La
doxa te lanza por altares a primera vista inamovibles. Habrá nombres
como vigas y otros como simples referentes. Un día, limpiándole el
polvo a viejos periódicos o revistas o libros, te sientes
bienaventurado al encontrar esos textos sospechados. Tu biblioteca se
va ampliando. Creces. Crecen. Algunas épocas se iluminan. Un día te das
cuenta que el programa que has estudiado en la Secundaria y aún en la
universidad va tomando nuevos matices con la desenvoltura de esos
viejos papeles. Ya hay más verdades. Un día asumes que el corpus de lo
encontrado ha crecido lo suficiente como para ponerle un nombre:
Archivos recuperados.
Salomé Ureña no sólo es de “Henríquez” ni únicamente una poeta, sino
también una pedagoga, fulgiendo el sol que habrá deja la estela de
Eugenio María de Hostos; Amelia Francasci deja de ser la apacible
anciana que vivía por el Callejón de los Curas, frente a la catedral, y
será la primera novelista nacional y una ensayista que nos conectó con
temas esenciales de la modernidad; Manuel Florentino Cestero deja de
ser el “Cestero” menos llamativo y adquiere nuevas dimensiones dentro
de nuestras visiones post-insulares, esa donde nos colocamos en un
espacio crítico, post-nacional; Ramón Marrero Aristy no sólo fue el
autor de la novela Over o de los cuentos de Balsié, sino un cronista
crítico con el mismo orden trujilloneano del que no se pudo zafar y en
el que acabó siendo sacrificado; Freddy Prestol Castillo ya no sólo
será el autor de dos novelas únicas y con éxitos circunstanciales, El
Masacre se pasa a pie y Pablo Mamá, para ser también un cuentista que
desde bien temprano se pule en el oficio de sacar los demonios de los
campos de su San Pedro de Macorís nativo, como si fueran los paradigmas
de la historia nacional. Ya hay nuevos textos de Franklin Mieses Burgos
o se te presenta el Rubén Suro narrador.
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