, se fuga en un cañonero español y denuncia tratos para arrendar a los Estados Unidos la bahía de Samaná. El 27 de febrero, el Pacificador inaugura su tercer período, y por ante las tropas formadas frente a la Catedral, va a prosternarse, en tanto el Prelado entona el Te Deum bajo las naves góticas. Y, de allí en adelante, el telón se alza para la tragedia, la ruta está indicada por cadáveres. Marchena y ocho más en Azua. Una hora después de la ejecución, Lilís convoca al pueblo en la plaza de armas y, trepado en una mesa, da la horrible noticia: ¡todos eran azuanos! y muestra una bomba, que dice preparada contra él. Pide un cuchillo, y abriéndola con sus propias manos, descubre las entrañas explosivas. Y sin tropas, permanece una semana, transita de un lado a otro, de día y de noche; audaz, no le teme ni a las iras de los hombres ni a las espinas de la guazábara.

Tres años más tarde, Ramón Castillo, ministro de Guerra y Marina, que reside en Macorís del Este, acusa al Gobernador Estay de tentativa de asesinato en su persona. Lilís le llama a la Capital. En el Consejo, Castillo, mulato bravo y soberbio, gallea. Lilís le soporta, arreglándole el revólver que el otro se ha echado hacia adelante, le hace un cuento, que a las claras dice: «tú, a mí no me matarás». Luego, los lleva a un careo, los apresa y transpórtalos a su patio de Macorís, y, en La Punta, fusila a Castillo, en presencia de Estay, negro ardido y zahareño; y cuando éste, que cree su prisión fingida, porque así se convino, dirigiéndose al director de la ejecución, exclama: «General, ¡así se hace justicia!», éste le responde: “pues ahora es tu turno”, y en la misma orilla quedan derribados ambos, cuyas rivalidades animó el Pacificador. Lilís reúne luego a los notables en la sala de actos de la Gobernación, les anuncia la nueva espeluznante, y confía el gobierno del distrito a un leguleyo. ¡Cuántos de sus amigos, engañados por sus propias manifestaciones, alentaron la ambición de sustituirle o se acercaron a otro candidato, afirman con la elocuencia terrible de sus muertes, que el poder es suyo y nada más que suyo!. A él no le importa que sus tenientes roben, maten, violen; pero ¡ay, de quien busca con sus actos el aura popular o tiene veleidades políticas! Lilís no les perdona que pongan piedras en ajeno bien o colchón de plumas para caer. Isidro Pereyra y Joaquín Campo, gobernadores provinciales, mueren, el uno en la calle, al salir del teatro, el otro en un camino. Su voluntad cargó las armas asesinas. Y Pablo Mamá, que vive, a pesar de la autoridad que inviste, en los montes de Neyba, en casa inabordable, si no reconoce al viajero, y, taimado y matrero, ojea las sabanas, observa las huellas, detuvo la mula ante un gajo tendido en la vereda, y allí se abatió fulminado por la emboscada. La villa que conserva en su sociedad la tradición de los caballeros fundadores, la da como feudo a un negro sin letras, bigardo corajudo. Así, en todas las regiones, mantiene la enemiga entre la autoridad y el pueblo, y es, centro del sistema, el árbitro supremo. Formidable tela de araña que se extiende por todo el ámbito de la República; insaciable pulpo que chupa oro y sangre.

Antonio tiembla al considerar la trama de intereses ingentes, de la cual el sátrapa es remate. Toda culpa tiene en él refugio. La avaricia, medro. Dispone de las vidas como le peta, y el oro le acorre porque incita la angurria, pagando dos y tres por ciento al mes por los préstamos que se le hacen. Su vida y su poder significan el goce pacífico de tales beneficios. Todos son sus cómplices. ¿Y quién resiste a sus órdenes? Un panzudo y repulsivo esbirro, muere en las calles de la Capital, a manos del Jefe de la Policía nocturna, porque no cumplió una de aquellas órdenes de exterminio. ¿Y quién protesta, si él, aunque dice riendo, que no leerá la historia, demuestra horror por la letra impresa? En la propia cabeza, Antonio lo ha aprendido. ¿Y no se cuenta, que en la fosa del poeta Juan Isidro Ortea, ejecutado preagónico, Lilís arrojó un ejemplar del periódico en el que éste le atacara, murmurando palabras vengativas? ¿Y no murió envenenado en esta cárcel (acaso en este mismo cuarto), Custodio Santo, pobre negrito, por un artículo mal pergeñado? ¿Y en el extranjero, no ha recibido Eugenio Deschamps dos balas en el pecho, y Abelardo Moscoso puñaladas en la espalda? Así ha creado el silencio. Emite papel moneda sin garantía. Un dólar vale veinte pesos en billetes. Las cosas alcanzan precios fantásticos. El país se arruina, mientras él afirma, inaugurando un ferrocarril, que esa moneda es tan eficaz contra la avaricia como la de Solón. ¿Y quién chista, si los cadáveres aconsejan resignarse? Las vidas están a merced suya y el oro es su aliado.

No obstante, hay que derribarlo, se dice Antonio. ¿Y cómo, si suyos son los hombres de armas, si ha rendido o muerto a los adversarios, y tiene dinero, parque y pericia? Una idea le martilla las sienes. Pero, ¿quién sería capaz de la hazaña libertadora? ¿En dónde está el héroe que matando, y tal vez muriendo, redima? ¡Quién sabe! Un escalofrío le sacude. Recuerda una escena trágica. En el ardiente crepúsculo, en el patio de la Fortaleza, mira a Manuel Cruz Bobadilla, marmóreo, rubia la barba, el panamá inclinado hacia adelante, encarar el pelotón. Se le acusó de fraguar la muerte de Lilís. El tirano presencia el fusilamiento. El olor de la sangre le embriaga, las narices se le dilatan, le chispean las pupilas y ordena imperioso: «traigan a los otros». Ansía sangre, toda la sangre. Voz amiga le recuerda ¡cuánto cuadra a su grandeza la clemencia!. El negro poderoso se enjuga, con ademán felino, frente y nuca. Los conjurados descienden. ¡Son los que van a morir! Pero no, la fiera, calmada, les muestra como lección saludable el cadáver del compañero, amortajado por las rosas del sol occiduo. El es el amo. Impera por el hierro y por el oro.

Antonio, conmovido por tal recuerdo, siéntase al borde del catre. Sus propios pensamientos le infunden pavor. Sin embargo, ¡un día será! Cuantas veces se abre la puerta, se interroga: ¿ya? Si despierta al conticinio, en escucha de los más leves ruidos, espera la visita de los ejecutores que, al pie del Aguacatico, que fructifica a la vera del río, le darán cuatro tiros o, si come, sospecha que los pobres manjares han sido envenenados. Se oprime la frente entre las palmas; luego, sacude la altanera cabeza, desahogando el dolor y la cólera impotentes en un grito mudo: “¡maldito negro!”

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