Angélica Noboa*
Querido Miguel:
Atendiendo
a tu generosa invitación, te escribiré
durante la traslación 2019 anno Domini,
estacionalmente. Recibirás cuentos míos, episodios en movimiento, con
la marca
de las estaciones de este año solar. Quizás no sea tan difícil
compartirlos y
no tengo nada que perder, al sacarlos de las gavetas de mi mente. Al fin y al cabo, todos los dominicanos somos
narradores. Siento que es aquello que mejor tenemos para darnos unos a
otros.
Somos porque contamos. Comprobamos el ser, a través del decir.
Si otro dominicano tan solo nos oye -aunque
normalmente, es regalada una participación poco silenciosa y pasiva-
su
solo gesto de escuchar, al menos en la primera instancia de la
conversación, completa
y configura nuestra identidad común. El fenómeno se repite y multiplica
en todo
el conglomerado. La tradición oral es medio consentido para construir
pensamiento.
Creo notar en nosotros los dominicanos, un hábito fascinante. Atendemos
al mandato
filosofal, de conocernos a nosotros mismos, salvo que no lo hacemos a
solas. Preferimos
contarnos a nosotros mismos y en la explicación de quien somos a otros,
tratamos
de entendernos en el proceso. Necesitamos escucharnos diciéndole al
aire quién
soy yo, para comprobarlo.
No hay engaño o falsa interpretación posible. Con
lo dicho sobre sí, viaja de contrabando toda verdad. La identidad real
se
encuentra en el contenido del tema relatado; en el ademán encerrado en
la
escogencia de palabras para contarlo; en la ausencia manifiesta de
algún tema
oculto siempre decodificable. Estamos ahí siempre, dentro del cuento,
somos el
cuento relatado, aunque no verse sobre nosotros. La narración como
reafirmación
del ser, es valiosa por sí misma. La honestidad o no de su contenido
poco importa
a efectos de entender lo clave. Los oídos ajenos, de gente viva y
próxima, son el
canal de transmisión de nuestra preferencia para la auto-definición.
Esa
interacción vital es preferiblemente oral, porque entre otras cosas,
tenemos
mucha prisa. Fieles somos a esa identidad conectiva, imantada por la
narrativa
sonora. Está dicha y viaja vibrante en el aire. Necesita ser audible a
ese
medio elástico, expuesta a viva voz para completarse.
Por eso, aunque estas palabras las sostengo de un
soporte digital para hacértelas llegar desde México donde me encuentro,
debo
escribirlas tal cual antes han sonado en mi cabeza, desde que me
llamaste hace
unas semanas y me ofreciste un papel color cielo naranja para
plasmarlas. Te
pido leerlas como si te las habría pronunciado en voz alta. Como yo,
eres
dominicano errante. Entiendes mi predicamento, al no poderlas
contártelas in voce, buscando en tu cara la reacción
inicial y más pura de todas. Espero te suenen tan rítmicas y poco
meditadas,
como las palabras dichas en cualquier conversación de esquina que
estructuran
uno de esos muchos cuentos que nos hacemos. Solo así conservarían esa
autenticidad,
de acto introductorio a las narraciones en movimiento con la Tierra, de
esta
entrega episódica, donde espero mi presente voz se sumerja y pierda en
lo narrado.
Antes me doy el lujo de que este prefacio, funcione como exposición
motivos del
afortunado encuentro entre tú y yo, mediante las palabras.
Relatos auténticos, formidables embustes, memorables
epifanías, desgarradoras historias de vida, hermenéutica de parábolas y
versículos
pertenecientes a libros sagrados, escritos ampliatorios de conclusiones
judiciales,
testimonial personal de la curación con consejos de auto-medicación
incluidos, entre
otros. Para el dominicano y acaso quizás todo el caribeño, los cuentos
son
nuestra fuente de verdad, independientemente del valor o exactitud de
los
mensajes.
El cuento es, tan pronto es contado. Nace, existe
y fluye, al margen de la consideración moralista o la instrucción a
juicio, al
que indefectiblemente quedará sometido por su audiencia directa o
circunstancial. Estos míos en rotación y traslación, se emancipan de mi
cabeza para
tener una estancia propia. Que el soporte sea del tono de la luz del
cielo
caribeño, es metáfora plena. Se me antoja atender el gesto de tu
invitación,
como sello caliente lacrando la cera de una misiva profunda, que me
lleva hasta
más que al editor, al amigo, al hermano. Sabes Miguel que allí donde
geográficamente nacimos, vivimos, mutamos, estaremos siempre. Solo nos
vamos
por causa muerte o por traslado. En este último caso, sin dejar nunca
mentalmente
en ese contexto. Sea en Berlín, Ciudad México, en Santiago de Chile o
donde
estemos, el tren de nuestro pensamiento siempre regresa a la coordenada
Latitud
18.7357° Norte y la longitud 70.1627° Oeste,
precisamente porque la
forma de pensarnos y narrarnos, nunca se muda de allí.
Los dominicanos somos puro y vibrante cuento. Nos
afirmamos en lo relatado. Nuestro más íntimo pensamiento transita
generosamente
adjunto a lo muchas veces, superficialmente contado. Nos damos, somos
pocos
reservados. ¿Para qué y cuándo guardarnos? La existencia al seno de un
cosmos
de eterno verano, no concibe esos ahorros preventivos. Hay que soltarlo
todo lo
más pronto posible. Porque te reitero, tenemos prisa. La narrativa
apresurada
de nuestro pueblo, la entiendo tan válida amigo. Es razonada praxis de
supervivencia existencial, dentro de nuestra realidad insular. Y sabes,
que
aunque dejemos el país, mantenemos ese impulso insular supérstite, no
importa
que nos vayamos a vivir al medio de un estado de cuadriculado en los
Estados
Unidos o a algún lugar inexplorado, enclavado en Asia Central.
Multiplicamos nuestra existencia con el fervor a
lo noticioso y distinto. La novedad nos hace olvidar la posición
adelantada en
la geografía de la Tierra, en la que albergamos vida de manera tan
predecible climáticamente.
Sí, increíble nuestro hábitat. En el ombligo de la generosa panza del
planeta. Al centro, un poco arriba de la
cintura, ahí
estamos en el archipiélago de islas, como víveres de un gran caldo de
sancocho,
en torno a un indomable Mare Nostrum,
que nos expone frente al Sol. Fuego por arriba y fuego por abajo,
nuestra vida
se cuece, sin que a pesar de los medios de comunicación, los libros o
los
viajes, nos podamos escapar de percibir como mera ilusión, aquello que
ocurre
en otro puntos un poco más atrás, donde vive gente menos expuesta a la
fogata estelar,
que nos mantiene en punto de cocción.
Olvídate de sueños fenicios. No hay quien le entre
a disputarle al agua que nos bordea, sin riesgo de perder la vida,
nuestro
cerco. Salvo que hayas sido un taíno
huyendo no sabemos de qué en el Orinoco o un desesperado contemporáneo,
no te
haces a la mar. Te quedas y esperas el nexo aéreo o en el caso de los
primeros,
el nexo cósmico para escapar. Pero aquel imposibilitado de bajar del
una avión,
en el lugar de destino, con la documentación correspondiente, se
arriesga a
quedar en un lecho marítimo lleno de canoas, galeones y yolas en curso
de
desintegración y oxidación, víctimas de no uno, sino dos enfants
terribles occidentales de Poseidón: el Mar Caribe, vástago
ilegítimo
del Dios greco-romano; y el que al bañarnos, nos vincula con la estirpe
documentada de esa deidad de la antigüedad europea, el Océano
Atlántico.
Otras vidas, las que ocurren en puntos menos adelantados,
transitables a pie y más resguardados del fervor del nuestra estrella
direccional, tienen natural vocación para tomar asiento, al pie de la
piedra
filosofal. Más arriba y atrás, más abajo o al centro del planeta, hay
lugares
donde el roce directo con el frío infinito del Universo, provoca una
comunicación más meditada, serena e íntima. Esa otra gente sentir en la
circulación capilar bajo su piel, la aterradora hipótesis de nuestra
ermitaña
existencia, al cerco de un patio solar lleno de rocas vecinas vacías,
desde
donde soñamos mirar alejadísimas estrellas muertas.
La nuestra por el contrario, es una existencia
urgida, caliente y bajo ningún concepto anónima, secreta o diferida.
Tú, yo y
todo dominicano, no podemos darnos ese lujo de aquellos, porque en
nuestra psiquis,
aunque nos vayamos a vivir a Escandinavia, donde el Sol más bien parece
un aplique tenue mal colgado sobre una pared,
sabemos que este nos persigue para matarnos y antes de eso, tenemos al
menos
derecho a decir algo. Esa bola incendiada que los turistas bajan o
suben a
nuestra coordenada a venerar, cuál ángel dador de energía; para
nosotros, muy
adentro en alguna esquina segura de nuestro inconsciente, es un ángel
vengador.
Aquellos otros moradores de la Tierra además, no
están despegados y sueltos, como quedamos nosotros. El Caribe, a
diferencia de
su hermano el Mediterráneo, no nos contiene en un amable abrazo. Se
expresa con
esa rabia histérica que muestra la superficie física y líquida, de lo
que
tiempo después de la Pangea, fue llamado América. No sé, parece que
este
continente se despegó de un último fuetazo. Por tal motivo, no le
podemos pedir
a nuestros ancestros aborígenes isleños, similar dominio de la
tecnología que cartagineses
y helénicos. Ellos fueron los primeros impactados por el delirio de
persecución
paranoico, de vivir prensados contra el Sol y sin posibilidad de escape
fácil
por la vía marítima, que hoy nuestro inconsciente alberga.
Los americanos de tierra firme, mal que bien,
entre los accidentes y cañones andinos, meso y norteamericanos, andan
su
geografía. Están más apoyados por el encuentro continental o si
prefieres, el
desencuentro o choque entre el desarrollo y lo ancestral. Pero al menos
eso les
ocurre. A nosotros ni eso. Por eso, vivir del cuento, cotidiano, oral y
apremiado, nos es vital, connatural y por demás, hereditario. El
ancestro
africano nos lo enseñó, sin usar libros escritos en textos de papel. Su
método
fue el libro de su vida milenaria de cara al ángel vengador. Está
escrito en
los folios o tejidos de nuestra piel dura y oscura. Desde cosas añejas,
hasta
la consignación de apuntes en la parte trasera de un cuaderno de
Física, para
relatar a los compañeros de secundaria, como se avanza en la saga
imaginaria a
través de el escape de los mundos de los videojuegos, generaciones de
dominicanos mantenemos en cauteloso celo cada uno, una bitácora vital.
Esa narrativa no suele contar con asientos
perecederos. Suele ser fugaz expresión de ilusiones descriptivas, de un
conjunto de acciones pasadas, presentes o futuras. Planteamos nuestra
declaración de vida en movimiento, pues así andamos, en apremiante
rotación y
traslación. Te diría que ese cuento dominicano, en constante actividad
cinética,
tiene un genuino valor. Somos frente al casi absurdo aire caliente que
respiramos
cada uno, la exhalación de un largo relato, terminable solo con la
muerte. Cada
día es un capítulo. Un conjunto de ellos, es nuestro historia nacional,
dícese
de nuestras pequeñas y grandes sociedades. Largos capítulos de ese
libro de
historia dominicana son apócrifos, extra-canónicos. Pertenece a una
colección
no escrita de obras historia, junta a ella, la haitiana, la cubana, la
jamaiquina, la boricua y otras más. No se consiguen estos libros
escritos en
ningún soporte. Han podido mutar desde los labios de unos, a las orejas
de
otros. Cuando los escribimos, reciben momentáneamente un reposo. La
propia
historia sabe y siente, que muy pronto volverá a ser agitada, y se
levantará de
nuevo al son del movimiento.
La compartimos para testimoniarnos unos a otros
fronteras alcanzadas, soñadas o pérdidas. El ejercicio de contarlas,
nos hace
sentirnos bailando al ritmo con los movimientos de la Tierra y para
algo más,
que contemplar pasivos al Astro Rey, cruzarnos todos los días por el
cenit en
vertical afrenta, para hervirnos ideas y derretir sueños, con la misma
implacable brillantez de siempre, independientemente de que haya sido o
no, un
día particularmente luminoso en nuestras vidas. La relatoría nos
permite
matizar nuestras emociones, en tonos más o menos apagados o encendidos.
No
sabemos de estaciones que le den a la existencia un sentido episódico.
Hasta la
propia temporada de huracanes, ya se confunde con la mitad del
calendario, por
efecto del calentamiento global. Por eso, necesitamos diversificarnos
con la
narración, mediante nuevos y variados capítulos entretenidos, porque
nos aterra
la monotonía. Aceptarla sería sucumbir a la más implacable de las
dominaciones.
La dominación solar.
Es cierto que la estrella nos arrastra por igual a
nueve planetas y entre ellos a todos los habitantes en la Tierra, a ese
punto
en el firmamento según explican, situado en la Constelación Hércules.
Juntos todos
a la vez, como presas atrapadas en la red de un pescador que empuja de
un
elemento hasta otro su captura. Sabrá Dios que hay por allá, en ese
lado de la
galaxia donde nos llevan. Esperemos que algo inenarrablemente hermoso,
ameritando ir a 19 kilómetros por hora sin desvío o sin pausa a
buscarlo. Quizás
como los peces dentro de una red, simplemente nos empujan hasta donde
no
podremos respirar. De todos lo que andamos en esa diligencia cósmica,
los que
estamos en la posición adelantada, a la que la vida tropical nos
somete,
necesitamos al menos, recorrer el largo trayecto, agotando una afanosa
labor
secretarial. No se nos puede pedir más que apuntes, porque ese road
trip galáctico, lo andamos sudados, extenuados.
Nuestro cuento deviene de todo un sistema de
comunicación y supervivencia que ya lleva no sabría cuantos siglos de
práctica.
Como mínimo, cinco siglos, A partir de que la triple ascendencia, la
europea
(media), la africana (alta), y la aborigen (baja), se mezclara en un
único ADN,
en las islas caribeñas. Los residentes en otros territorios del globo,
ahora
también oyen nuestro cuento. En los ecos de los medios de comunicación,
le
orquestamos nuestra narrativa testimonial. El lenguaje dominicano es
música
antes de canción, basta oírnos. Nuestras expresiones tan particulares
dejan de
serlo, porque parten de una coordenada en situación de prelación con el
Sol. La presencia masiva de visitantes
urgidos de
calor durante nuestras 365 rotaciones, ha sido una epifanía para el
país de maravillosos
cuentistas natos. No teníamos idea de que éramos estelares. Ni cuenta
nos
dábamos de nuestro protagónica posición geoespacial. Este fenómeno más
o menos
reciente de nuestra historia, nos desenfada todavía más, el hábito de
ser a
través del decir, esto es, del cuento.
Nos han dicho en la escuela que estamos parados sobre
una de las más elegantes pasajeras de la diligencia cósmica por la Vía
Láctea. En
su promenade elíptica, la Tierra viste
colores variados, se maquilla y arrastra la cabellera de sus nubes y
atmósfera
con distintos peinados en su paso. Todo esto nos dicen que ocurre, pero
el estío
nos la muestra ataviada de provocativo traje de verano todo el año.
Esta
sensualidad perenne, agrega atrevimiento a lo que contamos. Lo que no
está en
nuestro día a día, lo inventamos. El frío que no sentimos, es apenas
metáfora.
El aire seco que este provoca, una extraña sensación imposible de
imaginar,
porque para nosotros todo elemento corpóreo, es suavemente deslizable.
No ser alcanzados por el invierno, aún cuando ocasionalmente
lo hallamos vivido, nos da un talento especial. Como aquel del
sordomudo que
canta y baila al ritmo de pulsaciones y se imagina el resto, porque lo
siente y
completa con la fuerza también melódica de su interior; tal cual hijo
de Universo
sonoro y rítmico que él -a pesar de su
discapacidad- posee. Nosotros, hijos de esta madre que nos parió
por la
parte más ardiente de su cuerpo y allí nos carga, cría y mantiene,
tenemos la
oportunidad de contar capítulos de la historia de ella y nuestra, desde
un
ángulo peculiarmente cálido.
Nuestra historia es breve, menuda, agitada, como
nuestros micro-climas. Es frecuentemente asistida por el humor, como
manejo
terapéutico del dolor de saberse aislado y expuesto al peligroso Sol y
una versión
salvaje del Mediterráneo. En ese contexto, el cuento debe ser
inmediatista. El
tiempo nos viene persiguiendo. Desde
muy temprano en el día, la velocidad insuperable del Sol, marca a
segundo
visible y palpable, nuestro buen o mal aprovechamiento de la jornada
diaria,
con notas siempre agudas. Cada rayo sobre la frente sudada, es un
recuerdo
directo de nuestra mortalidad. Cada ocaso ahogado frente a la barrera
dominante
del Mar Caribe o el todavía más inmenso Océano Atlántico, cuando
todavía
andamos dando vueltas y haciendo diligencias insignificantes y para
nada cósmicas,
es el recuerdo del claustro en que nos encontramos. Esa inmensa
soledad, como
ya sabes Miguel, no nos deja nunca, no importa que de allá, de la isla,
nos
mudemos.
La estrella, más nuestra y de todos en la misma latitud,
nos tiene entre las redes que atan sus rayos, cayendo sobre nuestro
suelo para
poseerlo. Nos mueve agitadamente como David a la honda. Llegará un día
no muy
lejano, en que esa luz alumbrará un féretro. Día solar en que nuestra
alma
saldrá volando hasta los confines del Universo, con la fuerza con que
David
disparó el artefacto a Goliat. Nos perderemos en el absoluto de donde
una vez
provenimos, desarmados en las piezas de un rompecabezas de innumerables
partículas.
No sé lo que se supone que debamos golpear o alcanzar. No se si mi
cuento
empezó en las estrellas. Yo solo, como dice Cuquín Victoria, vivo del
cuento.
El calor que me da hoy vida, razón, pasión y
vinculación, me habrá abandonado. Estaré fría e inerte. La soga que ata
la honda
me habrá soltado. Es nuestro divino delirio, hacer cosas a prisa, antes
de que
esa frigidez cadavérica impida terminar las siempre afanosas
diligencias, de
nuestras pequeñas vidas. Así las cosas, me encuentro aquí, apurada,
presentándote
mediante la presente, promesas y cuentos, antes de salir a mis
diligencias
insignificantes y diarias; antes de que los rayos del Sol, se me
despeguen de
las mejillas, anunciando que ya no estoy más aquí, ponderada entre dos
grandes
y mutuamente atraídas fuerzas astrofísicas.
Con afecto fraterno,
Angélica
27 de enero de 2019, Zenit 50 Azimut 150, 10:00 A.M.(Centro
de México), 12:00 M. (Atlántico – República Dominicana)
Quiero hacerla un cuadrado, deformarla en un triángulo, pero la vida siempre vuelve a su forma circular. (C.T., 1999)
*Ensayista y abogada dominicana, radicada en México.