Caer por los Cementerios de Santo Domingo,
¡qué vida esa!
Miguel D. Mena
Vivimos
de espaldas a la muerte como si finalmente no fuésemos a residir en
esas residenciales de cruces y velas.
A los cementerios vamos empujados por la despedida
y el duelo, si no es un obligado acto social.
Nos negamos a la conciencia de la vanidad,
aún y cuando nos reclamamos en el más ortodoxo catolicismo. "Vanidad de vanidad, todo es vanidad", nos aconseja el Eclesiastés.
Y sin embargo, un cementerio será como esa
caja de la ciudad que nunca se abrirá si no es como último recurso,
empujados por una mano formal. No situar al cementerio como zona esencial
de nuestro tejido urbano es cerrarnos las esferas de una conciencia
más amplia del ser.
Pasear por los cementerios puede constituirse
en algo más que un pasatiempo macabro. Descubrir los misterios de esos
tarjas, tumbas y epitafios, es acceder a la memoria más íntima de la
ciudad. Es sentir cómo el amor de los deudos puede motivar la imagen
más bella, la poesía más cercana.
La imagen del dolor más profundo está ahí.
Nos tocará si es que estamos en la disposición de acercarnos a la verdad
que no necesitará efectos sonoros. En los cementerios encuentras una
clave para sentirte parte vital de la ciudad, de sus pausas inevitables.
A los que me hablan de los placeres macabros
que hay en recorrer los cementerios, yo les respondo, martianamente,
que no hay fruta más dulce que la del camposanto.
Para hablar de los cementerios insulares tendríamos
que comenzar con los de los aborígenes.
Destacaríamos las tumbas de los caciques, a
quienes enterraban con alguna de sus mujeres y un poco de comida, para
el viaje. La Caleta, entre el Aeropuerto de las Américas y Santo Domingo,
es el mejor conservado, prácticamente el único que nos ha llegado en
toda su riqueza.
La llegada de los conquistadores y colonizadores
fue también la imposición de un nuevo sentido de la muerte y los muertos.
Siguiendo una tradición medieval, los fallecidos
se enterraban en las iglesias o en sus alrededores. La capilla de Nuestra
Señora del Rosario, en la margen oriental del río Ozama, sirvió desde
principios del siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XIX como depósito
de tumbas. De sus excavaciones han salido no solamente huesos humanos,
sino de perros, junto a balas, botones militares, objetos de cerámica,
etc.
El patio sur de la Catedral Santa María La
Menor se consagraría como el primer cementerio de la nueva ciudad de
Santo Domingo.
La construcción en piedra de la misma catedral
se habría de financiar, en parte, luego, con los aportes de aquellos
quienes querían separar luego alguna capilla particular dentro de su
recinto. Algunos se constituyeron luego en verdaderas obra de arte,
como la del arzobispo Geraldini, quien habría de ser el principal impulsor
de la edificación en su definitivo estilo gótico-isabelino.
El autor del "Itinerario por las regiones
subequinocciales" habría de convencer a Carlos V y llegaría hasta
al mismo papa, solicitándoles aportes sustanciales para su levantamiento,
ofreciéndoles a cambio la erección de placas conmemorativas, de modo
que sus nombres quedaran per secula secoulorum.
Con el correr de los siglos el cementerio anexo
sería circundado por las casas de los Curas y su célebre callejón. Ampliados
a partir de finales del siglo XVI los ejes de las iglesias de los dominicos
y franciscanos hacia el perímetro de los mercedarios y la iglesia de
Regina, y hasta la zona de Santa Bárbara, también los muertos habrían
de encontrar más alternativas espaciales para sus huesos.
El monasterio de San Francisco sería uno de
los preferidos. Recordemos los deseos del fiero colonizador Alonso de
Ojeda, rogando ser enterrado a las puertas de la capilla de la Orden
Terciaria, para que así todos pudiesen pisar su tumba, de manera que
las atrocidades que cometiera contra los indígenas pudiesen ser perdonadas.
(Se cuenta que la tumba desapareció en los días revolucionarios del
abril de 1965). Piedra de escándalo durante excavaciones arqueológicas
en 1992 -con motivo del quinto centenario del descubrimiento- fue el
hallazgo de cadáveres con cadenas, evidentemente esclavos, que llegarían
a contradecir el papel de bondad única de la iglesia.
Los haitianos trajeron con su ocupación (1822-1844)
un sentido secular, republicano, de la muerte. Siguiendo la nueva tradición
revolucionaria francesa, le crearon a éstos un espacio propio, aparte
del eclesiástico y de nuevo en los confines de la ciudad. Así surgió
el Cementerio de la hoy Avenida Independencia.
Justo en las afueras de la entonces ciudad
amurallada, al lado de este espacio, en el lugar que hoy ocupa el Colegio
Pío X, se enterraban en fosas comunes a las víctimas de epidemias y
pestes. La ciudad sintió entonces una redefinición de su tejido, también
en el sentido medieval: en este extremo sur estaba la zona de entierro,
mientras que en el extremo noroeste, las alturas de Santa Bárbara servían
de asilo a los leprosos y aquejados de enfermedades entonces incurables,
como la lepra.
Con el trujillato (1930-1961) la ciudad ya
había ampliado considerablemente sus perímetros: de la zona del parque
Independencia se ha llegado hasta la actual Máximo Gómez. En esta avenida
se habría de delimitar el nuevo cementerio, proyectado dentro de la
gigantomanía típica de la Era, y que habría de estar en uso pleno hasta
los años 70.
Al lado del mismo, la población judía, que
se ha incremento a consecuencia de los efectos de la Segunda Guerra
Mundial (1941-1945), también delimitirá un espacio para sus difuntos.
Durante el balaguerato (1966-1978) se experimenta
la duplicación de los habitantes de Santo Domingo, y por lo tanto, la
manera en que el espacio para los muertos también se ha reducido. Se
levanta entonces el Cementerio del Cristo Redentor, entrando a la altura
del kilómetro diez de la carretera Duarte.
Mientras tanto, se habrán producido cementerios
espontáneos, como el de los Mina y el de Manresa, próximo a la costa
de Haina, donde lo respirable es lo popular, la falta de suntuosidad,
la manera en que la pobreza ha erigido su memoria particular.
Cementerio de la Avenida Independencia.
Es una síntesis de arte y memoria de más de
un siglo de vida republicana. Su diseño -en damero, como el de la ciudad
de Ovando-, permite un acceso rápido a sus diferentes zonas.
Siguiendo por su camino central -y entrando
por la Av. Independencia, es recomendable llegarse casi hasta el fondo
y luego de caminar unos cincuenta metros.
Recomiendo comenzar la peregrinación por la
tumba del niño italiano Michellito Masturzzi, que se reconocerá por
ser un angelito en descanso. Al lado del mismo está algo que parece
como un corral, en cuya parte superior está la tarja de Núñez de Cáceres
y en cuya inferior estaba, hasta hacen unos diez años, la del multi-artista
que inicia lo moderno en nuestro país, Abelardo Rodríguez Urdaneta.
Esta tarja, que simplemente decía ABELARDO,
1870-1930, ha desaparecido, desgraciadamente, en función de las necesidades
culinarias de un par de viejos empleados, que han utilizado la misma
-a mediados de los 80- como asaderas para algún fogón nocturno.
Pero no nos agriemos este artículo y continuemos.
Haciendo un semicírculo, que parta de este
angelito de marmol, llegaremos luego a la zona judía -en el extremo
suroeste-, luego a un par de tumbas catalanas, francesas e inglesas,
hasta llegar al muro que separa de la avenida y quedarnos un buen rato
ahí, frente al monumento a Luisa Ozema Pellerano.
Mientras tanto habremos constatado la presencia
de otros angelitos, en oración unos, otros sin cabeza o brazos, en sus
pedestales llenos de hojas, como confirmándonos que sí, que se fueron
al cielo, entre tantas lágrimas que quizás no fueron agua sino un impulso
hacia lo sagrado.
Llegamos de nuevo a la puerta principal y entonces
haremos el mismo círculo. Entraremos por una callecita donde estará
el maestro Osvaldo García de La Concha y su obra "La Cósmica",
rebatiendo las teorías de la relatividad del también maestro Einstein.
En su tumba, con todo el sabor masónico de la sobriedad, está la fórmula
con la que él planteara lo real de lo relativo.
Seguiremos la expedición con un paquete de
perros y aullidos detrás -créanmelo, y aún lo justifico: los empleados
del cementerio explican lo imprescindible que son a la hora de detectar
gente extraña en el lugar, ante la carencia de recursos por parte del
Ayuntamiento del Distrito.
La simpleza en este lado derecho del cementerio
es mayor. Encontrarás a los soldados constitucionalistas -la famosa
foto de Fafa Taveras en el libro de Fidelio Despradel sobre la Guerra
de Abril, despidiendo a un compañero, creo que a Jacques Viau-, a un
par de Marines de la época de la ocupación, incluso a un nombrado Miguel
De Mena que posiblemente no sea el autor de estas líneas.
Cementerio de la Avenida Máximo Gómez.
No hay que abundar mucho en sus detalles porque
es de todos conocidos. Es tan grande, laberíntico tan compacto, que
las posibilidades de pasear se limitan considerablemente.
Aquí están héroes y mártires, víctimas y victimarios,
gente simple, chinos, artistas y aspirantes, panteones más macabros
que el Faro a Colón. En realidad no lo soporto y que me perdonen mis
fanáticos (¡!) lectores, pero mejor crucemos al frente...
Cementerio Judío.
En principio no se destacará mucho, a no ser
por ese gigantesco portón con la estrella de David. Es, junto al de
la Independencia, el más interesante de la ciudad.
Se respira primero la historia del Holocausto,
luego la manera tan peculiar de honrar a la vida -que es recordando
a los muertos con piedras. Recordemos que la antigua religión hebrea
le agrega a la filosofía griega el concepto del tiempo como dimensión
espiritual. Pensar en la piedra como elemento de recuerdo es vincularse
a lo simple y duradero de lo terrenal. El cristianismo, con su énfasis
en las flores, no hace más que reivindicar antiguas tradiciones paganas
en las que el olor era un principio de divinidad.
Pero dejémonos de teología por ahora y disfrutemos
la simpleza de estas tumbas. ¡Son tan poéticas que mejor los dejo descubrirlas
por ustedes mismos! Para los hombres poder estar por ahí tendrán que
llevar la cabeza cubierta con una kippa, preferiblemente, o con
el gorro o cubierta que aparezca.
Cementerio de Los Mina.
Es el cementerio más anónimo de la ciudad,
y sin embargo, el que ha servido de inspiración a la gran poesía funeraria,
la de Juan Sánchez Lamouth, por lo demás, uno de los vecinos de la zona.
No encontrarás grandes epitafios o tarjas.
Hay nombres y fechas que salen de un brochazo de pintura y que luego
pueden desaparecer si es que alguna pelota ha caído por ahí y los niños
no respetan ¡ni las tumbas!
Se puede visitar muy a la manera japonesa:
con una cámara y en cinco minutos.
De todos modos, nos lleva a nuevas poesías.
¡Y dale con la poesía funeraria!
Cementerio del Cristo Redentor.
No lo soporto, porque en su trayecto pienso
que en vez de dejar a un ser querido me iré al Cibao -manera doble de
morir, por igual, con perdón de los cibaeños...
Cementerio de Manresa.
Es el cementerio particular de mis amigos más
queridos, quizás porque después de él está Red Beach y antes estuvieron
los helados de Manresa. Cada vez que puedo caigo por ahí, porque la
imaginación popular excede a cualquier premio literario. Durante las
fiestas de semana santa es posible encontrarse con alguna sacerdotisa
de Santa Bárbara, que seguirá siendo santa y bárbara aún y cuando una
docena de cansados teólogos confirmen lo contrario e incluso la destronen.
Hay en él un colorido caribeño, intenso.
21 de marzo 1999