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¿Cuál será el futuro inmediato de la arquitectura dominicana?

Gustavo L. Moré


Llegar a la ciudad de Santo Domingo desde el Aeropuerto Internacional de las Américas produce un desconsuelo sin par: todo a medio talle, sin terminar o mal comenzado, realizado con una escasa orientación en el desarrollo de proyectos, sin que hayan sido ventilados públicamente, ni concertados, ni estudiados, ni evaluados correctamente. Gran parte de la ciudad luce caótica, con jardines y espacios públicos descuidados, vías peatonales inexistentes y con un tráfico denso, sólo aliviado por la función que, más mal que bien, desempeñan los viaductos y expresos vehiculares a lo largo de las avenidas principales.

Después de cinco siglos Santo Domingo es todavía una ciudad en transición. El más viejo asentamiento del continente después de la llegada europea a América es también el más joven en pertenecer a la lista de metrópolis americanas en alcanzar similar población o superficie. El último lustro ha visto con asombro la densificación paulatina del espacio urbano, sobre todo en sus áreas centrales. Este crecimiento, si bien pronosticado, ha sido producto de una enorme presión económica sobre el suelo. Como indicador baste señalar que el precio del metro cuadrado se ha triplicado en los últimos 10 años.

Es notable la gran pujanza de iniciativas inmobiliarias que hasta ahora, y en defecto de una estrategia pública de acción, lucían la única alternativa para el consolidamiento de territorios estratégicos por su centralidad, y por sus posibilidades de acudir a una dotación de infraestructura ya inevitable. Producto de una idea de ciudad -propuesta desde el municipio-, de barrios funcional y formalmente caracterizados en polígonos, y de una estabilidad y un crecimiento macroeconómicos, docenas de torres de apartamentos y de oficinas, al igual que plazas comerciales de la más diversa configuración se han levantado en el Polígono Central, en el Evaristo Morales, en El Vergel, en barrios de apenas 40 años de edad, y se han extendido hasta barrios tradicionales como Gazcue, Ciudad Universitaria, La Esperilla y otras zonas hoy hasta cierto punto satélites al universo urbano de mayor actividad comercial.

Esta vertiginosa tendencia acusa una innegable baja al momento de escribir estas líneas, consecuencia directa del cambio de administración efectuado en agosto del 2000, y de una notable desaceleración de la economía internacional. Según Edwin Ruiz, del Listín Diario (29/7/01), “La pobreza crece en las ciudades del país, a pesar del crecimiento económico, debido a la inmigración interna y a la escasa eficacia del gasto social”. Fenómeno archiconocido en todo el continente, que hoy sufre las penurias de décadas de ignorancia, mala administración y despojo impune del patrimonio público.

En otro artículo del Listín Diario, el ex-presidente Leonel Fernández pregunta:

“¿Qué es lo que pasa? ¿A qué se debe que durante el primer trimestre de este año la economía nacional decreciera en -1.5%? ¿Por qué el comercio ha reducido sus ventas en más del 40 por ciento? ¿Qué es lo que explica que el sector de la construcción se encuentra en una virtual parálisis? ¿A qué se deben tantos apagones? En fin, ¿qué es lo que pasa?”

Si este es el estado de cosas, ¿Cómo entonces explicar la presencia de tantos proyectos inmobiliarios nuevos destinados al comercio y a oficinas, cuando las expectativas económicas y sociales parecen indicar con claridad una inminente reducción de los mercados? ¿Cómo explicar analíticamente estos negocios desde la lógica de una sana inversión en los bienes raíces? En la actualidad no menos de 500,000 metros cuadrados están siendo construidos, la gran mayoría por consorcios mixtos domínico-venezolanos, domínico-salvadoreños, domínico-colombianos, etc. Muchos de ellos, de una escala desconocida para la arquitectura y el urbanismo locales, han sido y están siendo diseñados por arquitectos extranjeros, modalidad de intervención profesional que amerita, por otro lado, una reflexión más profunda.
Para evidenciar una posible arquitectura actual dominicana no queda otro remedio que recorrer los caminos de su producción. Después de todo está para todos claro que la arquitectura es un proceso resultante de la actividad económica y social de un determinado grupo cultural. Es preciso, entonces, rebuscar en los orígenes de estas iniciativas para poder predecir sus resultados.

Desde el punto de vista del hecho físico, es posible reconocer un cambio de actitud: no sólo el volumen de obra sino el estilo -si es posible hablar en estos términos todavía- parece estar orientándose hacia otras tendencias. Proyectos de una marcada influencia moderna, con materiales y tecnologías de vanguardia para el área, son cada vez más evidentes en las vallas y folletos de propaganda de las iniciativas. Lo que prometía en los años 80's y 90's ser un regionalismo críticamente responsable, producto de años de investigación y búsquedas de todo un grupo de arquitectos locales se está marginando por una arquitectura de catálogo, correspondiente a otras sociedades, a otras determinantes culturales. Nada nuevo: la anunciada globalización debiera al menos proporcionarnos una arquitectura climáticamente apropiada, si bien ajena y propicia a todo cambio.

Lo que está pasando no deja de ser interesante. Por la vía de oficinas como RTKL (Baltimore), Sandy and Babcock (Miami), VOA (Chicago), Daniel Bermúdez (Bogotá), GVA (México) y otras de no menos prestigio comercial, se está tejiendo un nuevo entramado que sin dudas acomodará los flujos de un nuevo gusto en la clientela local, al cual la arquitectura dominicana no podrá sino seguir o enfrentar con ciertos matices. Pienso que a la larga el proceso de destilación puede ser muy interesante, si se sabe abordar con el rigor que exige.

¿Qué ocurre mientras tanto con las propuestas nacionales?


Sobre Arquitectura dominicana y globalización

Pocos oficios son tan específicos como el de la Arquitectura. Se diseña para funciones, circunstancias, sitios y usuarios específicos. Con presupuestos limitados, en tiempos bien definidos. Cada arquitecto del planeta debe entrenarse desde los inicios de sus estudios en los mecanismos precisos que le permitirán insertar cada proyecto en su lugar y en su tiempo correspondiente. Debe considerar aspectos físicos, tangibles, tales como el terreno, -su capacidad de carga, su salinidad, su morfología- el asoleamiento, la vegetación, el clima, los fenómenos naturales, los urbanos, de vialidad, de contextualización, etc. Igualmente debe ser sensible a otros aspectos no menos importantes, de carácter generalmente abstracto: la cultura, la poética, la historia, las tradiciones de uso, construcción y simbólicas de cada localidad donde se levantará su obra. En este universo donde el intelecto de cada artista actúa priorizando las exigencias básicas desde un enfoque personal, es que se sitúa la verdadera dimensión de un creador, y el éxito de la obra en su devenir histórico.
Si bien el párrafo anterior resulta hasta cierto punto evidente, no parece ser tomado en cuenta en la reflexión previa al acto de solicitar los servicios de un arquitecto en la actualidad, sobre todo en algunos promotores inmobiliarios dominicanos. La importación de arquitectos “estrellas” -desde luego no lo que aquí ocurre- ha sido muy común en las décadas recientes, sobre todo en el panorama europeo. El gran bagaje cultural de estas naciones les ha permitido apreciar el trabajo de autores sobresalientes de otras procedencias, que han sido escogidos por concurso abierto o comisionados principalmente para desarrollar encargos públicos de especial significación, o para edificios singulares de no escasos mecenas privados.

Los caminos de la Arquitectura están llenos de ejemplos: los ingenieros romanos dispersos por la vasta geografía del Imperio; los maestros masones franceses que exportaron el gótico a los estados vecinos; los alarifes mozárabes y los canteros españoles que hicieron otro tanto en toda América; la estadía final de Leonardo en la corte francesa; los arquitectos italianos en la de San Petersburgo. Sin dudas asistimos hoy a un fenómeno común, de consecuencias no muy bien documentadas en la historiografía del arte universal.

Un caso reciente de gran popularidad ha sido el del Museo Guggenheim en Bilbao, realizado por el canadiense naturalizado californiano Frank Gehry, con una destacadísima resonancia tanto a nivel urbano como económico para todo el país vasco. El también norteamericano Richard Meier tiene, por así decir, un edificio suyo en cada ciudad europea de prestigio, desde Frankfurt hasta Roma y Barcelona, al igual que el inglés Norman Foster, el portugués Alvaro Siza, el español Santiago Calatrava, el japonés Arata Isosaki y el francés Jean Nouvel, todos arquitectos extraordinarios, admirados tanto por sus colegas como por el neófito. En realidad, y es necesario reconocerlo, un arquitecto de talento y sensibilidad es capaz de llevar a cabo obras notables por su acertada implantación en los más extremos medioambientes, siempre y cuando sepa percibir racionalmente e interpretar artísticamente las complejas minucias que son parte integral de cada encargo.

Es frecuente escuchar que un arquitecto no alcanza su madurez plena hasta edad muy avanzada. Las exigencias tectónicas del oficio son abrumadoras. Materiales de las más extrañas composiciones y para los más exóticos usos son introducidos al mercado internacional cada día. Las miles de normas a cumplir en cada proyecto -urbanísticas, estructurales, hidráulicas, sanitarias, medioambientales, energéticas, sistémicas y un extenso etcétera-, en cualquier parte del mundo, son cada vez más cambiantes y estrictas. Los organismos encargados de la aplicación de las mismas aumentan, y sus burócratas -salvo raras excepciones- son cada vez más ineficientes y dificultosos, alejados de la cotidianidad de la práctica de un mundo en mutación, preñado de negociaciones, acuerdos, compromisos. Es además común contar, en sociedades subdesarrolladas, con la vergonzosa ignorancia del público y hasta de nuestros propios clientes hacia la naturaleza del quehacer arquitectónico. Dentro de tales márgenes se ha de desarrollar la profesión, en la arena de la competitividad global.
La República Dominicana ha iniciado un proceso por ahora irrevocable de mundialización. Los acuerdos de origen comercial y político tienen sin dudas una repercusión dilatada aunque presente en los submundos de la cultura. La Arquitectura no se salva. El intercambio se ha iniciado, con la previsible participación de firmas extranjeras en el diseño de importantes obras de actualidad. A pesar de que ya varias generaciones de jóvenes dominicanos se han formado en academias extranjeras, y de que existen en el país firmas de diseño de sobrada y demostrada capacidad, el aislamiento tecnológico, el retraso de la industria local, la cultura predominante de la ingeniería civil, y una práctica huérfana de instituciones estatales calificadas para entender y promover el desempeño de la arquitectura contemporánea, podrían ser algunos de los argumentos para explicar la escasa participación de arquitectos dominicanos -situados en el país- en proyectos internacionales.

Son ya evidentes o estamos a la expectativa de asombrosas torres de oficinas y centros comerciales. Hoteles y centros de convenciones, urbanizaciones y desarrollos especulativos (incluso en terrenos propiedad del estado) son ejecutados por firmas extranjeras - españolas, norteamericanas, francesas, mexicanas, colombianas, etc.-, con el salvoconducto de ingenieros promotores, inversionistas locales y foráneos y demás empresarios poco dispuestos a aprovechar los recursos locales, y de paso a colaborar con su país en afianzar su ya destacada presencia regional. Las instituciones llamadas a guardar por la sanidad profesional de los arquitectos y los otros consultores del área poco o nada se interesan por entender el fenómeno y orientarlo correctamente hacia el bien común, corrigiendo las terribles distorsiones producto de la importación indiscriminada de modelos ajenos, emulados impúdicamente como emblema de modernidad. Aquellas firmas locales involucradas, no tenemos más alternativa que “dominicanizar” unas ideas que nos vienen de lejos, cumpliendo así a cabalidad y a muy bajo costo -algo casi imposible para los colegas de otras tierras- con las oscuras normativas vigentes, tanto municipales como nacionales.

Pienso que aún así, este es un proceso -corto, espero- positivo para todos. Nuestros clientes se educan al trabajar con firmas de prestigio, rigurosas; se implementan nuevas o poco frecuentes tecnologías; los contratistas locales se disponen a cumplir con terminaciones y procedimientos desconocidos, a ser ejecutados en tiempos mínimos y a costos competitivos. No es sorpresa entonces comprobar la presencia local de suplidores y subcontratistas italianos, españoles, norte, sur y centroamericanos. Poco falta para recibir ofertas de empresas contratistas experimentadas de otras nacionalidades, probablemente más eficientes y mejor organizadas que las locales. A la corta o la larga, el intercambio será conveniente.

Coincido con el mítico Paolo Soleri cuando advierte: “No estoy en contra de la invención, la creatividad y la originalidad, surgidas de la pasión, el talento, la inteligencia y la búsqueda constante de nuevas soluciones. Pero creo que la ética y la estética deben quedar indisolublemente unidas, en función de las necesidades sociales, la protección de la naturaleza y la búsqueda de un equilibrio en este mundo, cada vez más estructurado en posiciones antagónicas, en desajustes económicos, en dogmatismos sociales y religiosos.”

Algunas normas deberán ser aplicadas para garantizar una mejor arquitectura y un más justo abanico de opciones al momento de comisionar las obras. Practicar arquitectura en países del Primer Mundo es para nosotros imposible sin atravesar por infinitos exámenes y acreditaciones, o sin desarrollar asociaciones sinceras en igualdad de condiciones, con firmas allí establecidas. ¿Por qué aquí se deja campo libre a todo tipo de intervenciones foráneas no reguladas? ¿No sería justo pensar que el camino debe ser de dos vías?

Lo importante al fin, es mejorar la calidad de vida de nuestras ciudades. Dotar a los ciudadanos y a nuestros visitantes de un escenario digno, respetuoso de las mejores formas de la tradición arquitectónica global, y a la vez auténtico, impregnado de ese carácter isleño y tropical del que podemos, en ocasiones, sentirnos orgullosos.


Es de esperar...

A juzgar por los sugerentes 3D's ubicuos en vallas anunciadoras, y por los anteproyectos que se llegan a conocer de estudios amigos, la calidad de los proyectos no realizados es quizás mejor que las obras que finalmente se levantan. Me pregunto si es que durante el proceso las ideas “fermentan”, o es que debemos esperar todavía un poco más para que promotores y clientes en general lleguen a apreciar una arquitectura diferente, de mayor originalidad.

Es de esperar que por varios años más sigamos viendo esas torres super decoradas, con ventanas dispuestas al azar y terminales horrendos, sin ninguna intención de crear un perfil gentil a nivel urbano. Ya en New York o en Chicago se levantaron edificios así, en su momento, hace más de cien años, y ahora es que aquí se realizan, sin ni siquiera intentar una arquitectura de este tiempo, no de aquel -salvo honrosas excepciones-. Es de esperar que se sigan cerrando con muros ciegos con terminales acornisados y portones metálicos “totumosos” los pisos de ingreso y los estacionamientos a nivel de acera de tantas y tantas torres de apartamentos mediocres, cumpliendo con una normativa urbana atrasada y desvinculada de cualquier idea de ciudad humanizante. Es de esperar que sigan apareciendo franceses, argentinos, u otros arquitectos “fantasmas” de cualquier nacionalidad, que practican sin exequátur y sin credencial alguna de tipo institucional. Es de esperar más y más proyectos públicos otorgados a clientes del sistema político de turno, a través de prebendas y contratos turbios, en ningún momento destinados a dotar a la ciudadanía de un edificio del cual pueda estar orgullosa, mínimamente recompensada en su esfuerzo en invertir el producto de su trabajo convertido en impuestos al fisco. Es de esperar que ingenieros civiles sigan ganando “concursos” de diseño o de supervisión de edificaciones públicas, en vez de arquitectos. O que en la prensa se llame a concursar proyectos sin haber ni siquiera determinado el sitio, sin un programa de diseño escrito, o peor aún, con un contratista asignado tras bambalinas, probablemente hasta con un proyecto bajo las mangas. Es de esperar que otros arquitectos extranjeros lleguen al país con los más “modernos” esquemas, alejados de todos los procesos de desarrollo cultural que se han gestado por años a nivel local. Es de esperar que cada día más los peatones deban caminar por las calles, ya que sus veredas son ocupadas por nuevos viaductos vehiculares. Es de esperar que se tejan operaciones de enorme impacto urbano y social, como las previstas con el financiamiento de empresas italianas en los marginados barrios occidentales al río Ozama, sin tomar en cuenta decenas de estudios desarrollados por profesionales íntegros, documentados, presupuestados y listos para implementar dentro del Plan RESURE, manejado por el CONAU en administraciones anteriores. Es de esperar que sigamos perdiendo las áreas verdes de las urbanizaciones y de los parques, incluso las del Cinturón Verde de la capital. Es de esperar también -y esto me aterra-, que el Malecón de Santo Domingo, uno de los más bellos, usados y celebrados espacios abiertos del continente, la plaza por excelencia de la Ciudad Primada de América, sea convertido en un bestial corredor de alto tráfico, destruyendo acantilados con estructuras monstruosamente diseñadas para poder resistir los embates huracanados del Caribe, desgraciando de una vez y para siempre la sutil relación de escala que ha existido durante casi un siglo entre naturaleza, hombre y ciudad.

Mientras tanto me estimula ver los planos y maquetas de las hermosas casas campestres de Plácido Piña y sus colaboradores, los excitantes proyectos de Antonio Segundo Imbert, los audaces de su tío, Oscar. Me intriga ver los banquitos de Daniel Pons; también me estimulan las torres proyectadas por Andrés Julio Sánchez y Cesar Curiel, las de Ja'El García, las más eclécticas pero correctísimas de Juan Pérez Morales, o las de Franc Ortega. Me seducen los interiores de Tony Cruz, o de Mariví Bonilla. Me place saber que hay arquitectos extranjeros practicando en el país con la sensibilidad hacia el contexto y la propiedad de orquestar propuestas frescas como Tolo Cursach. Me despierta recibir cada número de Arquitexto, o el poco frecuente texto periodístico de algún colega. Me deleito viendo los programas de televisión de Emigdio Valenzuela -Tu Ciudad- o el de los prestigiosos ingenieros contratistas Christian Maluf y Christian Ciccone -Así es la Construcción-. Me alegra pensar que una corporación dominicana sea capaz de invertir en un Centro Cultural diseñado por Pedro José Borrell, uno de los arquitectos de mayor solvencia profesional actualmente. Me alegra pensar que una nueva categoría de contratistas, más rigurosos y experimentados se esta conformando gracias a la presencia de proyectistas internacionales de gran capacidad y destreza técnica. Me reconforta pensar en propuestas como la del Proyecto Ciudad, con lecturas tan certeras y realistas sobre el futuro de la ciudad de Santo Domingo, al igual que los esfuerzos que realiza la Oficina de Patrimonio Momumental para defender -aunque no con el alcance requerido- acervos culturales no convencionales, como el barrio de Gazcue. No es más que alentador pensar en la importancia de la gestión futura de las flamantes Secretarías de Estado de Medio Ambiente y la de Cultura...
Sólo le pido a Dios -y no es la canción de León Gieco- que como en otras partes del mundo, algún día predomine la sensatez, el entendimiento y una mínima capacidad de acción concertada entre la creciente comunidad de arquitectos y urbanistas. Que triunfe el sentido común, y porque no, que los dominicanos y nuestros visitantes podamos gozar de espacios bellos, sensibles y de buen gusto. Sé que es demasiado pedir, por eso es de esperar que no sea así.

 

Publicado en Archivos de Arquitectura Antillana, 2004