La República
Dominicana es un país providencial que debe su existencia, desde que
nace hasta el año 1930, a un principio superior que ha gobernado, como
una ley ineluctable, todos los sucesos, prósperos o adversos, que
constituyen en conjunto la vida del pueblo dominicano en cuatro siglos
de batallar incesante y ominoso.
La Providencia guía hacia nuestras playas, en los días de la gesta
colombina, las naves descubridoras, y en vez de Cuba, isla más vasta e
incomparablemente más llana que la nuestra, donde la tarea de civilizar
y de evangelizar debía ser sin la menor duda más rápida y más fácil, es
nuestro territorio el escogido como escenario principal para la empresa
de los descubrimientos y para la cita de los conquistadores. Cuando
Colón llega a Cuba se siente cautivado por el paisaje de esa isla
tropical, pero es sólo en Santo Domingo, en la antigua Española, donde
oye por primera vez cantar al ruiseñor en diciembre y donde se
reverdecen los campos en plena primavera, en los días en que en
Castilla el agua de las fuentes ahoga en un manto de hielo su charla
rumorosa.
Pero es un hecho providencial el que obliga al Almirante a
establecerse, de manera permanente, en territorio dominicano. La "Santa
María", una de las tres carabelas del milagro, encalla, debido al
parecer a un descuido del grumete, frente a las costas occidentales de
la isla, y el Descubridor se ve forzado a construir allí, con los
restos de la nave despedazada por las olas, la fortaleza de la Navidad,
asilo del primer núcleo de población europea que se radica en tierras
del Nuevo Mundo. Ese hecho varía los planes de Colón, y fija el destino
de "La Española" en los primeros tiempos de la iniciación de América,
en los albores mismos de la aventura portentosa.
De aquí en
adelante, la historia del país se reduce a una lucha entre los dos
factores siguientes: el factor humano, representado por los hombres y
por las naciones que al través de cuatrocientos años se inmiscuyen,
casi siempre de modo adverso, en los destinos nacionales, y el factor
sobrenatural, constituido a su vez por cierta intervención divina en
todos los acontecimientos decisivos de la historia dominicana. Una
simple enumeración de los hechos culminantes de nuestra vida política
basta para poner esa realidad en evidencia. Cuando los bucaneros que se
establecieron en la Tortuga se desplazaron hacia la parte occidental de
la isla, ninguna providencia efectiva se puso en práctica para conjurar
el peligro que desde el principio representó para la vida misma de la
población de origen europeo radicada en La Española el desarrollo de
aquel núcleo de traficantes y de aventureros en una extensa porción del
territorio dominicano. Sobreviene después la cesión a Francia de
aquella parte de nuestro patrimonio histórico, y juntamente con el
enorme crecimiento de la población de color en la zona de la isla
ocupada por los bucaneros y sus descendientes se lleva a cabo, en la
parte oriental, el acto catastrófico de las llamadas devastaciones del
Gobernador Osorio. En cumplimiento de esa medida feroz, verdadera obra
maestra de crueldad y de imprevisión política, fueron reducidas a
escombros todas las ciudades del litoral por donde se hacía el comercio
con el mundo extranjero. La iniquidad de Osorio no sólo constituyó un
acto de barbarie sino también un atentado contra el porvenir del pueblo
dominicano, esto es, contra nuestros destinos futuros.
Tras el crimen de las devastaciones y de la
cesión a Francia, se elevó un peligro aún mayor sobre el
destino del pueblo dominicano: la rebelión de los esclavos que
constituyen en 1804, en la parte occidental, una república
independiente, dominada durante su primer siglo de existencia por la
idea de que la isla debía ser indivisible y que debía pertenecer a la
porción más numerosa que era la constituida por la población de origen
africano. El primer acto de Toussaint Louverture, después de haber
pasado a cuchillo a toda la población de origen francés que había
vivido en Haití como clase explotadora y dominante,
y que había transformado aquel
suelo en la colonia más próspera del mundo, fue invadir el territorio
dominicano para exterminar también en este lado de la isla a todas las
familias de ascendencia europea. Cuando Juan Sánchez Ramírez, quien
había servido en Cotuí a las órdenes del "Primero de los Negros",
realizó la sublime empresa de la Reconquista, el gobierno de Fernando
VII no tomó ninguna providencia para consolidar ese hecho de armas y
para impedir nuevas caídas en el destino ya incierto del pueblo
dominicano. La independencia de 1821, realizada doce años después de la
Reconquista, fue un acto de desesperación impuesto por el abandono en
que se hallaba la colonia. Cuando Núñez de Cáceres tomó esa
determinación heroica, el país se hallaba al borde de una catástrofe
con su comercio arruinado, sus puertos vacíos, sus municipios exánimes,
su agricultura y su crianza, únicas fuentes de que disponía para su
abastecimiento, casi totalmente destruidas. El propio autor de la
Independencia Efímera refiere, como testimonio de la ruina del país en
aquel período, que un teniente de artillería se presentó ante el
Pagador Real y le requirió, poniéndole la punta de la espada en el
pecho, el pago inmediato de sus sueldos atrasados por carecer hasta de
lo más indispensable para su propio sustento y el de sus familiares.
Cuando Boyer frustró la independencia de 1821 e impuso al pueblo
dominicano un cautiverio de veintidós años, del exterior no llegó al
país ninguna ayuda, ni siquiera ningún gesto de simpatía, destinado a
impedir que la más antigua de las colonias de España en el Nuevo Mundo
fuera lanzada a las cavernas y sustraída por tan largo tiempo de la
civilización cristiana. El país, auxiliado únicamente por la
Providencia, logró no sólo reconquistar su libertad sino también
mantenerla al través de un sin número de vicisitudes que hubieran
doblegado a una nación de alma más débil o de carácter menos aguerrido.
Pero la independencia nacional, realizada frente a un pueblo de raza
homogénea constituido a la sazón por más de seiscientas mil almas, fue
uno de esos hechos insólitos que desconciertan la razón y desvirtúan
los cálculos humanos. Cuando la República se constituyó en 1844, sólo
contaba con algo más de sesenta mil habitantes porque la emigración,
desde hacía largos años, nos había privado de la mayoría de las
familias de ascendencia española.
¿Cómo podría explicarse, sin la intervención de algo superior a la voluntad humana, ese fenómeno político y social, único en el mundo? ¿Cómo no desapareció definitivamente el país en poder de Haití cuando el territorio nacional, después de la cesión a Francia, quedó prácticamente despoblado? ¿Cómo se explica que no lo haya absorvido Francia o que no lo haya incorporado Inglaterra a su imperio colonial cuando el gobierno español, atento sólo en esa época a las combinaciones de la política europea, lo entregó repetidas veces, como carne de botín, a esas naciones colonizadoras? ¿Cómo es posible que el frenesí revolucionario que desquició su economía, que detuvo durante casi un siglo su progreso, que arruinó su vida, que secó sus fuentes de riqueza, que mató su crédito exterior, que malogró sus instituciones, que alentó en los políticos de la época la ideología anexionista; cómo es posible que todo ese vendaval de locura no lo haya entregado para siempre a los Estados Unidos que durante largo tiempo atribuyó a la Bahía de Samaná un gran valor estratégico? La supervivencia de la República Dominicana, que se mantiene en pie a pesar de todos los obstáculos con que el destino embaraza su marcha, que a partir del descubrimiento hasta nuestros días sufre toda clase de adversidades, desde las epidemias hasta los terremotos, desde el cólera hasta los malos gobiernos, desde el anexionismo criollo hasta la piratería extranjera, y desde la conjura internacional hasta los fratricidios civiles y las revoluciones; la supervivencia de la República Dominicana, señores, sólo puede reputarse como uno de esos milagros con que Dios favorece a veces a sus pueblos elegidos.
La historia
dominicana es desde los mismos días en que el país fue descubierto, una
tragedia inenarrable. La sangre de Anacaona, vertida con fría crueldad
sobre la tierra irredenta, y la inicua acción de Bobadilla que encierra
a Colón en la Fortaleza Ozama y lo cubre de cadenas infamantes, sin el
menor respeto a su gloria ni a su ancianidad esclarecida, pesan sobre
la suerte de la colonia como una especie de castigo semejante al del
Pueblo Judío que durante siglos ha estado pagando el crimen de Caifas y
la hipocresía de Pilatos. Sólo que el Pueblo Judío ha expiado su
tremenda acción deicida errando al través del mundo como un perpetuo
desterrado, sin hallar reposo ni para su alma atormentada ni para sus
huesos, condenados a dormir siempre en suelo extraño, mientras que el
pueblo dominicano ha purgado el crimen de Ovando y la iniquidad de
Bobadilla agonizando sin cesar sobre su propia tierra y arrastrando en
ella las cadenas de su destino doloroso.
Pero el pueblo judío, escogido para que naciera en su seno el Redentor
del Mundo y para que en su tierra se labrara el sepulcro del Mesías
esperado por los hombres desde el principio de los tiempos, es un
pueblo elegido, destinado a sobrevivir a todas sus catástrofes y a
mantener viva en el mundo la imagen de la justicia divina. Nuestro
pueblo, señalado también para recoger en su seno las cenizas del Genio
Navegante y para servir de cuna en América a la civilización cristiana,
nació con un destino superior entre todos los pueblos americanos. Nada
puede, pues, abatir definitivamente al pueblo dominicano, ni borrar su
nombre de planeta, ni extinguir la llama que alimenta su vida
extraordinaria. Vedlo ahí, en la más terrible orfandad durante la
colonia, olvidado al parecer de Dios y de los hombres, vedlo en la hora
trágica de las devastaciones, próximo a expirar en los peores extremos
de la miseria y de la servidumbre; vedlo, por último, en el cautiverio
de la invasión haitiana, cuando parecía que para él había sonado el
momento del desastre definitivo. Basta observarlo en todos esos
momentos supremos, para darse cuenta de que nuestro pueblo es un pueblo
inmortal, señalado por Dios para un destino único en la historia de la
civilización humana. Cuando ha estado a punto de perecer, víctima de
las fuerzas de la naturaleza o de la codicia de otros países
extranjeros, alguna mano invisible, tocada de poderes sobrenaturales,
lo ha rescatado del abismo y ha vuelto a encender en su frente esta
llama imperecedera: la esperanza. Así ha sobrevivido durante cuatro
siglos, sin ninguna ayuda extraña y combatiendo a menudo contra el
mundo entero, siempre perseguido y siempre sólo, llevando
constantemente sobre su corazón la angustia de la muerte y el duelo de
la derrota.
Parecía que con
la Independencia debía cesar para el pueblo dominicano ese abandono
cuatro veces centenario. Sin embargo, ese calvario sin término, ese
martirio secular, se prolongó con las mismas alternativas durante el
período en que el pueblo confió a hombres nacidos de su propia carne el
encauzamiento de sus instituciones. Desde el 27 de febrero de 1844, día
del nacimiento de la Patria, hasta la muerte de la República que vuelve
en 1861 a arrastrar la argolla de la servidumbre, la historia nacional
reduce al antagonismo de Pedro Santana y Buenaventura Báez, dos
caudillos igualmente ambiciosos, que procedieron con la Patria como los
hijos de la víbora que devoran al nacer a su propia madre. Santana
destruye la independencia con la Anexión, y toda la política
internacional de Báez tiende a incorporar a la República a los Estados
Unidos o a mediatizarla con un protectorado.
Después de esos dos jerarcas políticos, cuya sombra pesa sobre los
primeros tiempos de la República como el estrago de las espadas sobre
las ciudades malditas, la historia sigue su curso borrascoso y el país
continúa asistiendo, entre incendiados anillos de sangre, a una pugna
sin fin entre los demagogos vulgares que ansian a toda costa el poder y
los teorizantes de espadín y capa que bajan a la plaza publica
envueltos en la gloria desgarrada de los héroes. Con Ulises Heureaux,
un jenízaro de alma primitiva, la República agoniza durante veinte años
entre un paréntesis ciego de dolor y de angustia; con los que abaten
esa tiranía, y recogen sobre el escudo del tártaro la bandera hecha
harapos de las instituciones, resucita la ambición de poder que vuelve
a soltar, desde un confía al otro de la patria, sus jinetes desbocados.
Sobre la escarpada plenitud de ese drama político, había caído Demetrio
Rodríguez con sus bisoños soldados y su leyenda empenachada; había
encendido el 23 de marzo su cólera borrascosa, y Ramón Cáceres había
doblado, entre un charco de sangre, su torno hercúleo de guerrero.
¿Qué nos quedó de todo aquel heroísmo inútilmente derrochado? Nada,
excepto el dolor de la juventud que era entonces una rebeldía
sacrificada; nada, excepto el escarnio de la patria, que era entonces
un ímpetu roto; nada, excepto la gloria pasada de la República que era
entonces un nostálgico recuerdo histórico.
De lo que éramos interiormente, ante nuestro propio concepto, la
historia conserva el testimonio de Morales Languasco que abandona el
poder y escapa en pleno día, con el pecho cruzado aún por la banda de
los presidentes, rindiéndose al adversario sin acertar a decir como
Dantón, incitado también a fugarse cuando iban en su busca las carretas
del Terror: "No me es posible huir, porque no puedo llevarme la Patria
en las suelas de los zapatos".
Como prueba de lo que exteriormente presentábamos, de lo que era la
República para el mundo internacional, la historia ha recogido a su vez
con estupor la frase del Rey de Bélgica que se negó a visitar el
pabellón dominicano en la exposición de París de 1889, diciendo que no
podía entrar a la casa de un país que no sabía hacer honor a sus deudas
y donde el gobierno acostumbraba a estafar a los tenedores de bonos de
empréstitos que habían sido otorgado de buena fe con la garantía de
instituciones oficiales extranjeras.
En medio de ese amontonamiento de sombras (no parece posible, pero es cierto), la única cosa limpia que se destaca es tu figura sin mancilla oh Padre de la Patria! Tú, Duarte, la imagen del pueblo que libertaste con tu holocausto callado, con tu dolor sin nombre, fuiste tal vez la víctima escogida por la Providencia para castigar las culpas de muchas generaciones. Cúpote, como ha dicho uno de tus panegiristas, el más hermoso de los sacrificios: el de aplacar, en tu persona, venganza y castigos de que hubiese sido víctima tu propio pueblo, amado hasta la cólera, si no hubiera existido en ti el justo que cada generación necesita para saldar las cuentas pendientes con Dios y con la historia. "Según los misteriosos planes de la economía divina, era menester que tú, a causa precisamente de tu inocencia y de tus méritos, apuraras en el destierro todas las amarguras", para que aquí abajo la historia quedara satisfecha y para que la culpa de tantas generaciones que han mentido y de tantos hombres que han contemporizado con el error y con el crimen, fuera en parte reparada.
En 1930 cambió inesperadamente de rumbo la vida dominicana. Sobre la estática tibieza de cuatro siglos caen, de un tajo, veinticuatro años de historia nacional, veinticuatro años de acción tenaz y fulgurante. Si en las cuatro centurias anteriores el país vivió porque la mano de la Providencia lo sostuvo en medio de sus catástrofes y porque una mano invisible parece velar misteriosamente sobre su suerte azarosa, después de 1930 es cuando por primera vez interviene una voluntad aguerrida y enérgica que secunda, en la marcha de la. República hacia la plenitud de sus destinos, la acción tutelar ybienhechora de aquellas fuerzas sobrenaturales. Por primera vez, en otros términos, el país cuenta en 1930 con un conductor que se decide a cumplir la misión que había estado reservada desde los días del descubrimiento al poder superior que guió hasta nuestras playas las naves colombinas y que después mantuvo encendida su luz inextinguible y misteriosa en medio de las lobregueces que se amontonan sobre los destinos nacionales. La misma Providencia quiso dejar marcado, con su sello incontrastable, el paso de una era a otra: la catástrofe que en 1930 se desencadenó sobre la capital de la República cierra el ciclo del predominio en la historia del país de las fuerzas de la naturaleza para abrir en cambio el del predominio de la acción del hombre que se supera en la energía constructiva y en la voluntad creadora. Hasta el momento en que este milagro se realiza, los dominicanos habían aceptado sin protesta los fallos inapelables de su destino adverso, y se habían plegado, con una especie de resignación fatalista, a la ceguedad bestial y al caótico determinismo con que desde un principio actúan las fuerzas naturales sobre su vida azarosa. Pero de ahora en adelante, el pueblo dominicano, en lucha contra la adversidad, despliega un esfuerzo gigantesco que parece destinado a afirmar, sobre el vencimiento de la muerte y sobre el estupor del abismo, la potencia creadora de la voluntad humana.
Cuando la cesión a Francia en 1795, la actitud general fue cambiada de muda desesperación ante el hecho cumplido y ese estado de ánimo se tradujo en la emigración hacia Cuba de la mayoría de las familias de ascendencia española. Cuando el costoso error de las devastaciones, por boca de los poetas nacionales hablaron en tono de patética resignación las musas de la elegía; y cuando el fracaso de la Reconquista, los templos se llenaron literalmente de suplicantes que en todas partes se reunían a gemir sobre las ruinas y a impetrar para la patria la mediación de los cielos. Sólo una vez resonó en la colonia arruinada, convertida de un extremo a otro en un campo de soledad, como en la poesía clásica, un trueno entre lastimero y colérico que recuerda el rugido de Prometeo encadenado: en la requisitoria que a fines del siglo XVIII elevó a la Corte Franco de Torquemada, Alférez Mayor de la ciudad de Santo Domingo, se estampa este aye patético, mil veces más lúgubre que las imprecaciones de los profetas ante las ruinas de Jerusalén: "Espera el Suplicante que Vuestra Majestad se sirva dar la providencia que convenga para el reparo de la Isla; así lo espera la Española, postrada a los reales pies de Vuestra Majestad, de su Real clemencia, y así lo piden mudamente la Verdad, la Religión, la Razón y la Justicia".
Voluntad de victoria
Después de 1930, año medular de la historia dominicana, esa filosofía fatalista, esa actitud de indiferencia y de inacción ante las fuerzas conjuradas del destino o ante las adversidades de la naturaleza, se sustituye por una consigna de lucha y por una resonante voluntad de victoria. El país que había hasta entonces carecido de un jefe, de un conductor capaz de abrirse a sí mismo todos los caminos con el paso infalible de los hombres de mando, se encontró de improviso frente a un capitán que venía a enseñarle, junto con una nueva filosofía, un nuevo estilo de política y un nuevo concepto de la vida. Sobre el campo abierto de la patria, sonó su voz, vibrante y seca, como un metal ilustre. Su presencia, en el escenario nacional, puso en pie a las democracias, y su recia figura de conductor, en la que los impulsos apenas se manifiestan, subyugados por la voluntad dominante, como las vetas dentro de una roca, se alzó, profética, para oponer su lógica jmordiente, su voz de triunfo, su consigna viril, al lamento inútil de los que profetizaban sobre el pasado. La República, que se había enmohecido en la apatía y que durante largos lustros había velado inútilmente sus muertos, corrió a agruparse en torno a ese nuevo conductor de multitudes que avanzaba como las máquinas: desalojando obstáculos para adueñarse del espacio.
Dios y Trujillo
El más ligero
análisis de la historia nacional revela, por consiguiente, que sólo a
partir de 1930, esto es, después de cuatrocientos treinta y ocho años
del Descubrimiento, es cuando el pueblo dominicano deja de ser asistido
exclusivamente por Dios para serlo igualmente por una mano que parece
tocada desde el principio de una especie de predestinación divina: la
mano providencial de Trujillo. Desde esa época hasta nuestros días, es
decir, en un ciclo de 24 años en que el estupor de la fábula aparece
superado por los deslumbramientos de la realidad objetiva, el hombre
lucha con la adversidad y realiza milagros tan portentosos como los que
durante los cuatro siglos anteriores se cumplieron por el solo efecto
de la intervención en la vida del país de poderes sobrenaturales.
Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, la explicación, primero: de
la supervivencia del país, y luego, de la actual prosperidad de la vida
dominicana.
Publicado en
“Clío”, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, Año XXII, núm.
101, octubre-diciembre 1954. Lleva la siguiente observación: “Discurso
de ingreso como miembro de número de la Academia Dominicana de la
Historia, leído por el doctor Joaquín Balaguer en la sesión solemne
celebrada el día 14 de noviembre de 1954)
Abelardo Nanita, editor: La Era de Trujillo, tomo
I. Año del Benefactor de la Patira, Impresora Dominicana, Ciudad
Trujillo, 1955, pp. 50-61.